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Llegaban al puerto de Buenos Aires de a miles. Familias completas como así también muchos jóvenes; todos ansiosos de encontrar una nueva patria y asegurarse una existencia digna.

Esos barcos que ahora llegaban de Europa repletos de gente, antes habían partido hacia el Puerto de Nápoles cargados de cereales, era la post-guerra y nuestros granos eran muy requeridos en una Europa desbastada.

Argentina necesitaba mano de obra para cultivar sus tierras fértiles, por lo que el intercambio resultaba productivo para ambas partes.

Al bajar de los barcos eran conducidos a grandes salones y depósitos del Puerto donde eran vacunados – un “sello” que quedaba gravado en el parte superior del brazo izquierdo -y registrados. A familias completas se les asignaba tierra para labrar, ya sea en Buenos Aires como en el interior del país. Convenio entre Argentina y sus países de origen por el cual eran atraídos.

Las grandes masas inmigratorias en Argentina habían comenzado alrededor del 1890, por lo cual ya había grupos “lingüísticos” establecidos y de paisano a paisano se ayudaban en las medidas de sus posibilidades.

Especialmente los Italianos provenientes de la Liguria preferían quedarse en “La Boca” – Balilla – punto en el cual el Riachuelo desemboca en el Río de la Plata, donde rústicas casas de madera sobre largos pilotes fueron durante los primeros deceños sus casas a las que pintaban de distintos colores.

Teniendo un hogar, preferían quedarse a trabajar en el Puerto, donde la mano de obra era muy necesaria para la carga y descarga de mercaderías. También para no olvidar “su mar” y pensar que así estaban más cerca de poder regresar un día.

Gran parte de los jóvenes eran destinados al “Matadero”, lugar central donde llegaba todo el ganado, el que debía ser faenado y distribuido en las carnicerías de la Capital Federal y el conurbano. Muy, pero muy valioso era el cuero extraído de las vacas, el cual era exportado en su gran mayoría. Trabajo duro y de valientes.

Muchos otros italianos de Sicilia y Calabria – terrones – eran de contextura pequeña y habían sufrido hambruna, no todos estaban en condiciones de este tipo de trabajos.

¿Alternativas?

Si, allí, por el 1950 había muchísimas, todo aquel que quería trabajar tenía muchas oportunidades.

Miguel tenía once años, había llegado con sus cuatro hermanos en 1947 y vivía con sus tíos (que habían llagado allá por el 1930) en una casa grande; era lo que se llamaban “casas chorizo” ya que las habitaciones estaban en hilera una detrás de la otra donde se compartían el baño y la cocina – . Había un patio central el cual funcionaba como sala comunitaria.

También había florecido, por la mano de tantos inmigrantes, una confluencia de distintos estilos arquitectónicos, una simbiosis en la Arquitectura en la Argentina como italiano, francés, inglés y alemán.

Él debía trabajar, no había dinero para estudiar.

Así, Miguelito comenzó en el Mercado, acarreando bolsas de papas más pesadas que él.

Fue creciendo y se hizo fuerte. Era un lindo muchacho de cabellos oscuros y ondulados, tez muy blanca y ojitos verdes picarones. Con el tiempo logró tener su propio puesto de frutas y verduras el cual era muy visitado por jovencitas. Él siempre les regalaba una sonrisa mientras los bolsillos se le llenaban de billetes.

No tenía ni tarjeta de crédito ni Banco en el cual confiar, su caja de seguridad eran simplemente los bolsillos, dónde la “guitar” – dinero – se acumulaba atado con una gomita elástica.

Con sus ganancias debía mantener a sus hermanos menores en edad escolar, lo hacía con gusto, deseaba para ellos un futuro mejor. Pero a su vez era joven, también había sufrido mucho y ahora quería divertirse.

Le gustaba vestirse bien, sobre todo para ir a bailar. Trajecitos y camisas “hechos a medida” junto a zapatos de charol negro ocupaban su armario.

No sabía escribir bien dado que nunca había podido ir a la escuela, pero el “Lunfardo” – especie de idioma oral mezclando palabras extranjeras con vocablos españoles – lo “chamuyaba” como el mejor.

En el baile tenía una habilidad muy especial para el tango y la milonga. En esa época no existían “las escuelas de baile”, él creaba los pasos y sabía guiar a su compañera de una forma inigualable.

La pista de baile era su mundo, su todo, y también donde “invertía” el resto de sus ganancias semanales.

Por esa época, en la cual la cantidad de hombres superaban muchísimo al número de mujeres establecidas, habían entrado al país muchos inmigrantes de distintas nacionalidades.

Las más dóciles iban a trabajar en los quehaceres domésticos “con cama adentro” – empleada que vivía en casa de sus señores y tenía un día libre por semana – en familias de una incipiente aristocracia Argentina que florecía día a día. Otras, las más “casquivanas”, bonitas y astutas se dedicaban a tareas más livianas; primero, bajo la protección de un “Cafisho” – protector de las mujeres de vida fácil -, luego se fueron independizando, convirtiéndose en “Madame” y a tener un roll importante en la sociedad porteña.

El negocio prosperó rápidamente.

Su inteligencia y predisposición, las llevó a ubicarse dentro de los más altos puestos de la pujante sociedad argentina.

También, por esa época estaban de moda las carreras de caballos, mucho dinero corría entre las patas de los equinos! Apuestas legítimas y otras no tanto, ir los domingos a Palermo, donde estaba el Hipódromo, era toda una aventura. Empresarios, políticos, trabajadores, malevos y también mafiosos estaban poseídos por este “juego”.

Entre sus clientes Miguelito contaba con el propietario de un caballo de carrera que un día le propuso hacerlo “Jockey”, dado lo pequeño y ágil que era.

Fue muchas veces a los entrenamientos y participó en carreras inferiores, hasta que un día se presentó una buena oportunidad….el caballo “favorito” no corría. Esa noche no pudo dormir esperando la Carrera, todas sus fuerzas y emociones estaban concentradas en ella….pero……muy tempranito se acerca su entrenador y con voz angustiosa, le dice:

– No debes ganar…..deja pasar a Lucero…todo está arreglado pibe!

Fue una desilusión muy grande y una lección que lo marco para el futuro.

A mi padre,

Fin del tercer capítulo.

Historias para adolescentes, jóvenes y adultos

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