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El Silencio que habla «Nunca imaginé que el destino se iba a empeñar en hacerme comprender qué quería decir aquello del sonido del silencio»

"El silencio que habla" es un relato íntimo y conmovedor en el que Claudia Ávila nos invita a explorar una forma de comunicación más allá de las palabras. A través de su experiencia como madre, Claudia nos muestra cómo el silencio de su hijo no es un vacío, sino un lenguaje profundo y significativo. En un mundo lleno de ruido, este cuento nos recuerda la importancia de escuchar con el corazón y apreciar las conexiones que trascienden el habla. La historia es un testimonio de amor, paciencia y la comprensión de que el silencio también puede ser una poderosa forma de expresión.

El Silencio que habla

Madre e hijo autista - El silencio que habla - Cuento

Cuando era pequeña, en el colegio donde estudiaba, mi profesor de música nos enseñó a interpretar en flauta una canción denominada "Los sonidos del silencio". Aunque en aquel entonces no comprendía del todo el propósito musical, aprendí a tocarla. El título me parecía raro: ¿acaso el silencio tiene sonido? 

La canción invita a escuchar el silencio, a sumergirnos en la introspección, a hablar en voz alta con nosotros mismos, aún estando solos. Nos enseña a descubrir las palabras más profundas y significativas que, aunque no se pronuncian, resuenan con una intensidad única.

Lo que nunca imaginé es que el destino se iba a empeñar en hacerme comprender de manera inimaginable qué quería decir aquello del sonido del silencio. Hace algunos años, un día cualquiera cerré los ojos, le pedí a Dios con todas mis fuerzas que me enviara más motivos para vivir. No es que no los tuviera, ya tenía razones de sobra para hacerlo, pero precisamente una de esas razones reclamaba la necesidad de no estar solo.

Le pedí a Dios sentir la vida con ojos diferentes, le pedí la posibilidad de saborear más sus milagros, le pedí sentir que desde el cielo me sacudían mucho más la vida. Y fue así como empezaron a bajar ángeles, o no, ya habían estado descendiendo, ya tenía uno en casa, pero a veces en mi afán por "vivir" no me fijaba cuántos de estos estaban en la Tierra.

Un día, sin saberlo, empecé a escuchar mejor el silencio. En el año 2014, el Dios de la vida permitió que una simple mortal como yo tuviera la posibilidad de ver y sentir como mi cuerpo empezaba a cambiar y mi mente, mis sentires, se transformaban tanto que ni yo misma podía saber lo que estaba pasando. Sí, se trataba de uno de esos que llaman milagros, un día cerré los ojos y soñé como Emmanuel, mi hijo mayor, me traía un bebé y lo colocaba en mi vientre. Y fue así como él empezó a crecer, a formarse, a alimentarse de todo lo que yo comía.

Este milagro decidió nacer, se presentó, jugó con nosotros, reímos juntos, soñamos en familia. ¿Hablar? Claro, habló unos días, y luego... luego decidió dejar de hacerlo, decidió dejar de mirarnos, de prestar atención. Él, él, él es, ¿cómo decirlo?, es indescriptible, inigualable, irrepetible, único. Ha optado por enseñarnos a leer y a conversar con los ojos, con las manos, con los gestos. Es como si una sinfonía silenciosa estuviera en marcha, guiándonos a través de un lenguaje más allá de las palabras. La lección de la melodía de mi infancia cobra vida en esta realidad: el silencio puede ser un lenguaje profundo, una forma de comunicación que va más allá del sonido, más allá del sonido de unas palabras.

Lo triste es que no todos comprenden que para hablar no necesitamos la voz, que para soñar no se necesita estar dormidos y que para cumplir los sueños no hace falta cerrar los ojos. En un mundo tan apresurado y ruidoso, hemos olvidado la magia de las miradas, el poder de una caricia y la profundidad de un gesto sincero.

En mi casa tengo dos ángeles. Uno se llama Emmanuel y otro, Santiago, él es no hablante. Santiago, con su quietud elocuente, está empeñado en enseñarme a conversar en silencio. Él es mi escuela, mi maestro, mi faro en esta travesía. Todos los días me enseña una nueva letra del alfabeto del amor, y yo, como buena aprendiza, tomo nota de todo lo que me muestra. Es el mejor de los maestros: paciente como un río, sensible como una brisa de primavera, amoroso como un abrazo eterno, y me instruye sin juzgar. Cada lección me obliga a reflexionar sobre mi realidad como adulta, donde a menudo juzgamos y dejamos de apreciar lo natural y misterioso de la vida.

¿Su voz? No produce palabras comprensibles por sus sonidos, pero juro por Dios que la escucho, la comprendo y tiene colores. Conversamos todo el tiempo, discutimos, sonreímos. Su voz no produce palabras, pero con sus ojos y sonrisa logra decirme "te amo" en los momentos que más necesito escucharlo. Su voz, su voz… es sonora y melodiosa, una música celestial que envuelve mi corazón.

Aunque a veces muchos creen que no tienen sentido nuestras conversaciones, nosotros no lo pensamos y por ello jugamos karaoke, y yo al mirarlo, logro verlo gesticular. Él mueve su boca y sonríe, el timbre de su voz es bello, dulce, una melodía secreta que solo nosotros compartimos. Su voz no tiene sonido, pero sé que algunos quisieran tenerla.

Muchas personas no emiten sonidos con su voz, no porque sean mudas o no quieran, algunas personas tienen una lucha interna con las neuronas para lograr que se conecten y permitan la intención comunicativa. Pero lo más triste en el mundo de hoy es que algunas personas no quieren hablarse por estar absortas en sus celulares, o hay otros que hablan y nosotros nos negamos a escucharlos.

En la vida moderna, nos hemos distanciado del arte de la conversación. Nos escondemos detrás de pantallas, evitamos miradas y olvidamos el valor de estar presentes. La presencia de mis hijos en mi vida me ha enseñado que la comunicación va mucho más allá de las palabras. En su silencio, hay una riqueza de expresiones y emociones que superan cualquier lenguaje hablado. Aprender a entender y apreciar este modo de comunicación ha sido un viaje transformador, y estoy agradecida por cada lección que me ofrecen. En este viaje sin palabras claramente escuchadas, he descubierto una melodía única y profunda, una que me enseña a escuchar con el corazón y a valorar el poder del amor no expresado con palabras claras.

Santiago al igual que todos, es un faro de luz en mi vida. Su silencio es un lenguaje de amor puro y sincero, una sinfonía de gestos y miradas que trasciende lo ordinario. Me ha enseñado que la verdadera comunicación se da en la conexión de las almas, en la compasión y en la empatía que mostramos. Su lección más grande es que, a veces, el amor más fuerte es aquel que no necesita palabras para ser escuchado.

Al final del día, reflexionemos sobre la importancia de conectarnos verdaderamente con quienes nos rodean. No permitamos que el ruido del mundo nos haga olvidar el poder de una mirada, el consuelo de una caricia, o la profundidad de un silencio compartido. La vida es un conjunto de momentos, y es en esos instantes silenciosos donde encontramos las verdaderas melodías del corazón. Dediquemos tiempo a escuchar, a sentir y a estar presentes. Porque en el silencio, descubrimos las voces más poderosas y los amores más profundos.

Fin.

"El Silencio que habla" es un cuento basado en la vida real de la escritora Claudia Ávila Vargas © Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción total o parcial sin la expresa autorización de su autora.

“El silencio que habla”, en el relato de Rodo Barone

Sobre Claudia Ávila Vargas

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