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Corina y el budín de mandarina

Corina y el budín de mandarina. Escritora de cuentos infantiles de Argentina. Cuentos de brujas.

 

  La aldea Hechizada era un pueblo pequeño, al cual llamaban así porque muchas brujitas vivían en él. La gente no les temía pues eran brujitas divertidas y buenas. Sus pócimas no hacían daño a nadie y todos se habían acostumbrado ya a verlas viajar en escoba. A nadie le asustaba sus cabellos como paja, los vestidos  negros, las verrugas en las largas y finas narices.
  Algunas de ellas, eran muy queridas por la gente. Este era el caso de Corina, una brujita de cabellos colorados y conocida en toda la aldea por su rico budín de mandarina.
  Corina había heredado la receta del budín de su tatara tatara abuela, bruja también. Todas las mujeres de su familia habían aprendido a hacerlo y ella no era la excepción. Como era una brujita simpática y generosa, cada vez que horneaba  budín lo ofrecía en la plaza del pueblo y todos -niños y grandes- se agolpaban para tener su porción.
  El budín de mandarina se había hecho tan famoso como la misma Corina.
  La brujita guardaba celosamente su receta, pues pertenecía a la familia y la tradición decía que nadie que no fuese un familiar podía conocerla.
  Si bien el papel donde su tatara tatara abuela había escrito la receta era más que viejo, se conservaba en muy buenas condiciones gracias a un pócima que una tatara tatara tía había inventado.
  Esa hoja de papel, tan valiosa para Corina como para todas las mujeres de su familia, estaba guardada en un cofre de hierro negro, con una cerradura casi más grande que el cofre mismo y enterrado en el jardín de la casa para que nadie lo pudiese encontrar.
  Fiona Copiona, otra brujita de la aldea, no tenía tanta suerte con la comida. Cada receta que intentaba era un verdadero desastre. Además de ser una muy mala cocinera, era una persona celosa y se molestaba por el éxito del budín de mandarina de Corina.
  Fiona Copiona intentó llevar varios de sus manjares a plaza del pueblo, pero los resultados fueron nefastos.
  Con las masitas, los niños jugaron al tejo pues eran duras como madera. 
  Con los buñuelitos de manzanas, hicieron lanzamiento de buñuelos, nadie comió, pero se divirtieron mucho.
  Probó entonces con una rica sopa que de rica no tuvo nada. Todos los platos servidos fueron a parar al río y muchos fueron los peces que escaparon hacía otras aguas.
  Cansada ya de sus fracasos culinarios, Fiona Copiona se obsesionó por conquistar el paladar del pueblo.
  Sabido es que las obsesiones no son buenas. Fiona Copiona podría haber asistido a clases de cocina para mejorar sus comidas. No lo hizo,  eligió un camino más rápido, pero equivocado.
  Decidió robar la receta del budín de mandarina de Corina. Recordó que un día había escuchado hablar a Corina y su hermana acerca de un cofre y un jardín. En ese momento no entendió de qué se trataba, ahora creía que sí.
  Supuso –correctamente- que la valiosa receta se encontraba escondida en un cofre y éste en un jardín que no podría ser otro que el de Corina.
  Entrenó a su perro Saturnino que sólo sabía desenterrar huesos, para que aprendiese a encontrar bajo tierra otras cosas también.
  El pobre Saturnino mucho no entendía, pero como no hablaba tampoco podía preguntar demasiado o nada, mejor dicho.
  Así fue que una noche sin luna, Fiona Copiona y Saturnino se metieron en el jardín de Corina. Saturnino, bajo las órdenes de la bruja buscó y buscó. Revolvió toda la tierra del jardín, metió su hocico tan profundo como pudo hasta que encontró el cofre.
  Sin poder esperar, Fiona sacó el preciado tesoro. Arregló como pudo la tierra, enderezó alguna que otra florcita como para no dejar rastros y huyó corriendo con el cofre y Saturnino.
  – ¡Qué hueso más raro! – Pensó el confundido perro.
  
