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Lechero. Comenzaba a clarear y el abuelo ordeñaba a las vacas para luego hacer el reparto

Por Pablo Rodríguez Prieto. Historias cortas

En épocas en que las vacas solo se ven en fotos o documentales y la leche se compra en cajas en el supermercado, hay historias que nos recuerdan que hace no mucho tiempo había personas que ordeñaban las vacas y salían a vender la leche por la calle. Lechero es una muy entretenida historia corta escrita por Pablo Rodriguez Prieto, que nos recuerda a algunos y nos enseña a otros, cómo era esta tradicional actividad.

¿Quién era el lechero o la lechera?

El lechero o lechera

Lechero (o lechera), en el sentido más clásico, se denominaba a la persona que tenía como ocupación laboral ordeñar la leche y realizar su reparto, generalmente en un carro, o venta entre la población. Aunque esta ocupación aún existe, es cada vez más difícil verla y solamente se la suele encontrar en pequeños pueblos dónde el proceso se encuentra muy cerca del consumidor. ​El término lechero o lechera se aplica indistintamente al encargado del ordeñe, a quién reparte la leche y al que la vende en un establecimiento específico del ramo.

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Lechero

El lechero - Cuento corto
Imagen de 1388843

Caminábamos por las mañanas, muy temprano cuando comenzaba a clarear el día, junto a una cerca larga, para llegar al lugar donde el abuelo ordeñaba a las vacas que las había ordenado y amarrado junto a una larga canoa llena de cáscaras de plátano que ellas comían mientras permitían se les extraiga el blanco líquido.

Al llegar al lugar y antes de poder siquiera saludar, era recibido por un chorro de leche caliente, que a propósito era arrojado directamente de la ubre por las manos expertas de mi abuelo, que sentado en una banquita pequeña ordeñaba y ya tenía llena varios baldes con el fruto de su trabajo.

El diálogo era breve, debía yo recoger estos baldes para llevarlos a la casa, donde mi abuela ya me esperaba con las botellas limpias, escurriéndolas en una barbacoa de madera ubicada en la ventana de la cocina; una taza de humeante mazamorra de granos tostados al que llamaba “upe” esperaba por mí, mientras ella vertía la leche en los envases que luego colocaría en una pequeña alforja para poder transportarlas con comodidad.

El recorrido era siempre el mismo desde hacía mucho tiempo.

Primero la casa del ingeniero, donde me esperaban con la puerta abierta y la linda sonrisa de una señora; seguía la casa del doctor, ahí había que tocar varias veces y nunca pude ver quién era el que me recibía las dos botellas, pues solamente aparecía una mano ancha y llena de pelos que de inmediato cerraba sin decir palabra alguna.

Seguía el bar de don Eladio, en cuyo local siempre se escuchaba un bolero melancólico, me recibía las cuatro botellas una linda señorita con delantal rosado siempre impecablemente limpio que acariciaba mi cabeza, preguntaba por mi nombre y reía mostrando una fila de menudos dientes.

La última botella la debía dejar en una casa de segundo piso junto al cine «Tropical» y frente al bar de don Eladio, tocaba la puerta y debía de sentarme a esperar en la vereda de la calle, bajaba con mucha paciencia una señora gorda con una enorme bata que arrastraba el piso, pero trasparente que dejaba ver mucho de la que llevaba dentro.

Al recibir la botella siempre trataba de conversar conmigo.

Preguntaba por el abuelo, por mis estudios, por mi maestra o por la vaca que daba la leche, nunca esperaba respuesta y sola se respondía más o menos así: cómo está el abuelo, ¿bien? que bien que bien, dale mis saludos, hace tiempo que no lo veo, ¿dices que está bien? Qué bien, que bien; daba la vuelta, se acomodaba en la estrecha escalera que la conducía al segundo piso y me pedía que cierre la puerta, cuando lo hacía gritaba con voz ronca: ¡gracias!

Culminada esta tarea, me dirigía al mercado con una lista que la noche anterior mi madre había colocado en uno de mis bolsillos.

Mi alforja libre del peso de las botellas se volvía a llenar con papas, cebollas y tomates que siempre me recordaban traerlos sin apretarlos para que lleguen enteros; el paso por el carnicero era lo más desagradable que debía hacer, el olor que emanaba de ese lugar me causaba dolor de cabeza y solo me limitaba a recoger un paquete que ya estaba listo todos los días, incluyendo domingos y feriados, con lluvia o sin lluvia como solía decir el abuelo.

Lechero acariciando una vaca
Imagen de Capri23auto

De ahí pasaba a la bodega para comprar arroz, frejol, fideos, sal, azúcar, condimentos, que condimentos me preguntaban, no se aquí dice condimentos, respondía. Finalmente, con las bolsas llenas me dirigía a la zona de los ponches, unas veces era ponche con jugo de naranjas, otras veces con masato caliente y rara vez ponche solo.

El sonido del batido a mano del ponche retumbaba por todo el mercado y solo era superado por la voz que desde unos parlantes anunciaba las ofertas de tal o cual puesto o saludaba a alguien por su cumpleaños.

Fin.

Lechero es una breve historia del escritor Pablo Rodriguez Prieto © Todos los derechos reservados.

Sobre Pablo Rodríguez Prieto

Pablo Rodriguez Prieto - Escritor

“Soy un convencido que la lectura hace que los seres humanos seamos empáticos, con lo que se puede lograr un mundo más amigable y menos conflictivo. Sueño con un mundo mejor que el que tenemos hoy.”

Pablo Rodríguez Prieto vive en Lima, Perú y desarrolla actividades vinculadas a las artes gráficas, tiene una imprenta familiar y en sus horas libres escribe de a poco. Pablo es casado y tiene tres hijos quienes, según él, son sus mayores críticos. «Cuando ellos eran niños jugaba a escribir sus ocurrencias diarias y casi siempre fueron desechadas, aún cuando guardo esas historias en mi memoria.”

Mis inicios fueron escribiendo crónicas que las repartía entre mis amigos sobre experiencias locales que las denominaba “Crónicas de la calle“. Prefiero escribir cuentos, pero e incursionado en novela corta y poesía.

“El Perú es un país muy rico en paisajes y destinos turísticos, con innumerables regiones y climas muy variados. Yo nací en Pucallpa, una ciudad de la región Ucayali en la selva. De niño, por el trabajo periodístico de mi padre radicamos en muchas otras ciudades, esto enriqueció mi espíritu de usos y costumbres muy disimiles que posteriormente se traducen en mi trabajo literario.»

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