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Por Juan Emilio Rodriguez. Cuentos sobre la vida

Doñana no está aquí es un muy interesante relato del escritor venezolano Juan Emilio Rodriguez. Cuenta la historia de los últimos días de agonía de una madre enferma y los pensamientos de su hijo recordando su rica existencia.

Juan Emilio es un gran escritor latinoamericano que nos ha hecho recordar a través de su prosa a la pluma mágica de Gabriel García Marquez. Espero puedan disfrutar, como nosotros lo hicimos, de esta sensacional historia.

Doñana no está aquí

Doñana no está aquí - Cuentos sobre la vida

Se muere mamá, se está muriendo. Mírale la respiración: entrecortada, ruidosa. El doctor ─uno de los tantos que por aquí han desfilado─ ha dicho que vayamos adelantando los preparativos funerarios porque el fin se acerca. Mi tía no acepta el dictamen médico y se aferra, orando en silencio, a una estampita del Gran Poder de Dios. Yo, en cambio, tengo la misma sensación del adolescente que sorprende a la hermana mayor haciendo el amor con un extraño: quisiera huir de aquí.

No sirvo, no me programaron, para observar pasivo las indecisiones de la muerte. De hecho, pocas veces me paro al lado de la cama donde mis hermanas parecen el soldado de Pompeya. Si de mí dependiera hace siglos que le habría dado dieciséis vueltas a la gran rueda del tiempo, hasta convertir esta incertidumbre, precisa sólo en éter y alcohol, en un borroso recuerdo.

Ya son varios los días ─¿o semanas?─ de lenta agonía. Mi tía intenta ver un buen signo en ello. «Fíjate, hijo ─inicia animada─, los médicos decían que no pasaba de la otra semana y aquí… está».

Pero al pronunciar la última palabra su tono baja, y las lágrimas corren por su tosca faz de campesina. Sí, aquí está, ¿pero cómo está? Punzada por el suero y la sonda; escoltada, como si no bastara, por la presencia inquietante de un artefacto respiratorio que suelen colocarle cuando le falta el oxígeno.

Mi tía se seca las lágrimas y da seguidamente dos pasos hacia la cama de mamá. «¿Te sientes mejor, m’hija?», le pregunta. Quimérica tía; sabe que mamá tiene semanas sin pronunciar palabras, pero igual le formula la misma interrogante varias veces al día. Y ahí se queda, reconcentrada en por qué no le contestó, o recordando, quizás, un pasaje en particular que juntas vivieron.

Entra una enfermera con un recipiente de metal acunado en sus brazos, y mira con atención el suero y la sonda. Luego revisa una tarjeta colocada a los pies de la cama de mamá, y empieza a hurgar dentro de la bandeja. Mi tía, quien la ha estado observando con aire ausente, interviene, interesada, deteniendo algún rezo, «¿Eso es para ella?», pregunta.

La enfermera afirma con la cabeza sin quitar la vista de la inyectadota.
«Pero si está tranquila ─vuelve mi tía─. Déjela mejor que duerma».
La enfermera, mortal seguramente habituada a estas incomprensiones familiares, contesta dulcemente: «Es para que se ponga buena, porque está muy malita».

Las lágrimas brillan de nuevo en los ojos de mi tía. Y una rebeldía momentánea aparece inédita en sus labios gruesos: «Ni siquiera puede uno morirse sin que lo torturen», murmura después que se marcha la enfermera.

De inmediato, quién sabe si despeñando montaña abajo su disposición anterior de sembrar de orquídeas todo El Ávila (yo conozco los desatinos en los que incurre algunas veces mi tía con su fe), agrega: «¡Bicho! qué aparatero le ponen a uno, para siempre morirse igual».

Y hoy, o hace días ─qué importa cuándo lo dijo─, ha dicho dirigiéndose a Dios: «Señor, no vayas a permitir que yo muera dentro de un hospital».

