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Las luciérnagas de la Cruz del Sur

Las luciérnagas de la Cruz del Sur. Ana María Manceda, escritora de San Martín de los Andes, Argentina. Historias de vida y de recuerdos.

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Alcancé a plantar la última primavera en el macetero cuando comenzó a llover, las montañas quedaron desdibujadas por el telón acuoso y ya no podía disfrutar del verde intenso de los bosques, para mi sorpresa, se infiltraban entre las gotas, incipientes copos de nieve que pugnaban por armarse y dominar la precipitación. Estábamos a fines de septiembre, en el pueblo creíamos que ya había caído la última nevada, pero la naturaleza sigue sus códigos, suspendo las tareas en el jardín y entro a la casa, debo prender las leñas del hogar, el frío comienza a sentirse.

Disfrutar de un café, mirar televisión, pequeño recreo, en pocas horas estará la familia reunida y debo dedicarme a las tareas comunes.

– Mami, la maestra te mandó un comunicado, debés firmarlo.

– Querida, mi camisa gris la necesito para el jueves, tengo reunión.

– No quiero tomar más sopa, estoy harto.

– Planifiquemos el fin de semana largo, quizás un breve campamento.

– ¡Basta de rutina, relax, relax…!

Pero mi estado de relax salta como un resorte, en la pantalla está la imagen de un hombre, un profesor en ciencias políticas español que visita la Argentina, su nombre produce mi conmoción. ¡José Carlos! Mi mente comienza a desandar por un túnel que me lleva a recuerdos de la infancia.

Eran épocas de posguerra, una mañana en la cual el viento proveniente del río traía anuncio de lluvias estivales, el barrio se vio alborotado. Habían estacionado camiones del ejército en el “campito” que algún día sería plaza, de ellos comenzaron a bajar familias de inmigrantes.

Era un acontecimiento extraordinario, los vecinos salían a las puertas de sus casas a observar el suceso, los más chicos cruzamos las calles y nos metimos en el “campito” para ver de cerca todo lo que ocurría. Se veían personas de todas las edades, hablaban distintos idiomas. De ahí en más la vida de ese barrio platense cambió totalmente.

Al estar de vacaciones podíamos disfrutar desde la mañana temprano el movimiento de los extranjeros. Yo los espiaba desde el dormitorio de mis padres cuya ventana daba a la calle, tenía un mirador envidiable. Por la tarde me cruzaba al campamento que habían levantado los nuevos y exóticos vecinos. Antes de hacerlo arreglaba mi pelo con más esmero y robaba un poquitín de perfume a mi madre, tenía doce años, los chicos inmigrantes me parecían hermosos. Algunos eran introvertidos, otros más sociables, nos fuimos haciendo amigos.

Con las chicas de mi edad jugábamos a las figuritas, cara o seca, y a las muñecas. Entre todos a la rayuela, escondidas, mancha venenosa o “Farolera Tropezó”. Si por alguna causa no cruzaba me llamaban _ ¡Rita…Rita! y yo salía presurosa con mis figuritas, las trenzas recién hechas por mi mamá y el corazón palpitante de ilusiones.

Predominaban españoles, vascos franceses y portugueses. Los vascos eran los más bellos, los veía inalcanzables más aún cuando hablaban un idioma tan diferente al nuestro. Cada familia vivía en grandes carpas pero al poco tiempo comenzaron a construir sus propias casas sobre terrenos que el gobierno les había adjudicado, cercanos a la plaza.

Eran muy trabajadores y hasta los niños colaboraban en la construcción de sus futuros hogares. ¡Cómo me cautivaba verlos en su rutina! Las mujeres lavaban la ropa en bateas y las fregaban con cadenciosa energía mientras entonaban canciones de sus terruños. Me sorprendía ver tomar el vino en un objeto de cuero que lo llamaba bota. Don Ramón, el portugués, comía fideos al pesto y tomaba el vino de esa manera.

Aprendí muchas costumbres, entre ellas la de bailar la jota aragonesa, y no dudo que ellos aprendieron tradiciones nuestras, el mate era un ritual que lo asimilaron de manera entusiasta. Valoraban sobre manera lo que obtenían, eran muy ahorrativos, esto les daba un ligero aire de superioridad respecto a nuestras costumbres, no podían creer la cantidad de alimentos que ingeríamos. ¡Nuestros famosos asados!

