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El abuelo ganadero, criador de vacas lecheras y excelente pastor

Por Pablo Rodríguez Prieto. Historias cortas

Sin lugar a dudas, las historias de abuelos y nietos, para quiénes tuvimos la dicha de compartirlas, son las que más se recuerdan toda la vida. Aunque solo se trate de un paseo luego del mediodía para hacer pastar a unas vacas, el relato de Pablo Rodriguez Prieto en «El abuelo«, es una gran historia llena de jugosas anécdotas inolvidables para cualquier niño.

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El abuelo

El abuelo buen pastor
Imagen de David Daguerro

Es medio día, lo acaba de anunciar la sirena de la Refinería petrolera «Ganso Azul» con dos largos y agudos sonidos. El abuelo debe aparecer en cualquier momento como todos los días a la mesa del comedor.

De la sopa humeante, en un plato de fierro enlozado y hondo, aflora una enorme papa entera y un pedazo de costilla de res. Otro plato contiene un trozo grande de carne, acompañada de dos papas medianas bañadas por un guiso rojo y un poco de arroz graneado al costado.

La abuela me había invitado a almorzar y sentado en el otro extremo de la mesa esperaba que me sirvieran.

Rogaba que mi porción fuera más pequeña que la que tenía ante mis ojos.

– «Abuelita» –dije queriendo hacer mi recomendación, cuando por la puerta de la cocina aparecía mi plato conteniendo solamente el guiso; respiré aliviado y ya no dije nada.

Pero la abuela que era de pocas palabras, luego de dejar el plato junto a mí, dándome la espalda dijo:

– «La sopa te la tomas después, se está enfriando.»

El fuerte calor lo inundaba todo y el abuelo apareció con la camisa desabotonada y un pedazo de grasa reseca en la mano, miró su almuerzo sin prestar mayor importancia, se agacho y comenzó a frotar sus zapatos, con lo que él dio por llamar cebo de toro. Terminando de untarlos, los frotó con un trapo que traía colgado en uno de sus bolsillos posteriores.

– «Portuguesa, estabas aquí» –dijo mientras se dirigía a lavarse las manos.

– «Se enfría la sopa» -fue la respuesta que recibió.

De vuelta en la mesa, jaló una cuchara y antes comenzar comer, preguntó:

– «¿Y tú por qué no comes?»

Le dije que tenía permiso para acompañarlo por la tarde.

– «En ese caso te apuras, porque ya nos están llamando» -respondió.

Apuró la sopa levantando el plato para que serle más fácil recoger lo que quedaba de un sorbo. La carne del guiso era tan blanda, que prácticamente se deshacía al contacto con el tenedor, por lo que no era necesario usar el cuchillo.

Las que nos llamaban, eran un grupo de hermosas vacas, algunas vaquillonas y dos toretes inexpertos en el arte de amar, según dijo el abuelo. Nos alistamos a salir con ellas a dar un paseo y proveerlas de alimento, esa tarde las llevaríamos a pastar.

Mi abuelo era ganadero, criador de vacas lecheras y excelente pastor.

Para mí, era un placer acompañarlo cada vez que podía en su faena diaria.

– «Con lluvia, truenos o en pleno diluvio, las vacas tienen que salir a buscar alimento si no mañana no hay leche» -solía decir.

Terminado el almuerzo, me alcanzó un gorro pidiendo me lo pusiese y puso en mis manos un paquete pequeño bien doblado indicándome que pase lo que pase no lo pierda.

Él, se colocó un sombrero con ala corta, cogió una vara hecha de la rama de un árbol de guayaba y tras probar su resistencia golpeándola en el piso, me ordenó que lo siguiese.

El paquete bien doblado estaba colocado en una bolsita de tela con una enorme cinta que lo coloque en uno de mis hombros y atravesé mi pecho, como si fuera una mochila de una sola asa. El abuelo al verme sonrió de buena gana, mientras arreglaba mi gorro.

«Pomba» era una vaca negra, alta y de mirada fiera, su cola corta la mantenía siempre levantada; trotaba todo el tiempo y cuando algo la molestaba, agachaba la cabeza para mostrar sus cuernos.

