Saltar al contenido

Urruchua Pantaleoni

Nací en Pérez Millán, Argentina, en 1950 en el seno de una familia muy pobre y desestabilizada. Mi padre resero, llevaba vacas de un lado a otro.

Me veía de vez en cuando, mi madre con un pastel mental que no se aclaraba. Un día decide separarse. Mi madre le otorga mi custodia a mi padre, yo apenas tenía cuatro meses. Así comenzó mi historia, Vivíamos en una casa muy precaria, cuando llovía los tarros que teníamos eran pocos para poner en las goteras del techo, hasta las ollas cumplían su función. Pero era muy feliz, sentía el amparo de mi padre.

Después de un tiempo mi padre ya no estaba en casa, venia cada tanto a verme, por suerte tenía un amigo que éramos inseparables, yo me refugiaba mucho en él. Un día estábamos jugando en un campo de trigo donde un avión estaba fumigando, nos hacía gracia escondernos y que el avión pasase por encima nuestro, sin saber el peligro que eso tenía. Él tuvo la mala suerte de envenenarse y en muy poco tiempo falleció, ese fue el primer golpe de mi vida. Nadie se enteró del porqué de mi tristeza.

Recuerdo que tenía el deseo de decirle a alguien algo que tenía muy dentro de mí, pero no pude hacerlo, no tenía a nadie. Ya tenía siete años cuando un día me encuentro con una tía y su hija de mi misma edad, yo no sabía que existían, me vio un poco flaco, abandonado y sucio y decidió llevarme con ella.

Vivía en un pueblito muy pequeño llamado Castro. Su marido Mansilla, policía que se desentendía de mí, Mi tía me enseño a llamarle mamá, cosa que yo nunca había pronunciado. De un abandono total a una casa dónde no llovía, comida todos los días, dormir con sábanas, que yo no las conocía, una hermana y una madre… Para mí era demasiado. Tantas cosas en tan poco tiempo, no podía entender por qué me habían pasado tantas cosas feas estando tan cerca de todo esto tan lindo.

Tardè unos días en asimilarlo, ya por las noches no me sonaban las tripas de hambre. Ahí me di cuenta lo mal que vivía. Mi tía me dijo que existía un dios que nos cuida, me aferre a él con mis oraciones para que nunca me falte un amparo y alguien que me quiera y no pasar más hambre.

Recuerdo que cuando me sobraba mi pan en las comida disimuladamente me lo ponía en el bolsillo y después lo escondía en algún lugar de la casa, para comerlo más tarde.,… Pero esta felicidad me duro pocos meses, Una noche noto un ambiente no muy agradable en la cena, no se cruzaban palabras en el matrimonio pero la vista estaba más clavada en mí.

-¿He hecho algo mal hoy?- Pregunté.

-No Juancito, no has hecho nada mal, respondió mi tía madre.

Me tranquilizó un poco pero yo sabía que algo pasaba, ya había vivido situaciones similares en el matrimonio de mi padre. Esa noche recé mucho pidiendo lo de siempre, una familia y que me quieran mucho. A las cinco de la mañana se enciende la luz de mi habitación y mi tía nos ordena a mi hermana y a mí a levantarnos que teníamos que viajar. Yo no entendía nada.

Viajamos cerca de dos horas y llegamos a la ciudad de San Nicolás. Fuimos a una casa muy grande. Cuando entramos veo a un señor escribiendo a máquina. Mi tía se acerca al señor y hablan en voz baja mirándome a mí. Se cruzaban mil cosas por mi cabeza: ¿Estaré enfermo y no me lo quieren decir? Ya no sabía que pensar. Estaba cabalgando entre lo bueno y lo malo. Terminan de hablar, mi tía firma unos papeles y se dirige hacia nosotros, nos levantamos con mi hermana ya para irnos, cuando mi tía, mi querida madre, me dice

-Vos, Juancito te quedas, después te pasaré a buscar-. Me hice el fuerte pero en ese momento no aguantaba esa soledad, y lloraba en silencio.

Después de unos minutos de una tremenda soledad el señor se levanta y me dice:

-Ven, te mostraré algo- Abre una puerta y veo en un patio muy grande muchos niños.

Cuando vi eso me derrumbé, me puse a llorar desconsoladamente. Pensaba que era un error, y ahí me di cuenta que lo que avía hecho mi tía era abandonarme donde están todos los niños sin padres. Sentía tanta impotencia, mi ropa, mis cosas, mi hermana, mi madre, ¿cómo podía conseguir nuevamente todo eso? Era imposible para mí…

Había perdido todo… ya no quería vivir. Mi apellido ya no era el mismo. Cuando era feliz estando en la miseria, era Urruchua y después fui Mansilla Pantaleoni, Mansilla por el marido de mi tía que no tenía nada que ver conmigo. Lo único que habían logrado con esto es arruinarle toda la niñez a una criatura, dándole todo un mundo de fantasía y mentiras, que pensándolo bien no tendría que haber nacido.

