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Nuestra manera de ser felices 🏃 «Ahora son recuerdos, antes era vida. Se viene al mundo a llenarse de cosas queribles».

Por Samuel Gutiérrez Ospina. Cuentos sobre la vida.

En el relato «Nuestra manera de ser felices» del escritor Samuel Gutiérrez Ospina, nos sumergimos en un viaje nostálgico hacia tiempos pasados llenos de sencilla y auténtica felicidad. A través de las palabras del autor, somos transportados a una época donde la diversión y el aprendizaje estaban arraigados en las calles y hogares de la Buenaventura de las décadas del 50 al 70. A medida que exploramos este mundo de juegos callejeros, risas compartidas y pequeñas aventuras, nos damos cuenta de cómo los niños encontraban alegría y significado en las cosas más simples.

El cuento nos invita a contemplar la infancia desde una perspectiva fresca y a apreciar cómo la vida se vivía de manera diferente en un pasado lleno de momentos memorables. A través de la lente del autor, descubrimos cómo la imaginación, la camaradería y la valentía formaban parte esencial de una época que hoy puede parecer distante, pero que deja una huella perdurable en la manera en que entendemos la verdadera esencia de la felicidad.

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Nuestra manera de ser felices

¿Verdad o solo nostalgia viva? Nuestra manera de ser felices, porqué lo fuimos.

«Ahora son recuerdos, antes era vida. Se viene al mundo a llenarse de cosas queribles».

Manuel Mejía Vallejo. Aire de Tango.

Recrearse en la Buenaventura de las décadas del 50-al 70, era simple, fácil, divertido, y hasta gratis.

Al no tener aún la televisión y el teléfono para el chisme, en la mayoría de los hogares -pues por acá todos nos llegaba tarde-, la diversión estaba en la calle, aunque dentro del hogar también se pasaba bueno, escuchando historias de los abuelos y padres. «Érase una vez…» y «Sucedió que…» eran las palabras mágicas que abrían nuestras mentes y orejas para escuchar las historias de la vida de ellos; de espantos y sucedidos, muchas inventadas para que le cogiéramos miedo a la desobediencia a las malas palabras; a no tenerle respeto a los padres y mayores; a los que no comían lo que se les servía, en fin, usaban, podemos decir, buenos métodos para enderezarnos si ya estábamos cantiados, o para seguir estando derechitos si el diablo aún no había tentado nuestras almitas puras. Y la correa, y el tres patas, también salían al ruedo. Nuestros padres enderezaban un palo de guayaba, a punta de lengua y rejo. La cantaleta sola, el rejo solo, o combinados que era aún peor.

Ya en la calle, la mejor escuela, Harvard y Yale en una cuadra. Si que aprendíamos cosas. Honradez, temeridad, osadía, lealtad, destrezas; la imaginación volaba, pero también aprendíamos el truquito, la maroma, el desquite y la picardía.

Las comitivas, donde los varones éramos el papá, y las niñas imitaban a las mamás, unos consiguiendo y ellas sazonando los ingredientes caseros. Que tales hojas eran el cilantro y la cebolla larga, otras anchas y largas podían ser el pescado o el plátano, las piedras eran las papas, las hojas de cacao tiernas, que son rosadas eran la carne, los huevos podían ser los huevos de lagartijas. La imaginación era peste, sobraba de lo abundante.

Las niñas no jugaban a los reinados, pues, ¿reinas de qué? Si jalaban parejo con los muchachos, eran igualitas a ellos, tan osadas y brinconas como cualquiera de nosotros, tan hábiles como el que más. Solo eran diferentes después de la primera comunión. De ahí para adelante cambiaba todo. Ya nos mirábamos con otros ojos.

Los juegos de niñas y niños eran las rondas, «que pase el rey, que ha de pasar…» «guárdame este anillito en el fondo del baúl…», «Oa, sin moverme, sin reírme, adelante, atrás…»; el hula-hula, que era pecaminoso para las beatas y monjas por el movimiento de la pelvis; el juego del jazz y por ende los nudillos en carne viva; la pelota quemada. Que maldad había en ese juego pero que divertido era, la pelotica de letras quedaba marcada en la nuca y espalda del otro o donde cayera. La tirada o halada de la cuerda hasta hacer caer a los contrarios; saltar el lazo, jugar el sol y la rayuela. La rueda de caucho sacada de una llanta vieja, echada a rodar con un palito. El cojín de guerra o libertad, nos dieron la noción de que significa ser libre y ayudar a otros a serlo, y para eso teníamos que correr, dar «melo» o gambetear, esperar, hasta ver la oportunidad de dar el toque de liberación al compañero que estaba atrapado… La lleva, era velocidad pura y el esquive en toda su expresión, para no ser tocados, o escuchar el fatídico «la lleva» y tener que corretear a los otros sin descanso.

Cualquier monte de rascaderas, era selva para jugar a policías y bandidos, ladrones, vaqueros e indios; a soldados gringos y a chinos -japoneses en realidad- que eran los malos en las películas que veíamos en el cine gringo, y nadie quería ser chino, pero tocaba, pues había que jugar, ya que, a las nueve pm nos teníamos que entrar, los que tenían madre muy católica a rezar el rosario y los que no a dormir de una. Comer a veces, porque ya habíamos comido, en cualquier casa de la cuadra.

