La peluquera. Cuento sobre la psoriasis
La peluquera. Lydia Giménez-Llort, escritora española. Cuento sobre la psoriasis.
Soy peluquera. Quizás, porque desde mi más tierna infancia vi a mi madre peinar, amorosa, el pelo de mi abuela. Con suavidad acariciaba su cabeza con una toalla de rizo americano que parecía puro algodón.
Después de quitarle la humedad, sus delicados dedos cogían mechoncitos de pelo que enrollaba cuidadosamente en pequeños rulos de color rosa para, luego, colocarles las pinzas con la ternura de quien coloca algo en la cabeza de un niño. Una brisa de aire templado secaba poco a poco la cabeza mientras mi abuela, complacida, le daba las gracias con una dulce sonrisa y una tierna mirada.
Mi madre, sin decir nada, respondía a través del espejo con otra mirada llena de complicidad. Yo estaba siempre allí, sentada a su lado. Era un regalo poder deleitarme con los suaves movimientos y la delicadeza de las manos de mi madre y percibir de cerca el olor a perfume que el pelo de mi abuela desprendía mientras se secaba.
Al cabo de un rato, la liturgia emprendía el camino contrario y eran ahora los dedos quienes, con la misma delicadeza que antes, quitaban las pinzas, desenrollaban suavemente el rulo y acariciaban complacidos el pequeño tirabuzón. Mi abuela se miraba en el espejo y torneaba un poco la cabeza, medio presumidamente, para comprobar cómo se le veía el peinado desde atrás.
Mi abuela fue envejeciendo y el ritual de peluquería en casa se perpetuó como quien perpetúa una tradición o reza cada noche una oración. Y yo esperaba que fuera domingo por la mañana para deleitarme con esos momentos de cuidado familiar para luego acompañarla, orgullosa, cogida de su mano, a la misa de las doce.
La hermosura de su pelo blanco recién peinado era digno de admirar y cuando alguien preguntaba yo respondía apresurada que mi madre era la peluquera, la peluquera de mi abuela. Al cabo de los años, poco a poco, fui descubriendo la razón que se escondía en cada suave movimiento, en la delicadeza de aquellos dedos que hacían y deshacían tirabuzones, en el por qué de aquellas miradas de complicidad.
Supe entonces que el ritual era una expresión de amor genuina, nacida para silenciar un temor, para esconder y aliviar su vergüenza, para evitar la incomprensión. Mi abuela tenía psoriasis en el cuero de su cabeza, pero padecía psoriasis en lo más profundo de su corazón. Hoy recuerdo esos momentos con lágrimas en los ojos, pero con la satisfacción de saber que el mundo, poco a poco, va cambiando…
Yo soy peluquera quizás porque desde mi más tierna infancia vi a mi madre peinar, amorosa, el pelo de mi abuela. Yo soy peluquera seguramente porque me recuerda aquel ritual de amor y comprensión.
Fin