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¿Tengo que jugar con mi hijo como si fuera un chico?

Lo que parece obvio genera interrogación en los adultos. Esto se percibe en las consultas que realizan: ¿tengo que jugar con mi hijo como si fuera un chico?, ¿hasta dónde estoy jugando y cuándo le pongo límites? ¿cómo debo jugar con él?

¿Acompañar al niño o jugar con él?

¿Tengo que jugar con mi hijo como si fuera un chico?

Primero hay que señalar que para un niño ver que un adulto puede seguir jugando es un mensaje esperanzador. Es algo significativo para ellos que sus papás, abuelos, maestros o niñeras tengan aspectos lúdicos. Que puedan jugar junto a ellos mostrando que esta actividad les resulta importante también a ellos, incluso siendo ya grandes.

Cuando jugamos con los niños les mostramos que es una acción que nos importa, a la que le damos un lugar distintivo y, sobre todo, que se puede desarrollar a lo largo de la vida. Así los chicos ven que el juego no se termina en la infancia, sino que se extiende en el tiempo.

Jugar es una muestra de salud

Además, siendo grandes poder jugar es una muestra de salud. Porque jugar siempre implica ser plásticos y flexibles para poder disfrutar. Claro que habrá que poner un esfuerzo distinto pues el cuerpo no es de antes. La atención está en compartir con los chicos, en generar ese territorio de encuentro que es la situación lúdica en sí.

Es fundamental ir a ese encuentro de manera genuina. Que cuando jugamos con ellos lo hacemos de verdad, no fingiendo que nos divertimos. Tampoco está bien aniñarnos, porque los pequeños sienten en esa actitud que estamos descalificando su juego, tomándolo como algo insignificante, cuando es una actividad esencial en su cotidiano y en la formación de su ser.

Por otro lado, al vernos actuar como niños entienden que solo se puede jugar siendo infantes y no ya como adultos. Entonces ven como posibles compañeros solo a otros chicos. En esos casos los adultos quedan fuera de toda posibilidad de divertirse. Los pequeños exigen que seamos transparentes en los momentos que compartimos con ellos.

Hay que entender que ellos ya tienen otros chicos para jugar. Que no están buscando a un par, sino la mirada adulta que los acompañe y les demuestre que en la adultez también se puede tener una actitud lúdica.

Entienden y reconocen el esfuerzo

Los niños entienden y reconocen el esfuerzo. Por ejemplo, de una abuela de 80 años que se sienta en el piso y arma una construcción con piezas de dominó o se pone a pintar. Se juega desde la posibilidad. A medida que crecemos aparecen las limitaciones, por eso hay que adoptar una manera flexible tanto con el cuerpo como con la cabeza.

También hay que saber acompañar, porque se debe hacer con las normas presentes. Muchas veces, en el comienzo del encuentro hay que pactar con ellos cuáles serán las reglas del juego. En ocasiones hay que soportar el caos y el orden que se producen en el proceso. Por otro lado, los grandes son quienes cuidan que no haya riesgos durante la diversión.

Por último, es necesario que sea posible contarles que no siempre tenemos ganas de jugar. Capaz que sí pueda ser más tarde o mañana, o que existe una tarea que ahora no se puede posponer. Lo que vale es la calidad del juego y no la cantidad de tiempo que se invierte en divertirse.

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