El trompo, las bolas o canicas al cuadro, los cinco hoyitos, las cometas, el balero, el «guaipe» mojado -hilaza usada por los mecánicos- para hacer veintiunas; el dinero o billetes para pagar los caces o apuestas, eran las envolturas de los cigarrillos de empaque no acartonado, como el Camel, el Chesterfield, el Pielroja.

En la pesca, escarbar como gallinas para encontrar las lombrices; comprar si no se tenía, el sedal o el hilo calabré y a echar el anzuelo al mar, para pescar tamboreros y canchimalos en muro Yusty. Nadar en ese sitio o en los ríos y quebradas de la isla. Cuando en la escuela nos sacaban a pasear en tren llevábamos «el gato» (almuerzo de paseo) que era huevo duro, café en poca leche para evitar el daño de estómago y la pedorrera, porque daba pena. Llevado no en termo, sino en una botella cualquiera de cerveza, y en su pico un plástico y su tapa para que no chorríara; arroz bastantico para que llenara, papas cocidas y saladas y a veces un pite de carne. Alguien entendió que llevar el gato, era cargar con uno de verdad, y ese niño no almorzó, pero si se encartó.

Ir a cine, era lo máximo de lo máximo, ver piratas, espadachines, hombres enmascarados, trogloditas, King Kong, Tarzán, chitas, leones, serpientes, elefantes, selvas y ríos, avionetas y paracaídas. Nuestro mundo se ensanchaba y nos trastornaba, pues en los intermedios, nos subíamos al escenario del teatro y recreábamos las peleas vistas en la pantalla, y al grito de Kin, kin, kin, kriau y pandau, copiando a nuestra manera la música de la película, tirábamos puños y patadas, que no herían a nadie. Todo era de mentiritas. Después trasladábamos eso a la cuadra.

En la escuela, chupar polares, comer queso amarillo y tomar leche peyona de la Alianza para el Progreso, derritiéndole un polar (paleta) para darle más sabor y color.

Más grandecitos, ya nos atrevíamos a atravesarnos el canal en canoa por donde navegaban los inmensos barcos, remando desde la playa hasta Isla Alba una hora larga. Otro lo hicieron a brazo limpio, nadando estilo «cauquita», pues de estilos de natación, pocón. Pero lo lográbamos de ambas maneras, y eso era lo importante. No había miedo.

Pero llegó la televisión, el Nintendo, y ahora la tecnología, y adiós a todo esto. La calle es otra, peligrosa ahora, mucho, pero la nuestra lo era más.

El árbol que había que trepar, el perro que lo corretíaba a uno -a mí, uno me mordió una nalga, yo subido ya a un poste. La calle en la pura piedra, uñas partidas y melladas, echas un solo dolor; la tabla con su clavo paradito esperando una patica descalza; el balón de puro cuero y mojado era como de hierro y el arquerito del equipo volando de piedra a piedra que esas eran las porterías; las emparamadas en los chorros que caían de las canoeras de los techos; nadar en el mar con oleaje en el Muro Yusti. Tirarse un clavado desde el árbol en las quebradas por los lados del colegio Jesús Adolescente y quedarse unos segundos angustiosos atrapado, enredado en unas raíces sumergidas. Y las serpientes en esos montes: el coralillo, las cuatro narices, la X y la verrugosa.

Y en el mar, el aguamala o medusa, para hacernos ver estrellas con su acido, y la raya, el pejesapo, ¿no tenían pues su púa, para fregarnos la vida y hacernos berríar del dolor con el chuzón? Los chicos de ahora no tienen esos animalitos acechando sus tobillos.

Y porque la vida no para, es otra, nosotros esos niños, crecimos y ahora tiramos de la carreta y nuestros hijos tienen otras alegrías, otras diversiones y aprenden sin tantos golpes, tantos rasguños, tantas torceduras y tantas boquitas reventadas. Pero les juro, que el hijo de Rockefeller, no se divirtió tanto como nosotros. ¿O sí?

Fin.

Nuestra manera de ser felices es un cuento del escritor Samuel Gutiérrez Ospina © Todos los derechos reservados.

Sobre Samuel Gutiérrez Ospina

Samuel Gutiérrez Ospina - Escritor

Por jugadas del destino, y en plena violencia política, año 1950, nació en el Puerto de Buenaventura, hijo de un manizalita y una armenita.

«¡Qué bueno ha sido ser porteño!»

El obispo Valencia Cano, quiso tener clero nativo y fue uno de los elegidos para ir al seminario. El sueño duro poco. Terminó el bachillerato y fue a Cali, porque quería licenciarse y ser maestro. Otro deseo fallido.

Sus cuatro hijos son profesores universitarios y de colegio de Bachillerato. Lo lograron por él, para cumplir su deseo. Su esposa da clases de manualidades y él trabaja con chicos como promotor de lectura.

Se graduó en el SENA técnico en Relaciones Industriales, y se dedicó a tender puentes con sus semejantes. Se convirtió en vendedor profesional.

Samuel Gutiérrez Ospina siempre ha estado ligado a los libros y la escritura ha sido una permanente compañera de vida. Caminar, mochiliar, montar bicicleta son sus pasatiempos.

Por su esposa, conoció a Historias en Yo Mayor y fue posible así, contar las historias que ya tenía escritas, y escribir otras.

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