Por Jesús David Alayón Hernández. Historias cortas.
Había algo que llamaba poderosamente la atención a Felipe, el nieto de don José, a la vieja catedral no ingresaba ningún feligrés. ¿Qué es lo que hacía que, a pesar de estar todo el tiempo abierta, nadie se acercara a ella? El diablo con mitra es un relato del nuevo colaborador del sitio EnCuentos, el escritor colombiano Jesús David Alayón Hernández. Como en casi todos los casos en que se trata de un cuento con contenido para jóvenes y adultos, lo hemos categorizado dentro de nuestras historias cortas.
Pero primero, y como ayuda para quienes no sepan, veamos: ¿qué es una mitra?
¿Qué es la mitra?

La mitra, palabra proveniente del latín: mitra y esta, a su vez, del griego: μίτρα, que quiere decir banda o turbante, es el tocado con el que cubren su cabeza durante los oficios litúrgicos aquellas personas con dignidad episcopal (en la iglesia católica, un arzobispo o un obispo). Así, los que poseen tal privilegio se denominan mitrados en referencia, justamente, a que están facultados para lucir la mitra. Actualmente la mitra se fabrica con cartón forrado de tela de galón, trevira o lino, o también con una hoja de mica. Del borde posterior (ver imagen) cuelgan dos cintas anchas llamadas ínfulas.
Por extensión, se denomina también mitra al cargo desempeñado por el arzobispo u obispo, al territorio de su jurisdicción, y al conjunto de las rentas que este genera.
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El diablo con mitra
Vivir en la rivera del Magdalena es una experiencia particular, el sofocante calor de las tardes hace que muchos busquen el amparo de las acacias, y descansen tranquilamente frente a sus pintorescas casas. En esas horas crepusculares es común ver a los niños que, sentados a la diestra de sus abuelos, escuchan atentamente las historias y leyendas que la memoria colectiva ha preservado por siglos.
Mientras don José contaba a Felipe su nieto, los relatos que de tanto repetirse se hacían más extensos e interesantes, como El Mohán que acechaba en las profundas aguas del río, la llorona que salía en busca de su hijo, o el sombrerón que aterraba a los viajeros, resonaron metálicamente las campanas de la que alguna vez fue una gran Catedral.

