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Los niños sin infancia

Los niños sin infancia

Los niños sin infancia. Liana Castello, escritora argentina. Reflexión sobre los niños pobres.

Se me hace chiquito el corazón cuando los veo. Están en todas partes, calles, subtes, negocios, a toda hora del día, bajo un sol abrasador o bajo la lluvia más cruel. Son los niños sin infancia. Son los niños pobres de nuestro país. Aquellos que se ven despojados de su mundo infantil para ingresar a uno que no les corresponde, ni pertenece, el de los adultos.

Sin embargo, por triste que sea, estos pequeños se adaptan al mundo de los grandes. Van solitos por la ciudad, la recorren, la conocen quizás más que nadie, la exprimen en vivencias, hasta la deben querer, pienso a veces. Estos niños, en los “mejores casos” viven en lo que llamamos villas miserias, casitas precarias que no cubren la necesidad mínima de un niño (de un adulto tampoco vale decir), en algunos otros, ni siquiera eso.

Las calles son su casa, el cielo su techo, frías y sucias baldosas su cama y diarios sus cobijas. Cuando los veo, tan chiquitos y con esa expresión adulta, audaz, repito, se me hace chiquito el corazón. No puedo entender, no quiero entender que vaguen por las calles, que trabajen cuando deberían estar en la escuela, que mendiguen, cuando todo les debería ser dado, que se expongan al sinfín de peligros callejeros, cuando deberían ser cuidados como lo que son, niños.

Recorren sus dominios con absoluta seguridad, se agrupan en “ranchadas”, como les dicen ellos, saben de dónde obtener un colchón para la noche, qué panadería les dará las medialunas que no lograron vender, conocen el dinero, lo manejan, negocian. Qué pena infinita, qué dolor tan grande que sus dominios no sean el patio de una escuela, que no se agrupen en aulas, que no duerman en una camita por humilde que sea.

Qué tristeza que la vida les robe lo más hermoso y aquello que jamás vuelve, una infancia de niño aunque parezca una redundancia, que en este caso no lo es. Cuando uno los mira, y más con mirada de mamá, como en mi caso, cierta culpa se apodera. Uno piensa qué podría hacer por ellos, qué debería hacer por ellos, como cristiano, como ser humano, como padre. Es una pregunta con muchas respuestas, no todas las respuestas están en nosotros, hay cosas que como ciudadanos rasos, sin poder, no podemos hacer.

Sin embargo, hay otras que, como cristianos o sin serlo siquiera, como una persona de bien, sí podemos. No esquivarlos cuando nos encontramos con ellos, ya bastante tienen con que los esquive el poder, los gobiernos de turno para los cuales ellos jamás son una prioridad.

Podemos ofrecerle una sonrisa, algo de comer, en vez del dinero que ellos están esperando y que, seguramente le será dado a otra persona para otros fines. Podemos colaborar con comedores, fundaciones, gente seria que en verdad se preocupa por devolver a estos niños lo que tan injustamente les fue arrebatado: la niñez y por qué no la dignidad.

Podemos rezar, aquellos que creemos en la oración, podemos enseñarles a nuestros hijos a mirar a estos niñitos con cariño y no con indiferencia, promover que ellos desarrollen una conciencia solidaria por el que menos tiene.

Aprendamos a responder una pregunta que Jesús nos hace siempre “¿y dónde está tu hermano?”, sepamos que también está allí, en ese niñito descalzo y con expresión adulta.

No estará en nosotros cambiar las políticas sociales, pero seguramente si de verdad aprendemos a ver “un hermano” en cada uno de esos piecitos sin zapatos, algo importante cambiará.

Fin

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