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La Feria. Cuentos cortos para adolescentes

La Feria. Liana Castello, escritora argentina. Cuentos cortos para adolescentes.

No fue hasta que crecí que pude entender el encanto que tenía para mi madre ir a las ferias de cada lugar donde íbamos. No había lugar donde hubiésemos viajado cuya feria no conociéramos.

Cuando niña me resultaba muy aburrido recorrer puesto por puesto, más aún detenernos a preguntar precios y ver cómo mi madre miraba cada objeto con detalle y admiración.

Cueros, telas, lanas, alambres, piedras se mezclaban con el paisaje siempre diferente, siempre igual. Máscaras y collares bailaban la misma danza ante los ojos de las personas que la recorrían.

Era muy niña como para apreciar la magia de tantas manos que podían convertir un simple trozo de cuero, en el hermoso rostro de una mujer plasmado en una máscara o tallar la madera casi como una caricia. Aún siendo pequeña me parecía que las ferias tenían algo de atemporal, como si en ese entorno de puestos, césped y artesanos, el tiempo corriese de un modo más lento, como si la voracidad de la modernidad no les hubiese alcanzado.

En casi todas las ferias que visitábamos había alguna atracción. Un payaso, alguien que tocaba un instrumento, bailarines o mimos. Pero no fue hasta que crecí, que pude valorar y entender verdaderamente el don que cada uno de ellos poesía.

Esa tarde de sol yo caminaba por una feria, esta vez de la mano de mi hijo. Era yo ahora quien se detenía en cada puesto y él quien se aburría.

Nos detuvimos ante un payaso que comenzaba su espectáculo. Delgado, con su cara limpia de pintura, sin una sonrisa dibujada, sólo la propia. El hombre desplegaba toda su simpatía. No tenía escenario, sólo el césped de la plaza, los puestos de fondo y unas escaleras como plateas.

Tampoco contaba con grandes elementos para su show: una vieja valija de cuero marrón, algo deteriorada, pero de la cual, como si fuese una galera, sacaba sorpresas a cada rato. Un reproductor de sonido, nada moderno. Parecía más una fonola que otra cosa, pero de ella salía un sonido hermoso que transportaba en el tiempo. Música clásica, vals, jazz.

Mi hijo se sentó en las escalinatas y yo junto a él. Su carita cambió cuando vio que yo compartiría con él la magia de ese payaso sin pintura. Me senté y como yo, muchos más. Adultos, niños, ancianos, jóvenes, todos atentos a la maravilla de su espectáculo. Llamaba la atención cómo el joven acomodaba sus pasos y sus movimientos al ritmo de la música, cada acorde era acompañado de una pirueta, un paso más rápido o una expresión de asombro.

No había palabras en el espectáculo, el único sonido era la música, los pasos sonoros del payaso y los aplausos de la gente. Con pocos elementos y muy simples por cierto, asombró a todo el público. Risas, aplausos, expresiones de asombro se escucharon por más de una hora.

Mi miraba se alejó un poco del espectáculo y de la sonrisa de mi hijo que tomaba mi mano como para asegurarse -tal vez- que no me alejase.

Y así comencé, por primera vez, a apreciar la verdadera magia de las ferias. La unión, la mezcla, la integración y la armonía eran su verdadero encanto.

Una artesanía de exquisita fineza, nacida de manos curtidas por el trabajo. La ilusión de comprar algo bello y las ansias de vender esa pieza creada con amor, única e irrepetible.

Los sueños de crecer y vivir de ese arte y la necesidad de llevar un plato de comida al hogar. Personas de todas las edades que se maravillaban por igual ante un hermoso objeto de arte, un telar de infinitos colores o las piruetas del payaso.

Fue hermoso ver, por un momento, que todos estábamos juntos, que no había diferencias, que el abuelo se reía con el nieto, que el joven se asombraba igual que un pequeño. Darme cuenta que algo nos puede hacer reír a todos, sin importar qué nos pase o qué edad tengamos, que todos podemos caminar por esos puestos que nos ofrecen mucho más que cosas para comprar.

Que lo simple, puede combinar con lo muy trabajado, que lo rústico puede ser amigo de pieza más delicada, que lo opaco puede darse la mano con lo brilloso. Que no hay edad para reír y asombrarse, para sentarse en una escalinata a disfrutar de un rato de niñez, por grande que uno sea.

Entendí que, sin dudas, mucho más que lo que podía comprar en la feria, mi madre amaba compartir no sólo conmigo, sino con todos ese paseo lleno de magia y construido con los más diversos materiales y también por las más diversas personas.

Entendí que caminar junto a mi madre ya era mucho y reír junto a mi hijo, es mucho más todavía, sea en la feria, sea en la vida.

Fin

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