Dos uniformadas, que irrumpen sonrientes en el cuarto, parecen enviadas por la casualidad para desmentir a mi tía en su juicio tenebroso sobre los hospitales.

Sus caras de sol risueño, ése que suelen pintar los niños en sus primeros años de escuela, no encajan con la pulcra frialdad de la habitación. Son de la lencería del hospital, y sin mirarme la cara me sacan del cuarto con un… «Los caballeros favor esperar afuera».

En el largo pasillo, a pesar de la enorme prohibición impresa, enciendo un cigarrillo. A las dos chupadas noto por entre las volutas de humo, los aspavientos de una enfermera que pasa por mi lado. Me dan ganas de apagarlo, pero me contengo. ¿Por qué he de hacerlo? Ya basta de ser el único, prontamente dispuesto a acatar las luces rojas.

Mi mamá pasó por la vida tratando de no incomodar a nadie, y no por ello la enfermedad la trata mejor…

Una vez ─tenía yo ocho o nueve años de edad─, salió de un perrito, presente en nuestros juegos infantiles desde siempre, para que la señora que iba a vivir con nosotros no se viera ─obligada por los estatutos del condominio que no admitían dos perros por apartamento─ en la necesidad de desprenderse de su fiero perro lobo, así le decían entonces a los pastores alemanes.

Bueno, también es cierto que mamá en ese tiempo necesitaba de una persona de confianza que nos cuidara, mientras ella trabajaba. Pues yo, el mayor de los cinco hermanos, sólo sabía arroparme hasta la cabeza al llegar la noche, temeroso de que se me apareciera el fantasma de mi recién fallecido padre.

Sin embargo, apartando este suceso, se me sigue ocurriendo que mamá era demasiado indulgente con los demás. Y creo, igualmente, que ese constante temor a imponerse, intentarlo siquiera, lo aprendió ella de mi abuelo Tochón, que en gloria esté. «Cuántas cosechas fueron vendidas por nada ─solía contar mi abuela─, únicamente porque Tochón no quería pleitos con nadie».

Mi abuelo y mamá fueron así porque les tocó sufrir una época en la cual era mejor hacerse de la vista gorda, ante los atropellos de aquél que tenía más que uno. No es tampoco que tal situación haya variado mucho, pero mirando hacia atrás algo se ha logrado.

Dígame, volviendo a los tiempos de antes, como le hacían a mi tío y al mismo Tochón: Después de tenerlos trabajando de sol a sol por tres reales diarios, les pagaban el sueldo con unas fichas de metal valederas solamente en la pulpería de la hacienda del patrón. ¡Cómo fue que no nací arriba de un caballo y comandando un pelotón! El diablo tiene que haber inventado un infierno para esos explotadores.

Todavía oigo la voz de mi abuela cuando remataba el cuento: «Y si pescado seco podrido era lo que había en la bodega de la hacienda, pescado seco podrido se comía en las casas de los peones».

Y eran tan caídos de la mata los pobres de esas haciendas, que no dudaban en ponerle al primer hijo que les nacía el nombre del explotador.

Yo no. Yo copié el carácter de mi abuela; así que al terminar este cigarrillo, enciendo otro y me lo fumo. Con la misma altanería que aplica la negra Trina Josefa cuando los muchachos del barrio se quieren burlar de ella por su pantalón colorado: «¡Bueno y qué? ─exclama retrechera─ Ese es mío, lo lavo y me lo vuelvo a poner, ¡okey!»

¿Mi abuela rebelde? No, desdichadamente, no lo era tanto. Una vez se me disgustó allá en el pueblo, porque puse en su sitio a la ricacha Cecilia. La «misia» pretendía que llamara «señorito» al pánfilo de su hijo, un dientón menor que yo.

Todavía tengo presente su sofoco cuando le dije: «¿Y no quiere que también le bese los pies?» Por un momento creí que la «misia» se iba a desmayar.
«¡Jesús, muchacho! ─me regañó mi abuela, luego; cuando le fueron con el chisme─. Agradece que no te manda preso, porque Tochón les trabajó en la hacienda».

