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Leyenda de La llorona

Leyenda de La llorona

 

La llorona. Leyendas Aztecas. Leyendas de América. Literatura y cuentos.

Cuatros sabios aguardaban expectantes. Sus ojitos vivaces, iban del cielo estrellado al quieto espejo de agua del lago Texcoco, confrontaban sus apreciaciones e intentaban determinar la hora exacta poniendo en juego sus amplios conocimientos de astronomía. La noche estaba en calma.

De pronto estalló el grito….

Un alarido lastimoso, hiriente, sobrecogedor. Un sonido agudo como escapado de la garganta de una fiera en agonía. Y se fue extendiendo, sobre el agua, entre los montes y rodeando las alfardas y en los taludes de los templos. Brincó en el Gran Teocali dedicado al Dios Huitzilopochtli, y pareció quedar flotando en el maravilloso palacio del entonces Emperador Moctezuma.

— Es Cihuacoatl! — sentenció el más viejo de los cuatro sacerdotes que aguardaban el portento.

— La Diosa ha salido de las aguas y bajado de la montaña para prevenirnos nuevamente –, agregó el otro interrogador de las estrellas y la noche.

Subieron al lugar más alto del templo y pudieron ver hacia el oriente una figura blanca, con una larga cabellera que parecía llevar en la frente una corona de nacarados azahares, su cuerpo, parecía flotar cubierto por una delicada y vaporosa tela que jugueteaba con la brisa crepuscular.

Cuando el grito y sus ecos se perdieron a lo lejos, todo quedó en silencio y la imagen se escondió entre las sombras, los sacerdotes escucharon claramente el mensaje: «…Hijos míos… amados hijos del Anáhuac, vuestra destrucción está próxima….»

Una sensación escalofriante quedó flotando en el ambiente.  Y el silencio se tornó pavoroso. Cuánto tiempo duró… nadie supo decirlo.

Y luego, otra vez los lamentos, tan dolorosos y conmovedores, como la primera vez.

Los hechiceros, creyeron reconocer en la aparición fantasmal a la Diosa Cihuacoatl, protectora del pueblo y revisando los viejos códices no dudaron en la intención que la aparición tenía. Debían ir a Tenochtitlán, y avisar al emperador.

Moctezuma, miraba con asombro los códices multicolores. Los sacerdotes, después de hacer una reverencia, interpretaron lo allí escrito y lo ocurrido.

– Señor, estos viejos códices anuales nos hablan del destino – dijeron-, de un destino del que también la Diosa Cihuacoatl nos ha advertido. Señor, los pronósticos no son buenos, hablan de la destrucción de vuestro imperio. Los sabios más sabios, los que estuvieron antes han escrito que hombres extraños llegarán por el Oriente. Que sojuzgarán a tu pueblo y a ti. Que tú y los tuyos padecerán grandes penas y tu raza desaparecerá devorada. Será el fin del imperio y nuestros dioses se humillarán ante otros dioses más poderosos.

– ¿Dioses más poderosos que los nuestros? – preguntó Moctezuma bajando la cabeza con temor y humildad.

– Eso dicen los augurios de los sabios más sabios y los sacerdotes más sabios y más viejos que nosotros, señor. Por eso la Diosa Cihuacoatl vaga por el anáhuac llorando y arrastrando penas, gritando para hacerse oír.

Entonces, Moctezuma guardó silencio y se quedó pensativo, hundido en su gran trono de alabastro y esmeraldas y los cuatro sacerdotes volvieron a doblar los códices y se retiraron también en silencio, para ir a depositar de nuevo en los archivos imperiales, aquello que dejaron escrito los más sabios y más viejos.

Cuando llegaron los conquistadores españoles, según cuentan los cronistas de la época, una mujer vestida de blanco y con el pelo adornado con azahares nacarados y flotando en una vaporosa túnica blanca, aparecía por el Sudoeste de la Capital de la Nueva España y cruzaba calles y plazuelas como al impulso del viento, deteniéndose ante las cruces, templos y cementerios e imágenes iluminadas para lanzar un grito lastimero que hería el alma.

—–Aaaaaaaay mis hijos…….Aaaaaaay aaaaaaay!

El lamento se repetía una y otra vez. Se detenía en la Plaza Mayor y mirando hacia la Catedral musitaba una larga y doliente oración, para volver a elevarse, lanzar de nuevo su lamento y desaparecer sobre el lago.

Jamás hubo un valiente que osara enfrentarla, detenerla y menos aún interrogarla. Todos acordaron que se trataba de un fantasma errabundo que penaba por un desdichado amor.

Los románticos dijeron que era una pobre mujer engañada, otros que una amante abandonada con hijos, hubo que bordaron la consabida trama de un noble que engaña y que abandona a una hermosa mujer sin linaje.

Lo cierto es que desde entonces se la bautizó como «La llorona», debido al desgarrador lamento que lanzaba por las calles de la Capital. Durante muchos años, siglos, fue el más grande temor callejero, la gente evitaba salir de su casa y recorrer en penumbras las callejuelas en noches estrelladas.

Con el paso de los años, la leyenda se fue extendiendo gracias a testimonios de quienes jamás olvidaron su horrible visión.

«La llorona» fue rebautizada con otros nombres, según la región en donde se aseguraba que era vista. Su presencia se detectó en todo el territorio americano incluso se asegura que todavía aparece fantasmal, enfundada en su traje vaporoso, lanzando al aire su espeluznante alarido, vadeando ríos, cruzando arroyos, subiendo colinas y vagando por cimas y montañas.

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