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“Pregúntele a Arturo”, fue la frase que empezaron a usar. “Google Arturo lo sabe todo”. De modo que ese fue mi apodo.

Por Francisco Javier Arias Burgos. Cuentos cortos para adolescentes.

¿Quién es Google Arturo? En este intrigante relato de Francisco Javier Arias Burgos, descubriremos la vida de Arturo, un profesor que, aunque cree ser un experto en su campo, se aventura a desentrañar un vasto océano de conocimiento para ayudar a sus estudiantes en el resto de las asignaturas. Mientras lucha contra algunos inconvenientes con sus pares, Arturo se convierte en el recurso secreto de los estudiantes para casi cualquier pregunta. ¿Qué sucede cuando un profesor se convierte en ‘Google’ para sus alumnos? Descubre este cautivador cuento que desafía algunos estándares educativos y nos genera más de un interrogante e invita a la reflexión.

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Google Arturo

Google Arturo - Cuento

Y yo que me creo toda una autoridad en esto de enseñar. No dudo de mis capacidades como profesor en mi área, que manejo con soltura, debo decirlo sin modestia. Pero cuando aquel joven me presenta el problema de matemáticas que le han dejado como tarea y le confieso que soy nulo para los números, me doy cuenta, con mucha pena, de que soy un profesor incompleto. Tal vez un conformista.

Siento vergüenza de reconocer mis limitaciones. Entonces me dedico a estudiar las matemáticas y a tratar de convencerme de que todo el misterio que les ponen es solo un mito. Estudio todo el programa hasta décimo grado, en el cual enseño, y después de seis meses de duro esfuerzo logro entender lo que aquel joven no había entendido. ¿Es así de sencillo? Me ofrezco a ayudarle y me dice que ya para qué, que él no tiene cabeza para eso, que prefiere dejar las cosas así.

Pero yo no soy pusilánime. O por lo menos no ahora, que entiendo lo que es estar sentado en un pupitre durante seis largas horas recibiendo información que tengo que memorizar, aunque no entienda ni pío ni me interese el asunto. Son doce materias diferentes, doce profesores que esperan que sus alumnos entiendan todo, que lo recuerden todo, que sean unos genios. Son solo adolescentes de quince a diecisiete años. A esta edad uno solo piensa en jugar, en divertirse. Además, hay que comportarse como un adulto: seriedad, responsabilidad, silencio…

Decido solidarizarme con ellos. Me pego a estudiar la planeación de cada materia del curso décimo: sociales, química, física, ciencias, matemáticas, etc. Un largo y aburridor etcétera de nombres de países, de ríos, de personajes que nadie recuerda, de ecuaciones y de teorías filosóficas o sociales, de tecnología. Y la exigencia en el deporte, y la religiosidad y la cultura y la habilidad para dibujar o leer o escribir.

Cada mañana llego con ojeras a mi clase. Los alumnos no me dicen nada, pero han empezado a notar  que ninguna de las preguntas que me plantean se queda sin respuesta. Ya no les respondo que no tengo idea de matemáticas: resuelvo sus dudas en los descansos, les explico con claridad absoluta cuando me preguntan sobre las tales ecuaciones o igualdades, sumas, restas, divisiones, quebrados, la tabla periódica. Les hablo de historia, de geografía, les enseño a manejar los computadores.

¡Ya soy competente en el grado décimo! Mi temor es que los alumnos del grado siguiente empiecen a buscarme para que les ayude. ¿Cómo le explicaría a un alumno de grado once algo sobre cálculo, si no he pasado del programa de décimo? ¿Cómo les resolvería sus preguntas sobre química y física? Me he metido en un laberinto solo por tratar de entender lo que siente un estudiante que, obviamente, está en condición de inferioridad ante la autoridad y el conocimiento del profesor que tiene en cada materia.

