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Aflicción. Nada dura para siempre, quisiéramos que esto nunca sucediera, pero su último viaje comienza.

Por Pablo Rodríguez Prieto. Historias cortas.

A veces los momentos más duros, son los que solemos escoger para transmitir a nuestros hijos, aquello que hemos aprendido, bien o mal, a los largo de nuestra más larga vida. Es así que en el cuento Aflicción del escritor peruano Pablo Rodríguez Prieto, un padre elige un muy doloroso momento, seguramente el más duro para sus hijos, para darle sus más amorosas y profundas enseñanzas.

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Aflicción

Aflicción, nada dura para siempre - Historia corta

Mi papá nos había traído ricos dulces desde la sierra y fue lo primero que nos entregó. Miguel no quería desprenderse de los brazos que lo tenían alzado y desde allí procuraba adelantarse a nosotros en la repartición de las golosinas.

Dentro de la cabina del camión nos desnudó y nos puso ropa nueva a los tres. Se las ingenió, de manera tal que, al bajar de allí, Miguel que siempre andaba despeinado, ahora lucía bien peinado y ordenado. Ya parados en la puerta de la quinta, donde vivimos los últimos años, volvió a hincarse de rodillas para poder decirnos en voz baja: 

Sean fuertes ante las pruebas que nos pone la vida -nos recordó que no estábamos solos y que él siempre estaría con nosotros-. Se los prometo muchachos -dijo finalmente muy quedo.

Entramos por última vez al cuarto que nos había cobijado mucho tiempo. En una caja negra, rodeada de velas, se encontraba mi madre. Oswaldo se acercó primero y empinándose trataba de ver lo que había dentro. Mi padre nos tenía cargados a Miguel y a mí. Se acercó con nosotros hasta el borde del féretro y en silencio se quedó parado un buen rato. Una vecina se acercó con la intención de ayudarlo, pero él volteo y con una mirada dulce, sin decir palabra alguna, le dio a entender que nos dejase solos por un momento. 

Ese momento mágico, donde sin mediar palabras, los cuatro nos encontrábamos muy unidos, fue quebrantado por la bullanguera llegada de una señora regordeta y bajita, de voz chillona, que traía la cabeza cubierta por una pañoleta negra.

Al ver a mi papá se abalanzó sobre él, tratando de darle un abrazo, cosa que consiguió a medias rodeando sus brazos alrededor de su cintura y apoyando su cabeza sobre la barriga y los pies de Miguel que mi padre lo traía cargado. Venía acompañada de un señor delgado y cejijunto, que esperó pacientemente que mi papá logrará separarse de quien hasta ese entonces no la conocíamos y que parecía no darse por enterada de nuestra presencia, finalmente pudieron acercarse y darse un fuerte apretón de manos, ambos se cogieron de los hombros y sin soltarse las manos se quedaron conversando un buen rato.

Resultó ser el hermano de papá y su esposa a quienes no recordaba nunca haberlos visto. Oswaldo había cogido a Miguel y me pedía que lo acompañe para ir afuera. Definitivamente, nuestra presencia no fue tomada en cuenta por aquella pareja.  

Al salir del cuarto doña Hermelinda, la señora que nos cuidaba cuando mamá estaba enferma y papá de viaje, nos condujo a un lugar donde hervía en una enorme olla algo que olía agradable. Nos alcanzó una bandeja con agua y Oswaldo comenzó por lavar las manos de nuestro hermano menor. Al retirarse para secarlo, traté de hacer lo mismo yo, pero me quejé de que Miguel había ensuciado el agua. Complaciente doña Hermelinda, renovó el líquido con una sonrisa en la cara. 

Niños, niños -repetía. 

Nos sirvieron un plato grande a cada uno, de una deliciosa y agradable sopa. Dentro de ella había menestras, queso, choclo y un trozo de carne tan suave que se deshacía en la boca. Estaba humeante, pero aun así traté de ganarle a mi hermano mayor. No lo logré, pero a los dos nos volvieron a servir otra porción. Miguelito comía lento y le alcanzaban los alimentos en la boca.

Los tres estábamos contentos en medio de tanta cara triste y llorosa. La presencia de nuestro padre nos cambiaba el ánimo siempre, en esta ocasión mucho más aún. 

Ya son las once, dijo alguien y comenzó un movimiento inusitado que rompió la tranquilidad somnolienta de las personas que acompañaban y otras que hasta ese momento llegaban y se sentaban sigilosamente.