«Maravilla» en cambio era baja, regordeta y muy amigable, su larga cola arrastraba el suelo y la meneaba constantemente en forma suave y rítmica, tenía un pelaje amarillo con manchas marrones; su caminar era lento y cuando se retrasaba del grupo corría con pasitos cortos para no distanciarse mucho.

Una solía ir delante, guiando al grupo, imponiendo el ritmo, abriendo camino; eventualmente corría al final para ahuyentar a algún palomilla que se atrevía a molestar al rebaño. La otra siempre iba al final, alentando a las crías que se retrasaban, recibiendo las muestras de cariño que los eventuales transeúntes les prodigaban; incluía en esto, una que otra exquisitez al paladar que la gordita no desperdiciaba.

En medio, las demás vacas, vaquillonas, toros y toretes avanzaban mansamente al paso que les imponían. Cada uno se acomodaba al salir del corral en el lugar en el que se sentía cómodo y en ese espacio avanzaba hasta llegar al verde prado donde pasarían la tarde.

Los toretes eran los más juguetones y cambiaban constantemente de lugar, recibiendo a cambio de ello cabezazos y uno que otra cornada suave que los enviaba a su lugar.

El abuelo con su vara en la mano caminaba sin ningún apuro al final.

Confiaba en el ganado y éste conocía el camino por lo que muy rara vez daba alguna orden, pero cuando lo hacía, su gruesa voz tronaba tan fuerte que no había res alguna que no lo entendiera.

Esta vez iba yo a su lado con mi gorro grande que me cubría parte de los ojos y el paquetito que me encargó el abuelo, colgado en mi espalda para que no se perdiera.

Saliendo del corral, había unas cinco o seis cuadras pobladas. A doscientos metros más o menos se tenía que cruzar una carretera poco transitada, en la que algunas veces los vehículos tenían que detenerse para dar paso al corso diario.

En este lugar, «Pomba» solía quedarse parada en medio del camino hasta que pasaba todo el grupo, de vez en cuando agachaba la cabeza frente a los conductores que solían tocar sus bocinas, intentando apurarlas.

Antes de llegar a un campo abierto y cubierto de grama, estaba la cárcel de la ciudad.

El paso del abuelo y su rebaño, era para los presos una distracción que formaba parte de sus largos y aburridos días de encierro.

El guardia Siles dejaba la modorra que causaba el calor del medio día para salir a la puerta del penal y saludar amicalmente al abuelo. Con el quepí en la mano y la camisa a medio abotonar quedó parado junto a la puerta principal delante de grandes barrotes de hierro forjado.

Desde adentro, provenía una bulla inusitada causada por el alboroto que provocaba el paso de las vacas. Los reos gritaban el nombre de las vacas, aprendidas en las repetidas ocasiones que escuchaban al paso del abuelo y la manada.

«Portuguesa» gritaba uno. El otro replicaba: «Colorada«. Se escuchaban risotadas y murmullos, hasta que otro gritó: «Pintada«, mientras que alguien más vulgar dijo «Tu mamá». Las risas callaron para dar paso a insultos de grueso calibre.

El guardia Siles sopló su silbato con fuerza, tratando de imponer orden.

Pasando la cárcel las vacas se dispersaron en una amplia zona llena de hierba de varios tamaños, algunas de las cuales sobrepasaban mí estatura. Casi a ciegas seguía al abuelo recibiendo en la cara más de un golpe de las hojas del gramalote y uno que otro rasguño en los brazos provocado por la filosa planta. Algunos metros más allá, se veía el campo en su magnitud y a las vacas disfrutando de la abundancia de pasto.

Nos sentamos sobre un tubo metálico que resultó ser el oleoducto que transportaba el petróleo hasta la refinería. El abuelo había llevado una botella de agua que la compartió, al final vació lo que sobraba sobre mi cabeza.

Luego de tan gratificante refresco me animé a caminar haciendo equilibrio sobre el tubo, descubriendo que emitía un sonido agradable cuando se le golpeaba. Pasé gran parte de la tarde tratando de combinar los sonidos que provenían de él.

De pronto comenzó a oscurecerse la tarde, el viento se intensificaba.