Una autoridad en mi campo, pero un ignorante en los demás. El conocimiento, el saber, la cultura, la inteligencia, se convierten en mis mayores desafíos. Un agricultor morirá de hambre cuando le pongan a arreglar un tractor si no aprende a repararlo; un profesor de literatura caerá exánime cuando lo pongan a correr o a jugar voleibol o a saltar; un matemático se quedará mudo si no puede traducir un texto que encuentre en inglés o en otro idioma. ¿Alguna vez hemos pensado en esto los profesores? ¡Somos un islote en medio de un archipiélago!  

El rector del liceo me cita a su oficina. Ha recibido quejas de algunos colegas: que me estoy metiendo en su campo, dice.

Usted es un profesor muy eficiente, Arturo. Un buen profesor, por lo que he oído. Pero no haga quedar mal a sus compañeros, ya que algunos alumnos han dicho que le entienden más a usted que a ellos cuando de resolver dudas en sus materias se trata. Y eso es falta de colegaje. Limítese a sus clases. No tiene idea de lo que se le viene encima si insiste en lo que está haciendo.

Salgo de su oficina con las manos en los bolsillos de mis pantalones, aburrido y con rabia. Tanto esfuerzo para nada. No quiero comentar los detalles de la entrevista con el rector porque ya sé que mis compañeros los conocen. Uno de ellos le llevó el chisme. O tal vez fueron más. No me importa. El asunto es que han tratado de ponerme un tatequieto en algo que considero muy delicado: el equilibrio, la justicia. ¿Cómo así que los estudiantes deben ser idóneos en doce áreas y nosotros nos limitamos a una?

Noto una que otra sonrisa sarcástica en mis rondas por el patio de recreo, y no precisamente de los alumnos. Lo mismo pasa en la sala de profesores y en la cafetería. Aunque no me digan nada, su sonrisa burlona lo dice todo. Sigo como si nada, les doy a entender que ignoro lo que han hecho. Me limito a seguir aprendiendo. Ahora me llaman la atención la economía y la política, me intereso por los temas de moda: la ecología, el calentamiento global, los derechos humanos. ¿Cómo se atreven algunos profesores de química, física o matemáticas a llamarlas materias de relleno?

Creí sinceramente que la cosa estaba resuelta. Lejos estaba de saber sobre la situación que empezaba a emerger: los estudiantes empezaron a sondear a sus profesores en áreas distintas a su especialidad, algo que los ponía en jaque.

“Pregúntele a Arturo”, fue la frase que empezaron a usar. “Google Arturo lo sabe todo”. De modo que ese fue mi apodo. Me lo dijo uno de los alumnos que me estimaban, si es que la estimación por un profesor es real. Tengo unas ganas tremendas de mandar todo esto a la porra, de hacer otra cosa. Algún provecho podría sacar de la habilidad que aprendí para hacer artesanías, una de las cosas que les exigía el profesor de artística a sus alumnos.

O acaso me pueda ir bien con un almacén o con una tienda. La contabilidad ya no me es extraña. Mientras decido qué hacer, empiezo a prepararme en las exigencias del grado once, que está a la vuelta de la esquina. No puedo renunciar a mi vocación.

Fin.

Google Arturo es un breve cuento del escritor Francisco Javier Arias Burgos © Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción total o parcial sin el consentimiento expreso de su autor.

Sobre Francisco Javier Arias Burgos

Francisco Javier Arias Burgos - Escritor

Francisco Javier Arias Burgos nació el 18 de junio de 1948 y vive en Medellín, cerca al parque del barrio Robledo, comuna siete. Es educador jubilado desde 2013 y le atrae escribir relatos sobre diversos temas.

“Desde que aprendí a leer me enamoré de la compañía de los libros. Me dediqué a escribir después de pensarlo mucho, por el respeto y admiración que les tengo a los escritores y al idioma. Las historias infantiles que he escrito son inspiradas por mi sobrina nieta Raquel, una estrella que espero nos alumbre por muchos años, aunque yo no alcance a verla por mucho tiempo más”.

Francisco ha participado en algunos concursos: “Echame un cuento”, del periódico Q’hubo, Medellín en 100 palabras, Alcaldía de Itagüí, EPM. Ha obtenido dos menciones de honor y un tercer puesto, “pero no ha sido mi culpa, ya que solo busco participar por el gusto de hacerlo”.

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