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Pitágoras, mi hermano ∗ Pero el nadar y el futbol, le jugaron una mala pasada pues casi ocurre una tragedia.

Por Samuel Gutiérrez Ospina. Cuentos para adolescentes cortos.

En «Pitágoras, mi hermano«, conoceremos la vida de Héctor, apodado Pitágoras, quien fue el penúltimo hermano de una numerosa familia. Héctor creció en la callecita, con sus amigos y aficiones sencillas como el fútbol y la natación en el mar. Sin embargo, un día, una situación peligrosa en la playa casi lo lleva a la tragedia, enfrentándose a una lucha contra la marea para sobrevivir. A través de este evento, descubrimos la valentía y determinación de Héctor, así como su conexión con la familia que ama.

Con una narración cercana y emotiva del escritor colombiano Samuel Gutiérrez Ospina, «Pitágoras, mi hermano» (extractado del libro «Contaba el abuelo») nos invita a sumergirnos en la vida de Héctor y descubrir cómo las experiencias y la fortaleza moldean su camino hacia la madurez y la realización personal.

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Pitágoras, mi hermano

Pitagoras, mi hermano - Cuento juvenil

Héctor, Pitágoras lo llamaban, fue el penúltimo hermano de una camada de ocho, pero su situación en la escala lo dejaba mal colocado; su hermano anterior no lo tenía en cuenta para sus escapadas a la, en esa época, lejana ciudad de Cali, utilizando como medio los vagones del ferrocarril al cual se subía él, con el tren en marcha, algo de por si peligroso y porque algunas veces los guarda vías lo hacían bajar en los pueblos intermedios teniendo que hacer largas caminatas para devolverse a Buenaventura. Él no quería eso para su hermano.

Y el último era un bebe pues se llevaban siete años de diferencia. Esa «emparedada» lo hizo crecer sin sus hermanos más cercanos y se dedicó entonces, a los amigos de la callecita y de la escuela.

Acudía a la escuela pública, a los siete años, donde el régimen severo de un veterano de la guerra de los mil días, había establecido férrea disciplina, como aquella de no poder asistir a la escuela con los zapatos sucios, algo que a Pitágoras le quedaba difícil de cumplir por su afición a patear balones y pelotas, y con esas calles, muchas sin pavimentar. Fueron varias las veces que fue devuelto a casa.

Resultó bueno en ortografía, tanto que le ayudaba a la profesora doña Esperanza a calificar exámenes. Lo pasaron a otra escuela la N° 2, donde se decía, estaban los mejores. Pero solo estuvo un año y se devolvió porque la anterior escuela le quedaba más cerca a su casa.

Los partidos de futbol en la callecita, con los amiguitos, usando tenis, «bauchas», o descalzos, eran casi a diario. Utilizaban una pelota de caucho llamada de letras pues traían el abecedario impreso unas, y otras los números, pues jugar con balón de cuero, eso era un lujo que no se podían dar. El nivel de esperanza de tener uno de esos, era bajisimo.

Lo malo de la pelotica de caucho era su ingobernabilidad, porque rebotaba y salía disparada para donde le daba la gana. Y un pelotazo en la cara, dolía como un dolor de muela, dolía y ardía a la vez, para mayor desgracia.

El campo de juego era la callecita, en medio de piedras sueltas o enterradas, asomando apenas una puntica, esas llamadas arranca uñas, con pocetas de agua lluvia ya enfangada, más el peligro de darle un pelotazo a un transeúnte o a un vidrio de una ventana, bueno, vidrios pocos, pues casi todas eran de madera, pero si se metía a una casa, la devolvían a veces, rota a cuchilladas.

Su mundo era la callecita, unas cuadras de ella, lo demás no existía pues no lo conocía.

Otra afición era la de nadar; aprendió en el mar a los ocho años. Allí, a veces, sí lo acompañaba su hermano anterior. Pero el nadar y el futbol, le jugaron una mala pasada pues casi ocurre una tragedia. Su hermano no estuvo esa vez.

Él y sus amigos se fueron a jugar pelota, en la playa llamada playa basura, por la cantidad de ramas, palos y basura, que el mar trae cuando sube y deja tirados allí cuando baja. La pleamar y la bajamar se llaman. Jugaron el partido cuando la marea estaba lejos y estaba el arenal listo y convertido en campo de futbol.

