Por Liana Castello. Cuentos con enseñanza de valores.
"La hora de los Duendes", un cuento de la escritora Liana Castello, nos transporta a una aldea donde duendes de diferentes tamaños desempeñan diversas labores. La familia Cuerdita, humildes relojeros, cuida con amor y responsabilidad el reloj de la plaza. Aunque trabajan en silencio y sin alardes, su labor es esencial para la aldea. Sin embargo, otros duendes se enorgullecen de sus propias tareas y menosprecian a los Cuerdita. ¿Qué puede pasar si esta familia se enferma y no puede cumplir correctamente con su trabajo?
La historia enseña el valor del trabajo cotidiano, la humildad y la responsabilidad, recordándonos que, a menudo, las labores aparentemente simples son las más cruciales.
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La hora de los Duendes
En una aldea lejana, hace mucho tiempo, vivía una familia de duendes que trabajaban de relojeros. En esta aldea, pequeña pero hermosa, sólo vivían duendes: éstos eran los de tamaño mediano; duendotes, los más grandes; y duendecitos, los más pequeños.
Cada familia tenía un trabajo diferente, algunos cuidaban los huertos, otros construían las casitas, otros arreglaban los jardines, o las calles, etc.
Había una familia en especial, sólo una que —como dijimos antes— trabajaban de relojeros, pero no porque arreglaran relojes, sino porque eran los encargados de mantener, cuidar y, sobre todo, dar cuerda al gran reloj que estaba en la plaza principal y en el cual todos los duendecitos, duendes y duendotes de la aldea miraban la hora.
La familia de duendecitos se llamaba “Cuerdita” y estaba compuesta por papá duende, gordito y simpático; mamá duende, flaquita y también muy alegre; y tres pequeños duendecitos llamados “Horita”, “Segundito” (no sólo porque era el encargado de la aguja del segundero, sino porque era el segundo hijito) y “Minutín”, el menor de todos.
La familia Cuerdita hacía su trabajo con mucho amor, responsabilidad y, sobre todo, humildad: se turnaban para dormir, ya que debían estar continuamente dando cuerda al gran reloj, y además, cada uno de ellos tenía una tarea en particular: papá duende era el encargado de mantener en perfecto estado la maquinaria del reloj y cubría casi todo el turno de la noche para darle cuerda.
Mamá lo reemplazaba a la madrugada, hasta la hora de hacer el desayuno a la familia, además de ser la encargada de embellecer y restaurar el gran reloj. Los hijitos estaban a cargo de las agujas, una cada uno, y debían cuidar que estuvieran relucientes, bien aceitadas y que no atrasaran, ni adelantaran, más allá de cubrir los turnos de la mañana y la tarde.
En la aldea, no todos eran tan silenciosos y humildes para hacer su trabajo. Había algunas familias, muchas en realidad, que se mandaban la parte, haciendo ver que sus trabajos eran los “más importantes”.
- Si mi familia no cuida bien el huerto, acá no come nadie -se la pasaba diciendo la familia Huertón.
- ¡Qué dice usted, don Huertón! ¡Acá si mi familia y yo no limpiamos las calles, sería imposible vivir! -contestaba Don Cepillo, mientras miraba el reloj de la plaza que siempre estaba allí silencioso, pulcro, puntual-. Me tengo que ir a buscar las escobas, si no, ¡no llegaremos a limpiar todo! Lo dejo Don Huertón, que siga Ud. bien.
Don Huertón también miró la hora, y allí seguía el reloj de la plaza, reluciente, silencioso y puntual.
- ¡Qué hora se ha hecho, debo regar el huerto! -dijo y se fue.
En otro sector de la plaza, también se escuchaba la siguiente conversación.
Doña Figazzita, dueña de la panadería, comentaba con Doña Remedios, la encargada de la farmacia:
- Decir que estamos nosotros para alimentar a la aldea, ¿si no? ¿Qué sería de este pueblo...? estarían todos esqueléticos. ¡El mío sí que es un trabajo importante!
- No es por contradecirla, doña Figazzita, pero su trabajo no se puede comparar con el de mi familia, sin el cual todo el mundo andaría enfermo por ahí.
