Por Francisco Javier Arias Burgos. Historias cortas.
El regalo del abuelo cuenta la historia de dos hermanos que visitan a su abuelo en su finca, después de que él siempre les había invitado a pasar las vacaciones con él en el campo. Los hermanos se sienten un poco desorientados y desacostumbrados a la vida rural, pero el abuelo les muestra cómo ordeñar una vaca, recoger frutas de los árboles y huevos de las gallinas, y finalmente, los lleva a un hermoso lugar en el bosque para bañarse en una quebrada.
El abuelo les da a sus nietos una semana llena de nuevas experiencias y deliciosos regalos, y el cuento promete ser una historia de aventuras y descubrimientos. Es un relato del escritor colombiano Francisco Javier Arias Burgos, recomendado para niños y adolescentes.
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El regalo del abuelo
Cuando llegamos a la pequeña parcela que el abuelo llamaba su finca era ya tarde en la noche. Eran nuestras primeras vacaciones con él en su casa, después de insistirnos mucho, ya que usualmente él viajaba desde esa lejana vereda para visitarnos cada Navidad. Siempre le sacábamos una excusa para quedarnos en la ciudad disfrutando de los alumbrados, famosos en todo el mundo, y le pedíamos que tuviera paciencia, que la próxima Navidad le aceptaríamos la invitación.
Le cumplimos la promesa con algo de reticencia, pues estábamos acostumbrados a las comodidades de la ciudad, a viajes cortos, al taxi, al metro o al bus, a la cercanía de los sitios de recreación, a los cines. Nuestra intención era quedarnos un par de días, como para complacerlo. Era justo.
Nos despertó a las cinco y media de la mañana del día siguiente. Nosotros, acostumbrados a levantarnos a las siete u ocho, le rogamos que nos dejara dormir unas horas más, pero él, con una sonrisa, nos convenció. Ni siquiera nos bañamos y salimos detrás de él, en silencio y algo aburridos. Llevaba un balde y una olla en las manos y un machete a la cintura, además de un costal.
- Esta es Aurora -nos dijo al acercarse a una vaca con cara de pocos amigos-. Vamos a ordeñarla, ella nos dará la leche para el día.
Mi hermano y yo nos miramos sin saber qué decir. La leche que tomábamos en la casa salía de una bolsa o de una caja y siempre estaba en la nevera. Ordeñar era una palabra nueva para nosotros. Y tener una vaca tan cerca nos asustaba.
El abuelo le dijo algo a Aurora, que lo miró sin decir ni mu. Él le ató las patas traseras, puso un banco al lado y el balde debajo de las ubres de la vaca.
- Felipe -me dijo el abuelo-, siéntate en este banco, ordeña a Aurora y no dejes regar la leche. Tienes que ser muy delicado con ella. Cántale algo mientras la ordeñas.
Yo no tenía la menor idea de lo que era ordeñar una vaca. Le pedí que me enseñara cómo hacerlo. Le pregunté qué canciones le gustaban a Aurora.
- Pon tus manos de esta manera, aprieta un poco y jala hacia abajo, con suavidad -me explicó-. Y cántale cualquier canción, pero hazlo con dulzura.
Así lo hice, pero no salía nada de leche. El abuelo le pidió entonces a mi hermano Diego que lo hiciera, pero el resultado fue igual. Cero leche.
Sin mostrarse enojado ni burlarse de nosotros se sentó y llenó el balde en cuestión de quince minutos. Antes de regresar a la casa, el abuelo nos invitó a adentrarnos en el bosque aledaño a la finca.
- ¿Eres capaz de treparte a ese árbol de níspero? -me preguntó.
Yo jamás había trepado a ningún árbol y no sabía lo que era un níspero. Y Diego tampoco. El árbol no era muy alto, estaba lleno de unas frutas verdeamarillas, no parecía peligroso. Me negué rotundamente. Diego, más alto que yo, se ofreció a subirse y el abuelo le pidió que cogiera los nísperos maduros. Así lo hizo y en el costal quedaron unos cincuenta de esos frutos, que se veían sabrosos.