Vi en la cara del abuelo preocupación cuando me pidió el bulto que hasta entonces llevaba en la espalda. Sacó de allí un poncho plastificado que luego de sacudirlo me lo probó. Me llegaba hasta los tobillos, sonriendo dijo que parecía un duende.

– «Parece que va a llover Paulo» -dijo en el preciso momento que la sirena de la refinería emitía un prolongado sonido. – «Recién son las cinco de la tarde» -agregó.

Efectivamente unas gotas de agua cayeron sobre nosotros mientras un viento de regular intensidad movía la hierba como si fueran olas.

– «Nos vamos» -dijo finalmente el abuelo a la vez que me pedía que no me separase de su lado.

«Pomba«, gritó y su voz retumbó el lugar como si fuera un trueno. Casi de inmediato apareció la vaca negra. “Pomba”, “Pomba” repitió el abuelo. La vaca mugió fuertemente y el ganado empezó a formar un grupo. «Pamplona«, escuché llamar al ver que faltaba una vaca. Comenzó a caminar y tras de él, el rebaño entendió que era hora de partir.

La amenaza de lluvia duró pocos minutos, el viento hizo que las nubes oscuras se alejaran y permitió que el sol nuevamente nos iluminara en un atardecer multicolor. Las vacas sabían que había que regresar, pero sus estómagos les indicaban otra cosa, por lo que a paso lento continuaban recogiendo hierba mientras caminaban.

Llegamos hasta donde se encontraban las primeras casas, evitando pasar cerca de la cárcel.

En una de ellas el abuelo sabía que había una bodega. Olvidándose de las vacas y dejándolas que recogieran las últimas porciones de alimento, me invitó que tomase asiento sobre un tronco derrumbado que había en la puerta del local.

Pidió una bebida gaseosa y dos biscochos, uno me lo dio a mí y el otro comenzó a mordisquearlo él con las mismas ganas que lo hacía yo. Sentí un gran placer compartir este refrigerio al final de la tarde.

Doblando nuevamente el protector plástico contra la lluvia, lo guardó dentro de su bolsa. Emprendimos el camino hasta la granja, las vacas ya habían avanzado un buen tramo por lo que tuvimos que apurar el paso.

Fin.

El Abuelo es un cuento corto del escritor Pablo Rodríguez Prieto © Todos los derechos reservados.

Sobre Pablo Rodríguez Prieto

Pablo Rodriguez Prieto - Escritor

“Soy un convencido que la lectura hace que los seres humanos seamos empáticos, con lo que se puede lograr un mundo más amigable y menos conflictivo. Sueño con un mundo mejor que el que tenemos hoy.”

“El Perú es un país muy rico en paisajes y destinos turísticos, con innumerables regiones y climas muy variados. Yo nací en Pucallpa, una ciudad de la región Ucayali en la selva. De niño, por el trabajo periodístico de mi padre radicamos en muchas otras ciudades, esto enriqueció mi espíritu de usos y costumbres muy disimiles que posteriormente se traducen en mi trabajo literario.

Mis inicios fueron escribiendo crónicas que las repartía entre mis amigos sobre experiencias locales que las denominaba “Crónicas de la calle”. Prefiero escribir cuentos, pero e incursionado en novela corta y poesía. Soy casado y tengo tres hijos quienes son mis mayores críticos. Cuando ellos eran niños jugaba a escribir sus ocurrencias diarias y casi siempre fueron desechadas, aún cuando guardo esas historias en mi memoria.»

Actualmente Pablo vive en Lima y desarrolla actividades vinculadas a las artes gráficas, tiene una imprenta familiar y en las pocas horas disponibles escribe de a pocos.

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Comentarios y Reflexiones

  1. Foto del avatar

    ¡Qué hermoso cuento, Pablo! Con qué vivacidad aparecen las escenas del campo, sus protagonistas y sus historias. El detalle del paso de la tropa frente a la cárcel, es inmejorable. Emotivo recuerdo del abuelo ¡Felicitaciones!

  2. Foto del avatar

    Un cuento con hermosos recuerdos de mi querida Cajamarca cuando en un espacio del tiempo fue capital de la ganaderia, pastando el ganado de los abuelos. Hermoso Pablo.

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