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A la deriva. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte.

Por Horacio Quiroga. Cuentos clásicos

Si ha habido un escritor que ha sabido relatar a la perfección situaciones de la vida de campo, especialmente de la región de la selva Paranense fue Horacio Quiroga, el «gran maestro del cuento latinoamericano». A la deriva es uno de sus cuentos cortos de autor, que describe minuciosamente el esfuerzo solitario de un hombre que recibe la picadura de una serpiente venenosa, y sus peripecias por llegar algún lugar donde lo puedan atender y salvar la vida. Es un cuento recomendado para jóvenes y adultos.

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A la deriva

A la deriva - Cuento de Horacio Quiroga
Imagen de Giuseppe Masili

El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie.

Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

– «¡Dorotea!» -alcanzó a lanzar en un estertor-. «¡Dame caña!»

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

– «¡Te pedí caña, no agua!» -rugió de nuevo. «¡Dame caña!»

– «¡Pero es caña, Paulino!» -protestó la mujer espantada.

– «¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!»

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

– «Bueno; esto se pone feo» -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso.

Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle.

La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par.

Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso.

El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar.

Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

– «¡Alves!» -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

– «¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor!» -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo.

En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa.

El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor.

La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald.

¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también…

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo… ¿Viernes? Sí, o jueves…

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

– «Un jueves…»

Y cesó de respirar.

Fin.

A laderiva es uno de los cuentos de la colección de cuentos clásicos de Horacio Quiroga.

Sobre Horacio Quiroga

Horacio Quiroga - Escritor

Horacio Silvestre Quiroga Forteza nació en Uruguay el 31 de diciembre de 1878, sin embargo, gran parte de su vida la vivió en Argentina. Su madre fue Pastora Forteza y su padre Facundo Quiroga, quien murió tras un accidente con su escopeta al regresar de cazar, cuando Horacio tenía aún dos meses de vida.

Durante su juventud, este reconocido escritor ya mostraba su interés por la vida en el campo, la fotografía, y la literatura.

Durante su época universitaria un joven lo interesó por la filosofía, también trabajó en los diarios La Revista y La Reforma en Uruguay. Esto ayudó a pulir su estilo y obtener reconocimiento.

El Consistorio del Gay Saber fue un grupo de literatura, considerada la institución literaria más antigua del mundo occidental, que fundó cuando recién iniciaba su carrera en 1900. Fue allí donde experimentó formalmente como cuentista. En 1901 publicó su primer libro, sin embargo en ese año fallecieron sus dos hermanos y su amigo Federico, a quien accidentalmente asesinó al disparársele un arma.

El dolor de estas tragedias, en especial la de su amigo, obligaron al autor a radicarse en Argentina, donde logró alcanzar la madurez como profesional y escritor.

En los últimos diez años de su vida, Horacio se casó con quien sería su segunda y definitiva esposa, María Elena Bravo. Con ella tuvo una hija y se radicaron en la selva misionera. María Elena, al igual que su primera mujer, se cansó de la vida selvática y se regresó a Buenos Aires con la hija de ambos. Esto resultó en una gran frustración para el escritor.

Después de pelear un par de años con un doloroso cancer de próstata, su separación no evitó que, María Elena y su hija, además de sus amigo, lo acompañaran en los últimos momentos de su vida. Quiroga regresó a Buenos Aires a ser tratado, pero el 19 de febrero de 1937, estando internando y ya en estado terminal, el escritor decidió acabar con su vida bebiendo un vaso de cianuro, lo que selló una vida rodeada de tragedias.

Las obras más importantes de Horacio Quiroga

Algunas de las obras más importantes y reconocidas de este increíble autor:

  • Los arrecifes de coral (1901).
  • Historia de un amor turbio (1908).
  • Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917).
  • Cuentos de la selva (1918).
  • Anaconda y otros cuentos (1921).

Más libros de Horacio Quiroga.

Es imposible contar en tan pocas líneas una vida tan llena de experiencias y vicisitudes experimentadas por Horacio Quiroga, puede leer una biografía más completa Aquí.

Más cuentos clásicos de Horacio Quiroga

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