Un veterinario en la Patagonia
Un veterinario en la Patagonia. Ana María Manceda, escritora argentina. Cuento para padres.
Como todas las mañanas, Nacho llegó a la veterinaria. A las nueve de la mañana arribaría su ayudante y comenzaría con la limpieza y la atención de los animales; agua y comida para los canarios, maíz para los gallos, verduras para los hamsters.
Lo primero que hacía es prender la radio, pasaban buena música y noticias locales y nacionales.
Desde que se pudo sintonizar emisoras argentinas en estos lados de la Patagonia, se había hecho adicto a la radio. El tiempo se presentaba bueno, excelente auspicio de trabajo.
Otoño, El cerro Curruhuinca, con el colorido de su bosque era una fiesta para la vista. Esos días se vivían intensamente, pronto llegaría la temporada de lluvias y nevadas. Una Ford vieja, pero orgullosa y bien cargada, se detuvo frente al local de la Veterinaria. De ella bajó un hombretón de cara amistosa y dispuesto a la charla coloquial.
_ ¡Qué tal doctor!
-¡cómo anda Don Zacarías!
_ Y aquí andamos, bajando al pueblo, preparándonos para el invierno, va a ser un año muy nevador.
-¿Usted cree?
-Sí, ya he visto bajar pumas al campo, cuando los animales salvajes bajan temprano, seguro el invierno es nevador.
En esos momentos entra Carlitos, el canillita del barrio, comiendo unas facturas. Deja el diario y se dirige hacia donde se encontraban los hamsters.
- Doctor, a la tarde vengo a buscar el que me regaló, así hago crías con la hembra, después se las vendo. Se ríe ante el negocio que propone.
- O.K. Carlitos, vení nomás.
Cuando se fueron Don Zacarías y Carlitos, el veterinario preparó el mate y se acercó a su escritorio, en el desorden natural de sus papeles encontraba lo que necesitaba. Luego de anotar un pedido tomó el diario y se dispuso a leer los títulos, en grandes letras se destacaba parte de un discurso del presidente argentino en el que destacaba la entrada triunfal del país al nuevo orden mundial, la pronta entrada al primer mundo y el despegue económico, sonrió
_ ¡Éstos políticos! Se montan en la cresta de la ola, total después nos estrellamos todos, pensó.
Cuando estaba por leer el artículo sonó el teléfono. Una voz femenina, precisa le recordó de su visita a La Estancia, bueno, el diario sería leído después. Tenía que preparar los medicamentos y todo lo necesario para la desratización de los galpones y alrededores de la casa. Pensó en la yegua, estaba mejorando, pero seguía con cólicos, aunque más distanciados.
También tendría que desparasitar a los perros y supervisar el yeso de la pata del jabalí. Llegó Nelson, su ayudante, lo ayudó en los preparativos. Una vez organizados y delegando la atención comercial de la Veterinaria al joven, partió pasada las diez de la mañana con la Break atiborrada de elementos para su trabajo.
Entrando en la ruta comenzó a bordear el lago Lácar. Su belleza es imponente, posee la geografía de un fiordo pero de agua dulce. En él se reflejan los verdes-azules de los bosques que cubren los cerros, formando voluptuosas curvas en su superficie, demostrando la forma plegada de los mismos.
Siguió a media marcha el ascenso de la ruta, un saludo amistoso a un paisano mapuche que se dirige caminando hacia el pueblo, al lado de su catango tirado por dos bueyes. Sobre el pescante iban sentados dos niños cuyas miradas serias y distantes observaban el paso del coche.
A lo lejos, donde el lago sigue su rumbo hacia el Océano Pacífico, se ven como pintadas las montañas limítrofes. Como todos los pobladores que aman ese lugar, Nacho siente el peso de esa belleza, si bien está protegida dentro del Parque Nacional Lanín, sabe del peligro que corre ese lugar intangible.
Por su mente cruzan como slogans; “Canje verde por verde”, “Eutroficación” “ Tala indiscriminada” “Incendios forestales”... pero bueno, disfrutaría este día de otoño, buena música por la radio y un día de trabajo en el campo. Cerca del mediodía llegó a “ La Estancia”. Paró en la casa del puestero, los perros se acercaron a recibirlo, menos uno que se escondía, seguramente recordaba la última inyección que lo curó del moquillo.
Don Raúl salió sonriente y respetuoso ante el arribo del Doctor. Luego del saludo entraron a la casa, típica de la zona, base de piedra, resto de madera y techo a dos aguas. En el interior la cocina a leña irradiaba un parejo calor, tan necesario ya que a pesar del sol la temperatura no pasaba de los 5°C.
