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El pesebre de Belén

Por Pedro Iraolagoitia. Cuentos cortos de Navidad

El pesebre de Belén es un cuento ilustrado sobre el pesebre del escritor Pedro Iraolagoitia. Es un detallado relato de un nacimiento del Niño Jesús en el pesebre con características casi actuales, divertidas y graciosas, si no fuera porque nos obligan seriamente a una profunda reflexión. Es un cuento para todas las edades.

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El pesebre de Belén

El pesebre de Belén - Cuento de Pedro Iraolagoitia

La mula y el buey ya estaban allí. Estaban allí antes de que llegaran José y María. Estaban allí porque lo dice la leyenda, porque la mula y el buey siempre han sido así de buenos y porque el Niño quiso que estuvieran allí para cuando Él llegara.

Y además de la mula y el buey, estaban allí picoteando dos gallinas que se habían comprometido a poner a cada huevo diario allí en la paja, para que los tomara María.

Había también un ratón que quería ver todo aquello, pero que se había quedado apartado y escondido para no asustar a la Virgen.

No estaban los hombres pero estaban los animales.

Estaban los animales para recibir al Niño, porque no tenían otra cosa mejor que hacer; estaban allí para recibir al Niño y se habían estado preparando para ello desde el día en que Dios los echó al mundo, allá por el día quinto o sexto de la creación. Que ya dijo entonces Dios, después de crearlos, que los animales eran buenos.

No estaban los hombres porque tenían otras cosas mucho más importantes que hacer: tenían que contar dinero, tenían que discutir de política, tenían que cenar, tenían que decir otra vez lo difícil que se está poniendo la vida y tenían que hacer qué sé yo qué.

Los hombres no estaban para recibir al Niño, porque tenían cosas mucho más importantes que hacer.

Todo esto nos lo podría contar José, que se hizo santo esa tarde llamando de puerta en puerta.

En una: que «Dios les ampare»; en otra les tomaron por gitanos y fueron corriendo a ver si les faltaba alguna gallina; en otra les dijeron que «aquella era una casa honrada y que se habían equivocado, si creían que…», en otra les dijeron que tenían que llenar un impreso en una instancia del Ministerio de la Vivienda, sin olvidarse de incluir una póliza de tres sextercios; en otra le dieron a José un anuncio muy sugestivo de la Inmobiliaria Judá, S.A., que acababa de construir en Belén unas habitaciones encantadoras para matrimonios jóvenes: dos huecos hacia e monte y living con fogón bajo, exentos de tributos, con tendedero de ropa a lo largo de toda la fachada (cuerda obsequio de la empresa), céntricos, a 150 pasos de la fuente del pueblo; toda clase de facilidades de pago; entrada desde 500 denarios, y el resto en cómodas mensualidades de 50 denarios durante cuarenta y siete años.

Y José que, el mes que más ganaba, sacaba 50 denarios, y el que menos no llegaba a 30, vuelta a hacerse santo, por no haber dicho ninguna palabra arcaica referente al problema de la vivienda.

Por fin llega a la cueva, José está apuradísimo porque nunca se ha visto en otra como ésta, y el pobre cree que tiene que hacer de Padre Celestial o poco menos.

María, tranquila como la primera mañana del mundo, se ha recostado en un montón de hierba seca. José tiene un apuro que le parece que se va a acabar el mundo. María siente una paz como si el mundo fuera a comenzar de nuevo. El niño ha dado el primer grito. María le ha dado un beso. José ha tragado saliva.

La mula ha levantado las orejas. Las gallinas que estaban dormidas en un saliente alto, han balado con mucho revuelo. El buey ha dicho «mu» y ha dado un coletazo que ha espantado todas las moscas de la comarca.

Todo ha sido tan sencillo como eso.

Sólo Dios puede hacer las cosas más estupendas con esa sencillez. Los únicos los ángeles que, por allí arriba, han comenzado a armar un escándalo que no van a dejar dormir al Niño.

– «José, mira en la bolsa y tráeme los pañales.»

José mete su manaza en la bolsa y, después de mucho revolver, saca el pañuelo de cabeza de María y se lo lleva.

– «No José; esto no son los pañales.»

Y José vuelve a meter el pañuelo y vuelve a revolver con fuerza el contenido de la bolsa, como si estuviera ablandando la cola de carpintero.

– «Tráeme acá la bolsa, José

Y José le lleva la bolsa pensando que por ahí deberán haber empezado, mientras él se dedica a otra cosa de la que entiende bien, que es preparar un pesebre de aquellos para que sirva de cuna al Niño. Que por algo lleva él siempre en el bolso unos cuantos clavos y un pedazo de lija, por si hace falta hacer alguna chapucilla.

– «José ¿Quieres tenerme el Niño un momento?»

A José se le caen los clavos y la lija y, para limpiarse las palmas de las manos, se las frota en su propia túnica (gracias que no era de los sábados). Después toma al Niño con todo el amor y toda la emoción de que es capaz, pero casi casi con el mismo estilo con el que suele sostener los tablones en su taller.

María, al verle, suelta la primera risa del Nuevo Testamento.

– «No, José; mira… se le agarra así.»

Y en esto llegaron los pastores.

Traen faroles para que haya luz en la cueva; traen pieles de cordero para ponerlas en el pesebre debajo del Niño; traen leche, queso, conejos, cargas de leña, un sonajero de boj hecho a punta de navaja; traen toda la fe de Abraham, Isaac y Jacob, y toda la esperanza de Isaías, Miqueas, Zacarías y Daniel.

El Niño hace pucheros, María les sonríe y José hace de «cicerone«. Ellos hablan, preguntan y comentan; todos menos uno, el más viejo: un anciano arrugado y chaparrito al que todos han hecho calle para dejarle en primera fila, y que se pasa todo el tiempo mirando muy serio, sin decir esta boca es mía.

La Virgen le canta el primer villancico.

Los ángeles… a callarse tocan mientras canta María. Luego entran a cantar los pastores, todos a la vez y cada uno a su manera, y los ángeles se tienen que marchar porque no consiguen averiguar en qué tono cantan los pastores. El pastor viejo ni canta ni habla ni nada. Serio.

A María comienza a intrigarle este hombre que parece que lleva sobre sus hombros toda la tristeza y la esperanza de Israel. Entonces María, movida de un impulso, toma al Niño del pesebre y se lo pone en los brazos del viejo pastor.

El viejo siente en sus brazos algo en que habían soñado siglos de patriarcas y de profetas. Se le anima el rostro, le corre una lágrima por entre las arrugas y abre por fin la boca para decir con voz profunda algo que hubiera dicho el mismo Isaías, pero de otra manera:

– «¡El Mesías; qué…!» -se cortó a tiempo y no terminó la frase. Se dio cuenta de que era lenguaje poco bíblico.

Sin embargo, todos los presentes sintieron el latigazo de la emoción y entendieron muy bien todo lo inmenso que quiso decir el viejo pastor con su lenguaje de cabrero. Todos le entendieron muy bien: Los pastores, los ángeles, José y María… y, sobre todos, el Niño y el Padre que están en los cielos.

Fin.

El pesebre de Belén es un cuento corto de Navidad de Pedro Iraolagoitia © Todos los derechos reservados.

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