Ambas levantaron la vista y una vez más, como siempre, allí estaba el reloj de la plaza bien cuidadito, silencioso y puntual. Se despidieron y cada una se fue a su trabajo pensando que su tarea era más importante que la de la otra.
La mayoría de los duendes se jactaban de tener el trabajo más valioso e importante y hasta a veces terminaban discutiendo inútilmente, ya que nadie cambiaba de opinión.
Hasta que un día, la familia Cuerdita, que había comido unos hongos en mal estado, cayó enferma. A todos les dolía mucho mucho la pancita y tenían mucha fiebre. Todos, desde el papá hasta Minutín, el más pequeño, tuvieron que quedarse en cama. La mayor preocupación de la familia era el gran reloj. ¿Quién se haría cargo de él hasta que se mejorasen?
Pidieron ayuda a otros duendes, pero éstos se negaron, dándoles como respuesta, que “ellos tenían cosas más importantes que hacer que dar cuerda a un reloj”.
Resignados entonces, los Cuerdita guardaron cama, como les había aconsejado el doctor de la aldea.
A partir de ese momento, algunas cosas empezarían a cambiar. A decir verdad, nadie se preocupó mucho por saber cómo estaban las pancitas de los Cuerdita, pero lo que sí empezó a convertirse en una gran preocupación era el reloj, que ya no era puntual ni estaba pulcro como siempre.
Las cosas empezaron a atrasarse, los negocios no sabían a qué hora abrían o cerraban, Don Huertón tampoco sabía a qué hora debía regar su huerta, razón por la cual algunos cultivos se echaron a perder. A doña Figazzita se le quemaba el pan, ya que no podía calcular a qué hora iba a estar listo. ¡Claro! Parecía que el pan nunca estaba cocido, pues la hora no pasaba nunca.
La aldea empezó a ser realmente un lío bárbaro. Fue allí recién cuando más de un duende recordó que los Cuerdita eran los que todos los días, y sin hacer alarde de ello, cumplían con su tarea de mantener el reloj en condiciones y darle cuerda. Otros también se pusieron a pensar que jamás los habían oído hablar de su trabajo y sin embargo lo cumplían con esmero, alegría y mucho amor.
Otros más se dieron cuenta de que realmente era imposible vivir tranquilamente en la aldea sin que los Cuerdita se ocuparan del reloj, y con él, del tiempo.
Al cabo de una semanita agitada, los Cuerdita se curaron y todo volvió a la normalidad, aunque algo importante había cambiado para siempre.
En la aldea se había aprendido el valor del trabajo simple, pero fundamental de todos los días, ése que se hace en silencio, con responsabilidad y mucho amor y que la mayoría de las veces no tiene reconocimiento, pero sin el cual, la vida no sería la misma, ni en una aldea, ni en ningún otro lado.
Fin.
La hora de los Duendes es un cuento de la escritora Liana Castello © Todos los derechos reservados. Hecho el depósito de ley 11.723. Prohibida su reproducción total o parcial sin la expresa autorización de su autor.
Para pensar con papá y mamá
- ¿Sos humilde con tus dones y tareas o, por el contrario, hacés alarde de ellos?
- ¿Reconocés y valoras el trabajo y esfuerzos ajeno?
- ¿Sos responsable de tus obligaciones’
- ¿Cumplís con tus responsabilidades, como por ejemplo la tarea del colegio con alegría?
Sobre Liana Castello
«Nací en Argentina, en la ciudad de Buenos Aires. Estoy casada y tengo dos hijos varones. Siempre me gustó escribir y lo hice desde pequeña, pero recién en el año 2007 decidí a hacerlo profesionalmente. Desde esa fecha escribo cuentos tanto infantiles, como para adultos.»
Liana fue, durante varios años, directora de contenidos del portal EnCuentos. Junto con este sitio, recibió la Bandera de la Paz de Nicolás Roerich y se convirtió en Embajadora de la Paz en Argentina.
Si quiere conocer más sobre la escritora Liana Castello, puede leer su biografía Aquí.
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