Éramos noventa niños con una soledad compartida. Después de convivir algunos meses con niños con mi mismo problema, Pensé que la vida era esa, hoy estas bien mañana estas mal pasado puedes estar peor, pero la cuestión es sobrevivir. Pensaba que el equivocado era yo, y que sufría porque era muy débil, pero mi debilidad me vencía. Todavía las echaba mucho de menos a mi madre adoptiva y a mi hermana, estaba dispuesto a dar parte de mi vida por estar con ellas. No me podía adaptar a esa vida.

Los maestros no parecían maestros sino guardias de una cárcel. Eran duros y fríos. Juancito ya no existía, me llamaban Mansilla. Tuve varios cambios de reformatorio, así le llamaban: reformatorio, A los 9 años de edad, termine en el instituto Unzué. Para ese tiempo ya no sabía ni quién era, no me importaba nada ni nadie ya mi vida era otra, avía perdido todo el cariño. Se había borrado de mi mente todo, ya no quería a nadie. Ni había nadie a quien querer, ni creía en nadie.

Tenía una amiga, entre comillas, que se encargaba de la cocina, se llamaba Angelita. Un día dejo de venir, pregunté que le avía pasado y me dieron la amarga noticia que se había arrojado debajo de un tren por problemas amorosos. La quería pero pensé que era parte de la vida. Ya no sufría, no era más ese niño frágil y llorón.

Dentro de mi frialdad empezaba a ser feliz con el frio y cruel sistema de los reformatorios. Jugábamos a la pelota y en ocasiones nos caíamos y nos pelábamos las rodillas, ocultábamos el dolor y la herida para evitar el castigo. El castigo era, con un cepillo y jabón nos fregaban la herida hasta sangrar. Yo pensaba que esa gente que nos cuidaba odiaba a los niños y que ellos no tenían hijos… Teníamos penitencia de rodillas toda una tarde y castigo con toallas mojadas.

Terminábamos adaptándonos a ello. Vivía sin recuerdos ni ilusiones, antes de las torturas tenia momentos felices, pero eran momentos muy cortos. Una tarde cuando ya tenía once años estábamos jugando a la pelota, yo jugaba de portero y me tiran un pelotazo muy fuerte casi imposible de parar, me tiro y milagrosamente lo paré. Todo mi equipo me abrazaba, cuando veo que la directora viene en mi dirección. Yo pensé que me iba a castigar por tirarme así, se me acerca y me pregunta:

-Mancilla ¿Vos no tenés familia?

– No – Le respondí

-¿Cómo te llamaban en tu casa? ¿Te llamaban Juancito?

En ese momento me quede paralizado, no sabía que decir, me vinieron todos los recuerdos y llorando le respondí:

-Sí-

-Ven, que hay una persona que quiere verte.

Yo era el único niño que nunca nadie había ido a ver. No sabía qué hacer ni quién podía ser. Llegamos a su despacho, abre la puerta y veo a mi padre. Nos abrasamos y echamos a llorar los dos. Me contaba cosas que yo ya no entendía, yo no tenía que contarle, no podía hablar pero fue el momento más feliz de mi vida. Mi padre era un hombre muy bueno, callado, con muy buen carácter, yo lo tenía como el más fuerte.

Al verlo llorar me sentí culpable y le decía que no pasaba nada, que no llore más. A pesar de estar tan decepcionado de la palabra de la gente creí en mi padre cuando me dijo: -No te preocupes Juancito, después te vendré a buscar-. Creí ciegamente que mi padre vendría por mí, no hizo falta ni despedirnos.

Espere que él se marcharse, lo vi cómo se alejaba con los hombros caído, como cansado, él ya era mayor. Después me conto que me estuvo buscando por todos los reformatorios, la policía, le decía que yo no existía, después de varios meses de búsqueda llega al reformatorio Unzué, pregunta por Juan Urruchua y le dicen que no hay ningún niño con ese nombre, -lo que tenemos es, a un niño que nunca nadie ha venido a ver y su apellido es Mansilla- DIOS nuevamente se había acordado de mí.

No sabía cuándo mi padre me vendría a buscar, pero yo sabía que de un momento a otro vendría. Éramos muchos niños, según nos informaban. Mi espera estaba llena de felicidad, no me importaba el tiempo que mi padre podría tardar. Mi padre ya me había hecho uno de los regalos más importantes de mi vida, me hizo recobrar todo lo feliz que había sido, y con eso no me importaba esperar. Además yo sabía que él no tenía dinero, porque siempre le costaba conseguirlo.

Tardó cuatro meses en regresar por mí, pero yo lo estaba esperando sin sufrimiento. Le habían dicho que me traiga ropa y así lo hizo, pero el pantalón, la camisa y las zapatillas eran demasiado grandes. Igual me lo puse, salimos agarrados de la mano. Todavía hoy siento la sensación que sentí en ese momento.

No quería mirar hacia atrás por si se habían equivocado en algo y me llamaban nuevamente. Cuando subimos al colectivo empecé a respirar tranquilo. Con mi padre aprendí a sobrevivir con menos que poco.

Fin

Urruchua Pantaleoni es uno de los cuentos largos del escritor de cuentos infantiles Juan Urrucua sugerido para niños a partir de doce años.

3.5/5 - (2 votos)

Por favor, ¡Comparte!



Por favor, deja algunos comentarios

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *