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Crecer para seguir siendo un niño

Crecer para seguir siendo un niño. Julio César Vergara. Consultor Psicológico.

Cada persona es única. Un mundo aparte. Un individuo irrepetible. Sin embargo, a lo largo de la experiencia en consultorio, me encuentro con conductas o acciones que suelen repetirse de manera más o menos continua.

No se trata de enfermedades neurológicas o secuelas de traumas de la temprana infancia. No. En estos casos es una manera de ver el mundo. Es una forma de vincularse con la vida. De mirar lo que ocurre alrededor. Se da tanto en adolescentes como en adultos jóvenes. En mujeres y hombres.

No importa la situación económica o la educación recibida. A lo sumo estas diferencias son las que marcan los matices distintivos. Paso a explicarme. Estos consultantes expresan claramente su decisión de no dejar de ser niños. Su decisión de establecerse en una especie de País del Nunca Jamás, como el de Peter Pan, pero acá a la vuelta. Se niegan a crecer.

Y cuando se les pregunta la razón de tal conducta suelen ser muy claros: No quieren ser adultos. Pero no por capricho o por miedo. No se trata de angustia existencial o de temor al fracaso. La razón es mucho más sencilla (en apariencia). Se trata de un, a mi modo de ver, error de apreciación.

Estas personas asocian el hecho de crecer (ser adultos) con la pérdida de la libertad, la ingenuidad y sobre todo con la posibilidad de dejar en el proceso de crecimiento la habilidad de disfrutar. La potencialidad de soñar, divertirse, hacer lo que les gusta. Temen que si crecen, el ser adultos les impida ser felices.

Temen que las responsabilidades anulen su libre albedrío. Usan de espejo a personas que ellos consideran que han sucumbido a la adultez como a una enfermedad del alma. Se rebelan frente a la idea de ser ellos a su vez ese tipo de personas. Estiran al máximo su niñez-adolescencia. Hacen frente al «sistema» no perteneciendo a él. No quieren ser adultos hoscos, amargados, rutinarios, faltos de entusiasmo.

No quieren sumar a otro adulto a la rueda y se aferran a sus actos infantiles. Quieren seguir jugando. Y es aquí donde empieza a resquebrajarse el plan. Porque a poco que comienzan a establecerse en su «niñez» perenne, comienzan a observar las dificultades de tal elección. Comienza una serie de situaciones que no les permite llevar adelante su plan. Porque al estar a medio camino entre ambas orillas (la niñez y la adultez) no pueden llegar a ningún destino. Se frustran en cada ámbito en el que se mueven. No son niños, pero tampoco son adultos.

O peor aún, siendo «adultos» con conductas aniñadas, no consiguen encajar en ningún sitio. Así chocan con las exigencias no asumidas de una carrera terciaria o universitaria. O con un entorno laboral que les pide un mínimo de responsabilidad. Y la cosa se complica todavía más cuando es la vida afectiva la que les demanda su atención. Tal vez sea esta última zona la que más los moviliza y los alerta acerca de algo que no está funcionando de la manera correcta.

En la consulta dejan clara su posición al respecto. El de la niñez suele ser un lugar que por conocido les brinda algo de amparo, de seguridad. Es un terreno conocido que a pesar de sus rispideces suele ser el elegido para pasar lo mas desapercibido posible. Usualmente la racionalización en estos casos no es de gran ayuda para acercarse a quienes precisamente quieren estar lejos de ella. En estos casos apelo a algunos ejemplos que les permitan «ver» algunas cosas.

El primer ejemplo es el de la seriedad de los chicos cuando juegan. No juegan a jugar. Juegan en serio. Me refiero con seriedad. Cuando se disfrazan de Batman o de bombero, realmente se ponen en el rol de esos personajes y los viven con intensidad. Basta ver a la las nenas jugar a la «mamá» o a las «visitas». No hacen de cuenta que son. Son. Por eso están tan concentrados y disfrutan tanto el juego. Eso se va perdiendo.

Por otro lado, la cuestión se invierte en la vida adulta. Es difícil recibirse de médico o estar al frente de un taller mecánico si no se hace en serio. Entonces trato de mostrar que tal vez sea posible ser un adulto que pueda guardar para sí o para ciertos ámbitos una zona de exclusiva responsabilidad del niño que se lleva adentro.

Dejemos que sea precisamente ese niño el que se divierta, el que crea que las cosas son posibles que apueste con un guiño cómplice y siga creyendo en los Reyes Magos o en Papá Noel aunque sea él mismo quien compre sus propios regalos con el esfuerzo y la responsabilidad de su parte adulta. Que sea el niño quien pida el abrazo y lo dé a su vez en medio de una relación adulta.

Que sea ese niño el que se muestre fascinado frente al mar en vacaciones o se emocione al recibir el regalo de sus amigos para su cumpleaños. Porque, finalmente, es necesario ser adulto, para disfrutar del niño que todos llevamos dentro y que nos permite conservar algo de la magia que tanto nos asusta perder. Hay que crecer mucho para seguir siendo un niño y no lastimarse en el intento.

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