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Los milagros de un domingo. Una nave espacial descendió en silencio sobre La Plaza de Valby y de ella bajaron Los Beatles.

Por Ian Welden

Los milagros de un domingo es un cuento fantástico del escritor Ian Welden. Historias cortas para niños.

Los milagros de un domingo

Los milagros de un domingo - Cuento

Hoy domingo no fuí a misa y salí a caminar por La Calle Larga de Valby. La mañana estaba limpia y soleada y bullía con milagros.

Una camioneta llena de adolescentes del año 1920, con música charleston y ropa de la época se detuvo a mi lado y me gritaron alegremente «¿Quiéres venir a dar un paseito, abuelito lindo?».

Una nave espacial descendió silenciosamente sobre La Plaza de Valby y de ella bajaron Los Beatles cantando «We all live in a yellow submarine».

Una señora celeste con cabellos rosados y anteojos de sol verdes se acercó a mi y me susurró al oído «las cartas dicen que tendrás un futuro incierto pero condescendiente». Y se alejó corriendo
hasta desaparecer en el horizonte.

En un obscuro portal el policía de mi infancia besaba tiernamente a la enfermera de turno.

Esperando la luz verde para cruzar la calle, un amorín me lanzó una flecha al corazón. Al mismo tiempo una dama de blanco se acercó a mi, me dio un beso en la mejilla y se fue.

Frente al Bosque de Søndermarken, en el pomposo balcón de la Cervecería del Reino (construida hace dos siglos atrás) los fantasmas del señor y la señora Carlsberg leían en voz alta las peripecias de Tarzán de Edgar Rice Burroughs. Abajo, a la entrada del edificio, cientos de personas escuchaban arrodilladas en respetuoso silencio.

Ya en el bosque que queda al lado del Zoológico del Reino, un gigantesco rinoceronte con corbata amarilla y sombrero texano me pidió prestado dinero para ir a comprarse un hotdog en el boliche de la esquina.

La Reina Margrethe II y su príncipe Henrik paseaban por los jardines rodeados de cien guardaespaldas armados con ametralladoras automáticas. Yo al querer saludarla fui agredido con golpes de karate.

Me repuse sentado en el borde de la fuente del bosque. Lloré como un niño. A mi lado estaba sentada la Sirenita peinándose su cabellera y sacándole brillo a sus escamas. Ella me consoló explicándome la necesidad de la seguridad de la pareja real en estos tiempos del terrorismo. «Debes aceptar que pareces extranjero» me dijo finalmente y se tiró a la fuente a nadar.

Me fui cojeando hacia la Calle Larga nuevamente. Otro auto se detuvo. Un Elvis Presley disfrazado con barba y bigotes me ofreció llevarme. Le pedí que me dejara a la entrada del Café Ciré a lo que el me respondió en un castellano agringado «Perro quei bien mi amigou, you también voy al Cafei Cirrei!».

En el café nos recibió Piérre, el dueño, con su habitual «¡Bonjour! Bonjour monsieur Ián, monsieur Elvís, ¿sa va? ¡Tre bién tre bién!». Elvis tomó una guitarra que había por ahí y se puso inmediatamente a cantar «Are you lonesome tonight». Yo pedí un jugo de naranjas cuando entró Hans Christian Andersen y se sentó a mi mesa.

Me dijo que tenía un grave problema. «Estoy en aprietos Ian. Le prometí a mis editores entregarles un cuento hoy a mediodía pero ¡no se me ocurre el final! ¡Qué terrible Ian! Se trata de un cisne bebé que por error nace en un nido de patos. Los patitos son hermosos pero el pequeño cisne es feo… ¡qué hacer!».

Yo, por decir cualquier cosa, le sugerí que el cisne feo se transformara, de acuerdo a las leyes de su naturaleza, en en un cisne espléndido y hermoso. El que me quedó mirando fijamente unos segundos, gritó «¡Eureka!» y salió corriendo del café.

Elvis seguía cantando y meneando las caderas, esta vez una agresiva versión de su Jail House Rock. En una mesita apartada vi al arcángel Gabriel, llorando amargamente, solo y tomando una cerveza Tuborg.

Me acerqué a él y le pregunté que le ocurría. «Me han despedido, Ian. Sobran ángeles y arcángeles en el mundo. Soy cesante y lo único que sé hacer es cuidar el paraíso con una espada de fuego. ¿Cualquiera puede hacer eso, no?».

Yo le dije que el niñito que tiene metido un dedo en el agujero de un dique en Holanda debe estar ya cansado, necesita un relevo. ¿Qué tal si escribía una carta al gobierno holandés ofreciendo sus servicios?

Gabriel lloró aún mas amargamente y me mostró sus gigantescos dedos. «¿Crees que yo podría introducir uno de estos en ese hoyito? Y desplegó sus alas ya ancianas y salió volando del café.

Ya en La Calle Larga de Valby nuevamente, un gigantesco cóndor azul extraviado me pidió que le señalara la dirección hacia la Cordillera de los Andes. Yo le señalé el sur y muy contento y aliviado, me cantó la canción «Si vas para Chile».

Al intentar cruzar la calle, un formidable arcoíris brotó súbitamente del semáforo e inundó de colores todo Valby. Ahora andamos todos los valbyanos con hermosos trajes multicolores.

Un policía del tránsito detuvo autos, camiones, ciclistas y transeúntes para dejar cruzar la calle a una gigantesca jirafa con dos jirafitas bebés.

Una pluma de paloma verde calló suavemente en mi cabeza transformando mi pelo en pasto fresco.

Al llegar nuevamente a mi casa, ya fatigado por mi caminata, me encontré con La Bella Durmiente roncando en mi sofá.  La desperté de una sola bofetada, le indiqué la salida, y me acosté a dormir una merecida siesta.

Fin.

Los milagros de un domingo es un cuento del escritor Ian Welden © Todos los derechos reservados.

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