Felipe preguntó con curiosidad por qué a pesar de estar abierto todo el día, nadie entraba en aquel inmenso edificio, que despertaba en él recelo por su fachada ennegrecida por el implacable paso del tiempo. El anciano se acomodó en su mecedora, bebió un sorbo de limonada y se dispuso a contar la historia más triste y real de todas las que su memoria guardaba. Mirando la herrumbrosa Cruz que coronaba la torre de la catedral, empezó a decir:
– Hace muchos años este pueblo crecía mucho, cada vez había más gente y la religión de la cruz, crecía a la par del pueblo. Un día llegó la noticia, que a muchos alegró, el Papa, sí ese que vemos a veces en la televisión -dijo al ver que su nieto se disponía a preguntar-, decidió enviar un Obispo a cuidar y gobernar a las Iglesia de estas tierras.
– Ese obispo que llegó y otros que lo reemplazaron, eran hombres sabios y justos, irradiaban bondad por donde iban y eso nos motivó a ayudarles a construir una iglesia más grande que las demás, a la que llamábamos Catedral. Era hermosa, el orgullo de todos nosotros, venía gente de todos los pueblos de la región –Felipe trataba de imaginarla, pues él solo conocía un edificio sucio y casi tenebroso-.
El niño que estaba muy atento dijo:
– Abuelo, todo lo que cuenta es muy bueno, ¿por qué nunca he visto nada de eso?
Este aclarándose la garganta miró al niño y empezó a decirle:
– Hubo un gran obispo, querido por todos nosotros, pero le llegó el tiempo de irse, esperamos al siguiente, como tu esperas la llegada de tu papá por las tardes.
– Cuando llegó a estas tierras fue recibido con mucha alegría y cariño porque creímos que continuaría la labor de los que estuvieron antes que él, sin embargo su corazón era frío como las tierras de donde salió.
– Pasados los días nos dimos cuenta de algo extraño en esa persona que había llegado, nunca lo veíamos por la calle, incluso era raro verlo en su Catedral, sus palabras no nos animaban como lo hacían las de los otros, lo peor fue que cada día que pasaba la oscuridad avanzaba sobre cada uno de sus dominios. Se rodeó de ancianos malvados que lo aconsejaban de la peor manera, utilizaron el poder que les concedió para atacar a todo aquel que tratara de hacer el bien. Se hicieron comunes las falsas acusaciones, y las persecuciones crueles contra cualquiera que se opusiera a su régimen.
– Poco a poco, las personas del común nos fuimos dando cuenta de de que algo grave estaba pasando cuando los encargados de las iglesias se iban de un día para otro.
Felipe aprovechó un breve silencio y preguntó:
– ¿Por qué nadie hizo nada?
El abuelo José dudó por un momento en contestar esa pregunta porque hacerlo implicaba revivir esa terrible experiencia, que no quería recordar.
– Mijito, fuimos lentos en reaccionar, teníamos miedo, y crecía a la par de los rumores de las cosas terribles que ocurrían dentro de esos muros. Pensamos que la más grande de las atrocidades que hacían era perseguir a sus propios hermanos por su sed inagotable ¡pero no!
– A su cercano grupo de secuaces se unió uno casi más peligroso, mujeres con lenguas largas y viperinas que eran capaces de arruinar la vida de cualquiera que se les interpusiera. Ellas una tarde de martes, salieron despavoridas al encontrarse con actos terribles entre ellos, aún me parece oír los gritos de aquellas mujeres al correr diciendo «el diablo, es el diablo».
Felipe entendía muy bien quién o qué era el diablo, pues era el protagonista de muchos otros cuentos de su abuelo, lo que no lograba entender era si esa Catedral se hizo para hablar de Dios, ¿Cómo podía estar el diablo allí?
La cara de don José que durante todo el relato había demostrado tranquilidad, cambió por un notable temor, con voz temblorosa, dijo:
– Nunca sabremos cómo logró entrar y hacerse un disfraz tan bien hecho, lo cierto es que lo dejamos actuar, y un jueves, el que por años había sido el más importante, porque venidos de muchos pueblos nos reuníamos miles de personas en la Catedral, nadie llegó.
– Las campanas sonaban tan fuerte y con tal insistencia que causaban miedo en los que las oíamos. Cuando el reloj marcó las once de la mañana se escuchó una hermosa y profunda música, desde lejos vimos entrar al obispo con sus más cercanos secuaces, vestido con los trajes de sus antecesores.
– Oímos angustiosos gritos pidiendo auxilio, pasando por encima de nuestro propio terror, llegamos hasta la inmensa puerta y lo que vimos nos impidió dar un paso más, en el centro del edificio, -hizo una pausa para secarse una lágrima de dolor- ese hombre se había transformado en un monstruo aterrador.

– Salimos despavoridos, incluso sus secuaces, de los que nunca más supimos, ni de Iglesia, los buenos habían sido desterrados, la Catedral se convirtió en un edificio de terror y sus campanas siguen recordándonos las terribles acciones de aquel diablo con mitra, que fingiendo ser un gran señor, consiguió atormentar en vida a todos los que alguna vez tuvimos fe.
Fin.
El diablo con mitra es una historia corta del escritor Jesús David Alayón Hernández © Todos los derechos reservados.
Sobre Jesús David Alayón Hernández

Jesús David Alayón Hernández, nació el 25 de diciembre de 1995 en Arbeláez, Cundinamarca, Colombia. Estudiante de filosofía, en la Fundación Universitaria Católica del Norte.
Fundador y director de la revista Virtual La Molienda, en el municipio de Arbeláez.
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Interesante e impactante historia, felicitaciones joven David, excelente cuento.
Muy bien escrito, quiero leer más cuentos de este escritor.