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En el principio de los tiempos el Gran Jardinero separó el cielo de la tierra y las aguas de los continentes, arañó el barro con sus manos y plantó una por una las semillas de todas las plantas de la creación.

De su propio aliento formó un sol que calentó la tierra. Creció ante sus ojos cuanto había sembrado y vio que todo era bueno, muy bueno; entonces se alegró con felicidad joven y eterna.
Salía él a pasear con la brisa de la tarde, se detenía frente a cada arbusto, cada flor, cada planta, cada árbol… y todo lo contemplaba con ojos de ternura.

Crecía en el jardín una caña de bambú flexible y esbelta que esperaba cada tarde la visita de su Señor. Cuando se acercaba, el Gran Jardinero detenía su paso y su corazón se llenaba con la misma alegría de la caña. Quedaban así ambos extasiados de cariño y borrachos de amistad celebrando, cada tarde, la fiesta de su encuentro.

Cierta tarde el Gran Jardinero se retrasó; cuando por fin llegó, notó la caña en su mirada un profundo dolor que antes no había percibido.
– ¿Por qué, mi Señor, os habéis retrasado? ¿Qué preocupación traéis en la mirada?
– ¡Oh Caña! ¡Mi dulce Caña!, la tierra se vuelve árida y el desierto avanza. Los frutos son ahora mezquinos y las semillas se endurecen en la tierra reseca.
Respiró el Gran Jardinero, miró a lo lejos, respiró profundamente de nuevo y volvió a dirigirse a la caña de bambú:
– ¡Oh Caña! ¡Mi dulce Caña!, vengo hoy a pedirte un favor.
– ¡Mi Señor! ¿Un favor? ¿Qué te podría dar yo que no me hayas dado tú?
– Mi dulce Caña necesito tus hojas, todas ellas, desde las más viejas hasta los brotes nuevos.
– ¡Mis hojas! ¡Oh no, mi Señor! Mis hojas son mi vestido, no me dejes desnuda, sería vergüenza y escándalo, si me quitas las hojas ¿cómo podría cantarte con la brisa de la tarde?… Pero nada hay en mí que no sea tuyo, quédate mis hojas y mis brotes.
Vino quien despojó la caña y quedó desnuda ante la mirada tierna y triste del Gran Jardinero. Y así fue como la caña perdió toda su hermosura y aún sin hojas continuó siendo bella ante los ojos del Gran Jardinero. Éste le volvió a hablar con ternura:
– ¡Oh Caña, mi dulce caña!, he de pedirte un nuevo favor.
– Mi Señor, tienes ya mis hojas ¿qué podría darte ahora?
– Mi dulce caña, ha de venir quien te tumbe hasta que tu frente toque el suelo, doblegarán tu tallo y te arrancarán de raíz.
– ¡Arrancarme de raíz! ¡Oh no, mi Señor! Mi raíz es mi sustento, si mi frente tocase la tierra y quiebran mi base seré un palo seco. Sin belleza y sin vida no serviría sino para ser lanzada al fuego o quedar olvidada en el margen de cualquier camino… Pero tú eres mi raíz y mi sustento, hágase en mí según has dicho.

Vino quien quebró la caña y quedó ella sin raíz ante la mirada tierna y triste del Gran Jardinero. Y así fue como la caña quedó como un palo seco postrada en el suelo y aún entonces continuaba siendo bella a los ojos del Gran Jardinero. Éste le volvió a hablar con ternura:
– ¡Oh Caña, mi dulce caña! todavía no es suficiente, he de pedirte algo más.
– ¡Mi Señor! te di mis hojas y me han arrancado del suelo, soy un palo seco y miserable ¿qué podría hacer yo por ti?
– Mi dulce caña, ha de venir quien te triture y derrame tu sabia por tierra.
– ¡Destrozar mi tallo y verter mi sabia! ¡Oh no, mi Señor! si me hicieran tal cosa, de mí no quedarían más que astillas resecas ¡Hasta tú tendrías vergüenza de mí y me apartarías de tu mirada!… Pero no se haga lo que yo quiero sino lo que quieres tú.

Vino entonces quien trituró con furia el tallo de la caña y toda su sabia quedó derramada por tierra. Destrozaron todas sus fibras y no quedó de la caña mas que un montón de astillas resecas.
El Gran Jardinero vio las astillas de su caña, se colmó su corazón de ternura y tristeza y estalló en llanto. Lloró toda esa tarde y toda la noche hasta el amanecer, sus lágrimas le empaparon el rostro y corrieron abundantes hacia el suelo mezclándose con la sabia de la caña hasta extenderse por toda la tierra.
Al amanecer el sol de la nueva primavera despejó las tinieblas. Cuando evaporó las lágrimas, por toda la tierra relucieron infinitos cristales de azúcar de caña. Y así fue, como, gracias a la Caña de Bambú, toda la tierra quedó inundada de la dulzura del Gran Jardinero y la tierra volvió a ser fecunda por los siglos de los siglos.

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