  Cuando llegaron a la casa, Fiona Copiona se dio cuenta que no tenía la llave del cofre, nada que un buen hechizo no pudiera resolver. En menos de lo que canta un gallo, el cofre estaba abierto y el viejo, pero intacto papel dentro de él.
  – ¡La receta! ¡Al fin la tengo, ahora todos comerán mi budín y no el de Corina! Ya nadie se atreverá a poner cara de asco con mis recetas.
  Al día siguiente, Corina amaneció con una fuerte gripe, no salió a la calle y apenas se asomó al jardín. Cierto es que lo vio un poco desprolijo, pero pensó que los pajaritos habían estado buscando gusanitos y no se molestó por ello.
  Entre tanto, Fiona Copiona, delantal  y gorro de cocinera mediante, se aprestó a preparar el tan famoso budín. Leía la receta atentamente, sin perder detalle. Saturnino, esperaba paciente a ver si alguna miga se caía y podía picar algo antes del almuerzo.
  Cuando terminó los budines, que fueron muchos, la brujita se maravilló pues se veían igual a los de Corina y su aroma era también el mismo.
  – Esto huele raro – pensó Saturnino y no se refería precisamente al aroma de los budines- De aquí salió jamás semejante perfume.
  Orgullosa con sus budines a cuestas y su perrito atrás, Fiona Copiona se dirigió a la plaza del pueblo y empezó a ofrecer budines a todos.
  – ¿Por qué no viene Corina? – preguntaba la gente que igual tomaba cuantas porciones le daban porque no costaba nada.
  – ¿Es el mismo budín de Corina? – preguntaban otros, mientras también se llenaban los bolsillos.
  – Es la misma receta, quédense todos tranquilos – Decía en voz alta la brujita tramposa – coman,  coman – Insistía.
  Y las personas comieron y no bien mordieron, escupieron. El gusto era increíblemente feo. No hubo persona  que lo soportara.
  Desconcertada y deshaciéndose en disculpas, Fiona se fue a su casa, no sin antes decirles a todos que revisaría la receta y volvería al día siguiente.
  Saturnino pensaba que ahora no sólo algo olía feo, sino que algo sabía feo también.
   Al día siguiente, Fiona revisó una y otra vez la receta. Estaba segura que la había seguido al pie de la letra. No obstante, intentaría una vez más. Y así lo hizo.
  Con aún más cuidado que la primera vez y ante los atentos ojos de Saturnino, quien ya no pensaba comer ni una miguita, cocinó otra tanda de budines.
  Nuevamente lucían hermosos y su aroma era delicioso.
  – Esta vez no fallaré – se dijo la brujita y emprendió nuevamente su viaje a la plaza del pueblo a repartir budín.
  Como seguía sin costar un centavo, todas las personas que allí estaban decidieron darle una nueva oportunidad.   
  Una vez más comieron, mordieron pero no escupieron. No llegaron a tragar demasiada cantidad, pues el gusto era verdaderamente horrible, pero sí lo suficiente para indigestarse.
  Todos los que habían probado, enfermaron, hasta los pajaritos que picotearon miguitas se sentían mal.
  Ante tanto dolor de panza, el alcalde del pueblo tomó cartas en el asunto. No iba a permitir que ninguna brujita indigestara a su pueblo.
  – Voy a tener que detenerla – Dijo el alcalde – indigestar a todo un pueblo no es un delito menor – agregó.
  – No ha sido mi culpa, no es mía la receta. Corina es la dueña de la receta y  como enfermó y no podía cocinar me dijo que lo hiciera ¡Me ha tendido una trampa, soy inocente!
  Saturnino, que como buen perro había acompañado a Fiona hasta la alcaldía, no podía creer lo que escuchaba. Pensó, con mucha razón, que la actitud de la brujita olía aún peor que su budín.
  El alcalde no creyó demasiado las palabras de Fiona, pero como era un hombre justo quiso estar seguro del todo.
  Mandó llamar a Corina, quien seguía en su casa bien tapadita y estornudando y que por supuesto no sabía nada de lo que había ocurrido.
  Le comentó lo sucedido y le mostró la receta que Fiona había llevado. Era su receta ¿Cómo había llegado hasta las manos de Fiona? Saturnino quería contarle cómo, pero se quedó con las ganas.
  Corina se defendió como pudo, pero el alcalde consideró que si de budines de mandarina se trataba, la cosa era por demás seria.
  Para saber la verdad, pidió que ambas brujitas se presentaran con los ingredientes del budín al día siguiente y los preparasen delante de todos.
  Pidió al pueblo que hicieran de jurado y que probasen ambos budines. 
  Al día siguiente, ambas brujitas –ingredientes en mano- se presentaron ante el alcalde y al pueblo todo,
  Siguiendo ambas la misma receta, prepararon los budines ante la atenta mirada de la gente y sobre todo de Saturnino que quería que se hiciera justicia y sobre todo comer alguna miguita de un rico budín.
  Cuando terminaron de hornear sus budines, en apariencia iguales, el alcalde los  ofreció a cada una de las personas presentes. Los que probaron los de Fiona Copiona, mordieron, masticaron y escupieron, el saber era verdaderamente insoportable. En cambio, los que probaron los de Corina saborearon hasta el último pedacito con gran placer. Demás está decir que Saturnino se ubicó justo donde caían las miguitas de los budines de Corina y por fin pudo comer algo como la gente.
  – No me explico qué sucede – Decía ofendida Fiona Copiona- use la misma receta que ella, Uds. lo vieron.
  – ¿Cómo hiciste para tener una receta que yo tenía muy bien guardada? Nadie sabía dónde estaba – Preguntó intrigada Corina.
  Ante la mirada severa el alcalde, las caras de asco de la gente, un Saturnino que movía la colita como diciendo “yo no quise robar nada”, Fiona Copiona confesó lo que había hecho.
– ¡He aquí la razón de la indigestión, con razón, con razón!
– Dijo el alcalde contento como si hubiese descubierto tesoro escondido.
   – Olvidaste el ingrediente más importante con que Corina hace sus budines, el amor y el respeto por una tradición familiar.
   El alcalde prosiguió como dando un discurso para ser electo nuevamente.
   – Nada puede salir rico si el ingrediente principal son los celos y la envidia.
   Fiona Copiona sintió vergüenza, pidió perdón a Corina y al pueblo todo. Saturnino se sintió molesto porque a él no lo incluyó en las disculpas, pero como no era rencoroso le dio una nueva oportunidad.
   – Ahora Fiona te daré la condena que mereces – Anunció el alcance.
   Todos estaban expectantes, Corina aguardaba el veredicto con la receta bien guardadita en su bolsillo.
   – Para enmendar un error es necesario aprender de el. Ya has aprendido que tu actitud no fue buena, ahora deberás aprender a cocinar como Dios manda. Te condeno a asistir a clases de cocina durante dos años seguidos.
   Cuentan que Fiona aceptó gustosa su castigo y aprendió mucho más que a hacer tortas y masitas, conoció el amor por la cocina y qué se siente cuando las cosas se hacen con el corazón.
   Todos estuvieron felices, la gente del pueblo no volvió a escupir ninguna comida de Fiona y Corina volvió a atesorar feliz su amada receta. 
   Dicen también que el más feliz fue Saturnino quien ahora sí comía comida rica a toda hora y aunque no podía expresarse con palabras, cada vez que probaba una receta nueva, movía agradecido su colita.

Fin

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