Yo me desconcerté; esperaba una felicitación, no una reprimenda. Sin embargo, alcancé a decir: «Es que esa gente cree que todavía somos sus sirvientes, abuela». Y entonces ella como que me jaló las orejas… no recuerdo bien.

La forma de morir muy pocas veces retrata la conducta que hemos observado cuando estábamos saludables. Por ello no me explico de dónde habrá sacado la gente, esa necedad que han convertido en sentencia: «Lo que aquí se hace, aquí se paga». Si eso fuera verdad, los hipócritas y mal agradecidos morirían como muere mamá ahora. Y ella, cansada planchadora de ropa en quintas de pesadas puertas, dejaría este mundo como un pajarito, sin sufrimientos.

Todo en este mundo parece ser de pronto sólida patraña. Mi tía, por el contrario, no sabe de esas dudas. Su opinión es que si Dios eximiera de penas terrenas a los acatadores de sus normas, el mundo se llenaría de justos por interés. «El mérito ─agrega ella─ está en tragarse aquí las verdes, para después hartarse de maduras en el cielo». Pero a mí se me sigue antojando, que las maduras bien podrían empezar desde el mismo día de acercarse la muerte.

Mi tía, desde que una crecida de río la dejó viuda hace dos años. Amasa cada mañana, entre las telarañas de su cocina vieja, arepa con fe para sus seis muchachos. Ella no sabe lo que es caminar con zapatos de tacón alto, y es probable que se muera sin entrar a un salón de belleza o saborear un trozo de jamón con piña. No obstante, encuentra respuestas acertadas como el que consigue piedritas blancas, dentro de un charco de agua turbia.

El humo del cigarrillo calca con desgano el cielo nublado de la ciudad: El azul intenso se torna de inmediato en desordenada niebla, que apenas se refleja sobre las paredes del pasillo.

Fumar aquí es un delito, razón tienen los que colocaron ese cartel. Aunque las descoloridas colillas que se amontonan sobre el techo del balcón del piso inferior, demuestran hasta qué punto somos de tercos los anónimos violadores de la prohibición…

Cuando yo ausente de aquí a lo mejor reía… otros semejantes, con familiares hospitalizados, fumaron también preocupados, como lo hago yo ahora. Luego vendrán más que en este segundo ni se lo imaginan, y mirando mi colilla junto a las otras quién sabe qué pensarán.

Dos pisos más abajo, diagonal con la entrada principal de este oncológico, hay una casita de tejas renegridas. Una mata de mango y varias gallinas que suelen picotear el amplio patio, recuerdan la quietud de un corral pueblerino.

Evocación que aumenta cuando se deja ver una mujer de ademanes juveniles, que acostumbra lavar la ropa al amparo del árbol. A mamá ─aún la enfermedad no la recluía en la cama─ siempre le gustó esa casita. Y ciertas veces, mientras la miraba, solía referirme lejanos pasajes relacionados con su pueblo.

En ocasiones, estos relatos narraban cómo se había gestado, cuando mamá era casi una niña, un linchamiento en el pueblo. Y lo que posteriormente dijera el padre del ajusticiado ─en idéntico final de cine─ cuando le fueron a notificar su muerte: «El pueblo lo mató, el pueblo que lo entierre».

Otras, el corrido que habían compuesto ella y mi tía, después de dejar atrás un apuro laboral.

…Graciela sorprendida
Le pregunta a la familia,
¿Los pantalones de los niños
Los trajeron para arriba?
Contesta misia Isabel
Que los nervios la atacaron
¡Yo no me los he traído
Sería que se los robaron!

Pero en otras oportunidades los recuerdos de mamá se hacían más dramáticos. Y así, por ejemplo, me contaba la impresión aterradora que le produjo el pueblo a oscuras, cierta madrugada de misas de aguinaldos en la que ella y mi tía llegaron a la iglesia, dos horas antes de que la abrieran.