Fue una época muy feliz. Luego de la cena, en las noches de verano de calor abrumador, nuestros padres nos dejaban jugar hasta tarde, a esa hora preferíamos jugar a las escondidas, la noche participaba cómplice de nuestros refugios.
¡Rita! Época de sueños, rasguños a un futuro inventado, mejillas coloradas y oleadas de sensaciones nuevas en el cuerpo. Sentido de vergüenza, la religión implacable con su dedo acusatorio respecto a esas sensaciones. Culpas, culpas. Pero la vida siempre gana. La intensidad de la vida.

La plaza tenía luz en las esquinas y como era de una manzana de extensión, predominaba la oscuridad, cada carpa tenía sus propios faroles. Recordando las imágenes de ese pasado se me ocurre que eran mágicas. Las noches estrelladas en las que reinaba la Cruz del Sur, era para los inmigrantes la realidad que les señalaba el cosmos de encontrarse al sur del planeta y tan lejos de sus patrias. Miles, miles de luciérnagas danzaban alrededor de nuestras correrías. Gritos, risas y silencios. Cuando la lluvia acechaba se sumaban a nuestro juvenil alboroto el canto de los grillos y el croar de las ranas. Durante nuestro escondite, el silencio dejaba escuchar nostálgicas castañuelas o dulces melodías portuguesas.

¡Cómo que no se ve La Cruz Del Sur!

¡ Y las Tres Marías tampoco?

– ¿Qué constelaciones se ven en el Hemisferio Norte?

Con el tiempo me incliné hacia la amistad de un “Galleguito” que en realidad era de la zona de Valencia. Contaba de su hermosa ciudad de Alicante, el mar Mediterráneo, el Monte Benacantil con su castillo de Santa Bárbara, los Festejos en las noches de San Juan con sus hogueras durante el solsticio de verano, los fuegos artificiales, la tarta de atún que comían para la ocasión, fiestas cuyos orígenes se perdían en la noche del tiempo. Yo quería estar todo el día con él, José Carlos era el más serio del grupo, tenía quince años y una belleza enternecedora. Su piel de nácar resaltaba sus grandes ojos negros y el gracejo que tenía para hablar me tenían en un estado de éxtasis.

Una de esas tantas noches jugábamos a las escondidas, pero las reglas del juego, supongo que lo decidimos pícaramente, era hacerlo por parejas. Yo, embriagada de vida, me adorné el pelo y la frente con luciérnagas y en los dedos lucía anillos de falsos diamantes. Estaba iluminada, las estrellas habían descendido para embellecer mi felicidad. Así, radiante de la mano de mi príncipe extranjero, corrimos a escondernos. Nos arrodillamos, entre unos pastos altos que crecían a la vera de la calle cuyas flores exhalaban un perfume exquisito, nos miramos, fueron instantes sagrados, los sentimientos quedan paralizados, es como una foto del alma. El mundo seguía su movimiento y nosotros ahí, atrapados en las redes del espacio y el tiempo ¡Flash! y te marca para toda la vida. ¡Doce y quince años! y la Cruz del Sur, las luciérnagas y la vida que seguirá de manera inexorable su camino. Nos tomamos de las manos sin hablar, de pronto me abrazó y se puso a llorar.

En ese momento comencé a dejar el juego de la niñez para andar por otro sendero, el más espinoso, es el camino en el que juegan los adultos y así como destrocé luciérnagas para adornarme, así destruyeron los adultos nuestro mundo de niños. Es la guerra, es el hambre, José Carlos me contó por la tragedia que había pasado con su madre durante la Guerra Civil Española, la lucha, la dictadura de Franco. Lograron llegar a América, cobijados por su tía, que era mi vecina, pero sólo pensaban en regresar, su padre estaba preso, fue combatiente republicano. Y así lo hicieron, nunca más supe de él hasta hoy.

Y la niñez se fue y las noches del estío en la ciudad de La Plata iluminadas por las luciérnagas y la Cruz del Sur y nosotros, maravillosos niños arrodillados, quedaron para siempre.

Mi piel tensa y húmeda por la emoción sintió un escalofrío, tenía su imagen de hombre ante mí. José Carlos pudo triunfar sobre su dolor, me sentí feliz de haber sido un pequeño eslabón en una etapa maravillosa de la vida.

Sentí pasos sobre la nieve acumulada en el jardín de este lugar patagónico. Con lágrimas en los ojos me levanté para espiar por la ventana el arribo de mi familia, la que armé con el hombre que fue mi compañero del espinoso camino, el de la lucha cotidiana, con el que juntos sufrimos los dramáticos sucesos, aquí también ocurrieron, de este difícil, solidario, inmaduro, ultrajado, bello país que se encuentra bajo la Cruz del Sur.

Fin

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