Flor fue por tres años hija única. La llegada de Ana, su pequeña hermana no la hizo muy feliz.
Por varios años sintió que Anita le había quitado lo que siempre había sido de ella. A cierta edad nos es difícil compartir y más difícil aún entender cuánto amor y equidad puede caber en el corazón de nuestros padres.
Flor defendía su lugar, sin saber que nadie le estaba quitando nada, que no había un enemigo y un territorio que defender. En su corazón de niña, su hermana era el invasor que conquistaba todos los territorios en los que, hasta su llegada, ella había reinado.
Por su parte, Ana sentía que tenía que ganarse un lugar y que no era fácil competir con su hermana mayor.
Los primeros años no fueron fáciles para las hermanas. Si no competían por el amor de sus padres, peleaban por un juguete. Todo podía ser motivo de discordia, útiles escolares, revistas, quien ayudaba más en los quehaceres, quién se bañaba primero. No era que no se amasen, pero aún no sabían cuánto.
Las hermanas eran niñas y cuando se es niño no se es plenamente consciente de lo que es tener un hermano, no es momento de poder medir, si es que se pudiese en algún momento, la tamaña bendición que significa.
La adolescencia de Flor y Ana no fue más sencilla. Flor tenía permisos que Ana aún desconocía y eso enojaba mucho a la hermana menor. Para Flor, Ana siempre tenía ese halo de hija menor que –a sus ojos- se parecía mucho a un premio, un mérito, algo que ella no poesía. Por su parte, Ana envidiaba a Flor porque sentía que ella iba abriendo el camino de la vida, que lo que ella hiciere, su hermana seguramente lo había hecho primero.
No fue sino hasta que las hermanas fueron jóvenes, que pudieron encontrarse y descubrirse. A cierta edad las diferencias se desdibujan, las oportunidades son iguales para todos y el corazón se vuelve sabio y más grande, entendiendo que puede haber amor para todos.
Se fueron descubriendo de a poco y de a poco comenzaron a compartir y a disfrutar juntas. La madurez de ambas las encontró unidas, caminando juntas por la vida.
Cada una siguió un camino, que no era precisamente igual, pero el recorrido de una, enriqueció el de la otra. Se relataban sus paisajes, se contaban las experiencias y un día supieron que sus almas estaban unidas, que siempre lo habían estado y que siempre lo estarían.
Fueron madres y así entendieron que el corazón puede volverse gigante y albergar tanto amor como Dios nos permita dar y recibir.
Vieron envejecer a sus padres y así, juntas, pudieron devolverle a ambos el amor y el cuidado que siempre ellos les habían prodigado. También vieron crecer a sus hijos y compartieron cada paso que ellos dieron.
Sus padres se fueron, sus hijos crecieron y ellas siguieron caminando juntas porque de eso se trata la hermandad.
Ya no había tres años de diferencia, y los recuerdos de las discusiones y los celos solo las hacían reír.
Flor y Ana eran felices una con la otra, se cuidaban, se escuchaban, se valoraban como lo que eran un tesoro una para la otra. Estar juntas las hacía sentir plenas y no era ilógico que eso sucediese porque un hermano es parte de nuestra historia, es una parte nuestra y una parte muy importante. Un hermano es nuestro pasado, pero a la vez es nuestro presente, nuestro par, quien camina a nuestro lado y también es nuestro futuro porque ahí estará hasta el fin de nuestros días o allí estaremos hasta el fin de los suyos.
Cuando niñas las demostraciones de afecto de una hacia la otra no eran habituales, también eso con el tiempo fue cambiando. Flor y Ana aprendieron a amarse como hermanas a medida que sus vidas se iban hilvanando una al lado de la otra y fue a partir de esa unión de hilos invisibles que solo teje el amor, que se encontraron realmente.
Ya grandes y sabiendo lo que una significaba para la otra, se saludaban siempre con un largo abrazo, un abrazo lleno de amor, agradecimiento, valoración y respeto.
En ese abrazo de hermanas habitaban no solo la historia que las unía, sino el presente que compartían que precisamente con ese abrazo, tomaba realmente la dimensión de su otro significado “regalo”.
Fin
Todos los derechos reservados por Liana Castello
Ilustración de Mar Azabal Domínguez
Cuento sugerido para jóvenes y adultos