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Recuerdo de una adolescencia feliz

Mi papá se había muerto hacía unos meses, Cynthia me había dejado y ya salía con un muchacho rubio muy parecido a ese cantante…Sting, que tenía un par de años más que yo, y ganaba mucho dinero creo que vivía solo aunque ella ya vivía con él, me parece. Me pasaban los días llamándola por teléfono a su casa y nunca estaba.

Yo vivía con mi mamá y con mis hermanos. Pero ese sábado a la noche mí mamá y mi hermana no estaban. Creo que se habían ido a la costa. Supongamos que se habían ido a la costa. Lo importante es que no estaban. Me preparaba para acostarme, cuando mi hermano me dijo que me tenía que ir. “Viene Helena”, me dijo. No la conocía a Helena. “Me quedo en mi cuarto: no molesto”, le dije. No me dijo nada más, pero entendí que me tenía que ir. En ese momento pensé que me tenía que ir, que si me quedaba le arruinaba la noche. No me parecía bien arruinarle la noche.

Llamé por teléfono a algunos amigos. Nada. No estaban. O estaban ocupados con sus novias.

Otros no tenían teléfono. A otros no los quería ver para no contestar preguntas o tener que llenar el silencio con conversaciones acuosas.

Me puse la campera de jean, me colgué el morral verde que usaba para ir a la facultad –y a todos lados–, guardé un libro de Hemingway que estaba leyendo, agarré algunos billetes que tenía desparramados sobre la cama, las llaves y me fui. Me olvidé de preguntarle a mi hermano a qué hora le parecía prudente que volviera.

Eran las diez y media de la noche, pero para mí era tardísimo.

Caminé. Caminé mucho. Hacía frío. Me compré mi primer paquete de cigarrillos que también fue el último: Chesterfield 10. Caminé hasta un cine. Eran años donde los cines estaban en el Centro. También había cines en los barrios. Caminé hasta el Gran Norte. Santa Fe, antes de llegar a Canning (en 1986 ya había vuelto a ser Scalabrini Ortiz, pero para todos seguía siendo Canning). Como en todos los cines en ese tiempo, había una pequeña vitrina en uno de los costados de los portones de entrada, con el programa de la semana y los horarios: estaba por comenzar una función de “Las Lobas”, una película de Aníbal Di Salvo, con Camila Perissé y Leonor Benedetto. Pagué la entrada, me senté en una de las butacas del costado para evitar el contacto con los demás espectadores. No había demasiados. Varios fumaban. Nubes de humo flotaban en la sala.

No pasaron comerciales: empezó directamente la película –bastante menos ardiente que “Atrapadas”, el anterior filme del director con la misma dupla de actrices– y en algún momento me fui quedando dormido.

Me despertó el acomodador con unos golpecitos en el hombro, casi dos horas después, cuando estaba preparando la sala para la trasnoche. Todavía los acomodadores tenían una chaqueta como los botones de los hoteles venidos a menos. Barría colillas de cigarrillo sobre un piso gastado de madera.

Salí al hall –enorme, techos altos, una grandeza empequeñecida–, volví a pagar la entrada, me acomodé en la misma butaca y seguí durmiendo. Cuando terminó la función de madrugada, abrieron las puertas y me sobresalté. Salí a la calle. Hacía el mismo frío. Faltaba un cuarto de hora para las tres de la mañana. O algo así.

Hago un esfuerzo para recordar qué hice durante las horas que me faltaban para volver a mi casa.

La historia así contada es un croquis detallado de una melancolía ochentosa y lejana. Ese año –la tristeza, la luz apagada sin un interruptor a mano para encenderla, el peso del futuro sobre la espalda, la creencia desmesurada de estar desaprovechando la mejor época de mi vida, las incertidumbres que después supe nunca se disipan– es esa noche de soledad, en un cine que ya no está, que fue demolido.

No volví más al Gran Norte. O, cuando quise volver, ya no pude.

Paso seguido por el supermercado que hay ahora en ese terreno, cuando el 15 hace los últimos metros por Santa Fe, antes de doblar en Canning.

Fin

Cuento sugerido para adolescentes, jóvenes y adultos.

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