Todos se pusieron en movimiento. Noté que habían traído un paquete grande de flores olorosas y coloridas, una de las vecinas las repartía entre las damas concurrentes. El hermano de mi papá se quitó el saco y tras doblarlo cuidadosamente, lo colgó sobre el brazo que cruzó sobre su pecho, se acomodó el sombrero y se quedó quieto; su esposa, se movía de un lado para otro, dando instrucciones y opinando, sobre todo. Más de uno de los presentes, hacía una mueca de incomodidad ante sus comentarios.  

Mi padre se acercó a nosotros y cogió las manos de Miguel y las mías, comenzó a caminar hacia la calle, Oswaldo nos seguía pisándonos los talones. El camión que estaba estacionado a la entrada, fue retirado hacia el jirón Loreto, dejando la calle Arequipa libre hasta la calle Unión, por donde lentamente mi padre siguió caminando sin mirar atrás.

Era una cuadra y media que caminamos tomados de las manos, como midiendo que todos los pasos sean iguales. Parecía una eternidad en la cual no se dijo una sola palabra. El sol brillaba con fuerza y quemaba de igual manera. 

Al llegar a la calle Unión, nos detuvimos, mi padre comenzó a contar la historia de unos pajaritos que vivieron mucho tiempo en el nido con su mamá, habían sido muy felices y nunca les faltó ni cariño ni alimentos, sin embargo, llegó el momento en que tenían que dejar el calor del nido que les había cobijado.

Tenían que asumir el reto de una nueva vida, aprendieron pronto a volar y se fueron lejos, todo era distinto. Conocieron a otros pajaritos y pajaritas también, con ellos jugaron bastante y con el juego aprendieron a vivir muy bien con lo que les daba la madre naturaleza a quien todos los días agradecían por lo felices que eran. Pero, concluyó, nada dura para siempre, ahora estamos acá, quisiéramos que esto nunca sucediera, pero el último viaje de mamá comienza y esta vez el de ella será para siempre. 

Soltó un ligero suspiro y comenzó a contarnos lo que había sucedido en su último viaje. Luego nos habló de lo que significaba la vida, de las vicisitudes y contrariedades, de las sorpresas que nos tiene reservadas, algunas agradables y otras no tanto. Nos pedía que a las cosas las tomemos como llegan, que debiéramos ser siempre fuertes donde quiera que nos hallemos y ante las cosas que se nos presenten. 

Ustedes están comenzando a vivir -nos decía-. No es dable, que comiencen a correr por la vida cargados de cosas que no les pueda servir. Aprendan a coger de la vida solamente lo más útil, lo demás deséchenlo. No vaya a ser que por estar cargando cosas inútiles se vean dificultados de transitar por el mundo.

Aprendan a ser libres y no se sometan al yugo de los recuerdos ingratos. Guarden solo lo necesario, recuerden que en la vida hay un ser supremo que a sus hijos siempre les provee de lo que necesitan. Vayan por caminos seguros que los conduzcan a la grandeza personal. Aléjense de las mezquindades y alienten siempre al desvalido. Sean compartidos y manténganse unidos -dijo mirándonos con tristeza.

Habíamos llegado al camposanto, mi madre era traslada en hombros, permanecimos parados viendo pasar a los acompañantes del féretro, mi padre soltó una lágrima que muy pronto el viento secó y nos abrazó con fuerza poniéndose en cuclillas, nos alejamos del lugar, no vimos más.

Fin.

Aflicción es un cuento del escritor Pablo Rodriguez Prieto © Todos los derechos reservados.

Sobre Pablo Rodríguez Prieto

Pablo Rodriguez Prieto - Escritor

“Soy un convencido que la lectura hace que los seres humanos seamos empáticos, con lo que se puede lograr un mundo más amigable y menos conflictivo. Sueño con un mundo mejor que el que tenemos hoy.”

“El Perú es un país muy rico en paisajes y destinos turísticos, con innumerables regiones y climas muy variados. Yo nací en Pucallpa, una ciudad de la región Ucayali en la selva. De niño, por el trabajo periodístico de mi padre radicamos en muchas otras ciudades, esto enriqueció mi espíritu de usos y costumbres muy disimiles que posteriormente se traducen en mi trabajo literario.

Mis inicios fueron escribiendo crónicas que las repartía entre mis amigos sobre experiencias locales que las denominaba “Crónicas de la calle“. Prefiero escribir cuentos, pero e incursionado en novela corta y poesía. Soy casado y tengo tres hijos quienes son mis mayores críticos. Cuando ellos eran niños jugaba a escribir sus ocurrencias diarias y casi siempre fueron desechadas, aún cuando guardo esas historias en mi memoria.”

Actualmente Pablo vive en Lima y desarrolla actividades vinculadas a las artes gráficas, tiene una imprenta familiar y en sus horas libres escribe de a poco.

Puede verse parte del trabajo literario de Pablo en https://pablorodriguezprieto.blogspot.com/

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