Yo no quería pasar por cobarde y me arriesgué a subirme al árbol de mango y después al de mandarinas. El bulto se llenó hasta la mitad con esas deliciosas frutas y el abuelo quedó satisfecho. Antes de volver a la casa, después de unas dos horas, hicimos una última parada en el corral en el que había diez gallinas y recogimos como ocho huevos.
Ese día nos comimos el desayuno más sabroso que pueda recordar. Ni mis padres, mi hermano y yo habíamos probado algo tan rico.
Pero no nos habíamos bañado todavía. Cuando le preguntamos al abuelo por la ducha, nos sonrió.
- ¿Quieren bañarse? Síganme.
Anduvimos por entre los árboles durante unos veinte minutos y nos deleitamos con el canto de los numerosos pájaros que vivían en ese bosque.
- Pueden meterse ahí sin miedo -nos dijo al llegar a la quebrada que pasaba cerca a la casa.
Era un arroyo de aguas cristalinas, nada profundo y algo frío. Mis padres fueron los primeros en meterse al charco y nos invitaron a seguirlos, lo que hicimos sin dudar ni un segundo. Fue una experiencia maravillosa.
Ni siquiera nos acordábamos de nuestros teléfonos. Poco antes del almuerzo, como por costumbre, encendí mi celular para chatear con mis amigos o para jugar a algo. No había señal. Me quejé de ello con mis papás, que le preguntaron a su vez al abuelo si había Internet.
- Aquí no necesitamos eso -respondió, y nos dijo por qué. No le creímos mucho, pero lo aceptamos-. Ustedes en la ciudad dependen de ese aparato para distraerse, y no saben lo que es bueno. Vengan les enseño lo que es divertirse.
No sé si por falta de tiempo o por otras razones, mis papás nunca nos habían hablado del trompo ni del yoyo, ni de las canicas, ni de armar una cometa y hacerla volar, ni mucho menos de jugar al escondite- escondidijos, decía mi abuelo-, ni de la chucha corrida o corre que te alcanzo. Con él aprendimos a fatigarnos sin cansarnos. Además de eso nos divirtió de una manera maravillosa con unos títeres que nos hacían reír sin parar, con obras que inventaba.
Los dos días que planeábamos quedarnos se convirtieron en una semana inolvidable. Ni mis padres ni mi hermano y yo habíamos tenido unas vacaciones tan divertidas. Con mucho pesar, debido a las obligaciones laborales de mis padres, debimos regresar a la ciudad.
Esas vacaciones fueron como una premonición de la muerte del abuelo. Fue su legado, el regalo que siempre quiso hacernos. Ahora estará en su paraíso, que ojalá sea tan hermoso como ese que construyó para nosotros con amor y bondad. Jamás lo olvidaremos.
Fin.
El regalo del abuelo es un cuento del escritor Francisco Javier Arias Burgos © Todos los derechos reservados.
Sobre Francisco Javier Arias Burgos
Francisco Javier Arias Burgos nació el 18 de junio de 1948 y vive en Medellín, cerca al parque del barrio Robledo, comuna siete. Es educador jubilado desde 2013 y le atrae escribir relatos sobre diversos temas.
“Desde que aprendí a leer me enamoré de la compañía de los libros. Me dediqué a escribir después de pensarlo mucho, por el respeto y admiración que les tengo a los escritores y al idioma. Las historias infantiles que he escrito son inspiradas por mi sobrina nieta Raquel, una estrella que espero nos alumbre por muchos años, aunque yo no alcance a verla por mucho tiempo más”.
Francisco ha participado en algunos concursos: “Echame un cuento”, del periódico Q’hubo, Medellín en 100 palabras, Alcaldía de Itagüí, EPM. Ha obtenido dos menciones de honor y un tercer puesto, “pero no ha sido mi culpa, ya que solo busco participar por el gusto de hacerlo”.
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