Cuando empezó a subir de nuevo, se terminó el partido y se dedicaron a nadar. Llegaron caminando entre el agua, a unos postes tirados y amontonados, algo lejos de la orilla; esos postes habían sido los pilares del muelle viejo que habían derruido para construir el actual, y terminaron allí abandonados. Se subieron a ellos, se acostaron encima a descansar y Pitágoras se durmió, mientras el mar subía y subía. Se despertó cuando sintió que el agua lo tenía rodeado. Los postes ya estaban cubiertos por ella. ¿Qué pasó?

Qué estaba solo y lejos de la orilla, y con la marea entre la playa y él, sus compañeros ya no estaban. ¡Qué hacer? se preguntó. Pues esto se pone más hondo.

No le quedó de otra que tirarse al agua y nadar con lo poco que sabía de ello. No perdió la calma, aunque asustado si estaba y mucho. Nadaba, se hundía, buscando hacer pie en el fondo, no lo alcanzaba, surgía del fondo, y sobreaguaba un poco, mientras tragaba esa agua salobre.

Tornaba a hundirse, a buscar el piso, y no lo encontraba, vuelta a la superficie a respirar, y la marea seguía subiendo y el tragando agua. Se le vinieron a la mente la mamá, el papá, sus hermanos; pensaba que ya no los volvería a ver y eso lo asustaba, pero también le daba valor, para seguir nadando. A veces en su desesperación, miraba al cielo azulito, e imploraba la ayuda divina.

La marea mientras tanto lo iba llevando en su corriente hacia el embarcadero de los botes, y eso allá era más profundo, pero él corregía el rumbo y enfilaba, «chapaliándo» con nadadito de perro, recto hacía la playa, buscando siempre poner pie y sin dejar de tragar esa agua sucia y salada. Pasaron minutos u horas interminables para él, cuando en esas hundidas a buscar el plan, sintió que pudo poner la punta de los dedos del pie en él.

Le volvió el alma al cuerpo y ya con esperanzas reales seguía hundiéndose y tocando el piso, salía debajo del agua, nadaba un poquito, aspiraba y vuelta a buscar el fondo con el pie, hasta que por fin el agua le llegó al pecho y pudo ya salir caminando.

Llegó a la playa, y se quedó un largo rato, ora sentado, ora acostado, recobrando fuerzas y aspirando bocanadas de aire, hasta que se pudo tranquilizar. Solo y encorajinado, se fue para la callecita y al encontrar a sus amigos, los insulto con fuertes palabras por haberlo dejado tirado en esos pilares y no despertarlo cuando se iban. Llegó a su casa y sólo le dio un gran abrazo sorpresa a la mamá, que ella, lo sintió fuerte, desesperado ese abrazo, pero no sabía el motivo de ello. El calló su hazaña para no preocuparla.

Creció, estudio electricidad en el colegió industrial y era bueno en Matemáticas, y retaba a los profesores a resolver problemas. Por ello lo llamaron Pitágoras. Fue su segundo nombre. Ahora es abuelo.

Fin.

Pitágoras, mi hermano, es un cuento del escritor Samuel Gutiérrez Ospina © Todos los derechos reservados.

Sobre Samuel Gutiérrez Ospina

Samuel Gutiérrez Ospina - Escritor

Por jugadas del destino, y en plena violencia política, año 1950, nació en el Puerto de Buenaventura, hijo de un manizalita y una armenita.

«¡Qué bueno ha sido ser porteño!»

El obispo Valencia Cano, quiso tener clero nativo y fue uno de los elegidos para ir al seminario. El sueño duro poco. Terminó el bachillerato y fue a Cali, porque quería licenciarse y ser maestro. Otro deseo fallido.

Sus cuatro hijos son profesores universitarios y de colegio de Bachillerato. Lo lograron por él, para cumplir su deseo. Su esposa da clases de manualidades y él trabaja con chicos como promotor de lectura.

Se graduó en el SENA técnico en Relaciones Industriales, y se dedicó a tender puentes con sus semejantes. Se convirtió en vendedor profesional.

Samuel Gutiérrez Ospina siempre ha estado ligado a los libros y la escritura ha sido una permanente compañera de vida. Caminar, mochiliar, montar bicicleta son sus pasatiempos.

Por su esposa, conoció a Historias en Yo Mayor y fue posible así, contar las historias que ya tenía escritas, y escribir otras.

Otro cuento de Samuel Gutiérrez

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