Tomaron unos mates acompañados por unas buenas tortas fritas, recién fritas en grasa, calientes, hinchadas por la acción de la levadura. Luego de una amena conversación sobre asuntos del tiempo y comentarios sobre familias del pueblo se despidieron. La Break entró por el sendero que llevaba a la casa.
El suelo era alfombra crujiente de hojas doradas. A los costados; cipreses, maitenes, robles pellines, ñires y las ondulantes cañas colihues del sotobosque. Se acercó a la casa principal, bajó del coche. A través de los vidrios de grandes ventanas se observaba una galería con sillones cubiertos de pieles, trofeos de caza de la zona y de otras regiones del mundo, sobre las paredes.
El rechazo de Nacho, siempre que miraba esas imágenes, era instintivo; algo oscuro, siniestro, envolvía a ese ambiente. El saludo de Don Sepúlveda lo devolvió a la mañana luminosa. La atmósfera era transparente, fría, vital. Realizaron sus tareas, siempre era agradable trabajar con ese hombre cordillerano y chileno.
Cuando llegaron a uno de los corrales, Don Sepúlveda señaló a dos ciervos y dos jabalíes bien gordos, estaban listos para carnearlos. Se harían facturas; chorizos, lomitos, salames y demás tipos de embutidos. El patrón de “ La Estancia” llegaría en las próximas semanas desde Alemania, donde residía. Iba a recibir visitas especiales; al embajador de Estados Unidos y a una comitiva del Gobierno Argentino.
Acordaron que Don Sepúlveda le acercaría al pueblo las muestras de los animales para hacerles los análisis correspondientes antes de elaborar las facturas. Al atardecer terminaron con toda la tarea. De regreso al pueblo, el paisaje, con la ruta en bajada se veía desde otra perspectiva, una lancha cruzaba el lago, en dirección hacia Quila-Quina, una isla de las cercanías del pueblo. Desde lo alto de la ruta se veía como un barquito de papel.
En cerros más bajos se destacaban las “ rucas”, casa de los indígenas, con sus típicos corrales. Algunas nubes oscuras se venían acercando desde el Pacífico, presagiando mal tiempo. A los tres días del trabajo en la “La Estancia” llegó Don Sepúlveda a la Veterinaria, traía las muestras de los animales carneados para realizar los análisis.
Querían convidar a las visitas con esas delicias regionales. Mate por medio, la charla brotaba espontánea y fluida. El Doctor se puso a preparar las muestras en los portaobjetos, mientras Nelson y Don Sepúlveda charlaban y le pasaban unos mates. Abrió la pesada tapa del Triquinoscopio, quedando al descubierto una amplia pantalla, apagó la luz.
Ubicado uno de los portaobjetos, el profesional comenzó el ajuste. Apareció en la pantalla la imagen de los músculos, busco precisión. Al instante se observaron pequeñas espirales. Silencio. Siguió la búsqueda, más precisión. Aparecieron más espirales ¡ Había triquinosis! Se hicieron más análisis y todos con el mismo resultado. Eso era grave, se debía sacrificar el lote de animales, quemarlos. Don Sepúlveda estaba pálido.
Decidieron que de inmediato viajaría a “ La Estancia” para dar la mala noticia. Al otro día iría el veterinario para presentar el informe al administrador. En esos días comenzó a nevar pero la nieve duraba poco, aún faltaba frío para que quedara en los suelos, los cerros sí estaban cubiertos.
El sol volvió a salir, última resistencia heroica ante la inevitable llegada del mal tiempo. Nacho viajó al campo a presentar su informe. Fue áspero el asunto, discutieron con el administrador, éste se negaba a quemar los animales sacrificados y con triquinosis. Era la única manera de evitar que se propagara la enfermedad. El veterinario expuso el peligro de la ingesta de las facturas, ya que se consumían crudas.
El administrador lo amenazó de prescindir de sus servicios si el profesional insistía en denunciar el caso antes las autoridades de Sanidad animal. De regreso al pueblo, doblando el camino, se encontró con una comitiva,¿ Habría llegado el “ Patrón”? La mente nublada por la indignación no veía el colorido paisaje, ni respondió como siempre lo hacía a los saludos corteses de los vecinos. Al llegar fue directo al teléfono y marcó el número de Sanidad Animal.
Una voz conocida lo saludó. Mientras denunciaba el caso, prometiendo la documentación, con la tranquila convicción que guiaba todos los actos de su vida, observó el viejo diario que quedó sobre el escritorio donde se destacaba en grandes títulos “ ARGENTINA EN EL NUEVO ORDEN MUNDIAL”.
Al cortar la charla telefónica se puso a leer el artículo abandonado, sintió asco, para sostener esa filosofía iban a tener que “ negociar” la patria. Faltaban cinco años para entrar al nuevo siglo.
Fin