O sino, cómo ella y varias amigas, atendiendo a una invitación pregonada desde meses atrás por un tímido admirador, habían caminado día y noche por cerros, haciendas y caseríos. Únicamente para descubrir apenas entraron al pueblo vecino, que la ansiada fiesta era un invento del galán.

Y entonces, secreto para mí, el ambiente tenso del hospital se diluía al conjuro de «Rosa, la de los Malpica» o «Chica Barranco, la del Cerrito». Y, por entre camillas, sueros y enfermeras presurosas, uno miraba senderos, plazas sombreadas… Muchachas paseando por las calles de un pueblo limpio; riendo y cantando en el tranquilo atardecer.

«Algún día ─finalizaba mamá haciendo que el corazón se me calcinara de impotencia─, yo también tendré una casita así». Ya los médicos ─la evasiva titulada─ habían accedido a confesarnos el desahucio. «Como podrán notar por estas rayitas rojas, que en el gráfico representan la enfermedad de la señora, el tejido afectado es considerable. Intervenirla en estas condiciones, es causarle un sufrimiento innecesario, que en nada la mejorará».

Justo en este instante, las personas adquieren ante nuestra vista el papel de distantes fantoches, que hablan y gesticulan sin que podamos concentrarnos en lo que dicen. Es, en parte, la conmoción que produce lo inesperado, pero más, nuestra conciencia que empieza a reprocharnos los disgustos y maltratos que hemos causado al ser querido que se nos marcha.

Últimamente, antes de que mamá enmudeciera, intenté retener todas sus palabras. Quería con ello atesorar sus impresiones y puntos de vista, ya que el fin era inminente. Pero no conté con la anarquía de mi memoria, desprovista de adiestramiento. Y ahora soy poseedor de palabras vagas y opiniones sueltas, que me han desvelado en más de una oportunidad al tratar de ubicarlas. Si esto es hoy cuando todavía no se va, ¿qué quedará para después?

Sin embargo, tengo dos vivencias con ella que me mortifican como una espina de cují enconada.

La primera, cuando me reveló en tono quedo mientras me señalaba hacia un cuarto donde se veía a una paciente rodeada de batas blancas: «Pobrecita, ella si está enferma de verdad». Ese día estuve a punto de cometer una imprudencia, pues me dieron ganas de gritarle, que la enferma de verdad era ella, desahuciada por los médicos a pesar de su aparente recuperación.

La segunda vivencia corresponde a una mañana soleada del mes de febrero, día en que pude entrar, burlando la vigilancia del hospital. Esa vez, al mismo tiempo que me mostraba una incipiente labor de aguja que tenía en su regazo, me dijo entusiasmada: «Me están enseñando a tejer, hijo. La monjita dice que aprendo rápido».

Qué vaina, mamá, que aún quede entre las atrocidades de la tierra, este maldito padecimiento, salido seguramente de las cloacas del infierno. Cuándo se dirá ¡Eureka! en algún laboratorio. Cuánto tiempo, Señor, habrá que esperar para ver el titular de media página «Derrotado finalmente el Flagelo del Siglo«.

Yo antes, cuando me enteraba de un suicidio, dudaba de la salud mental del impaciente. Con mamá, cada día descendiendo con premura los escalones de la muerte, ─Igual que goteras que van entrando en mi cerebro─ se me ha ido formando un arroyo que quiere que navegue con ella hacia el final…

«─Señor, tengo media hora llamándolo. ¿Acaso no sabe que está prohibido permanecer en los pasillos, antes de la revista médica?

Es una de las señoras de la lencería, y a pesar del tono recriminatorio su cara sigue siendo como de Pascua Florida.

Dentro, nada ha variado. Mi tía rezando en silencio con la mirada prendida de su estampita, y el bulto, impreciso, sobre la cama conectado a las mangueras que le prolongan… No sé lo que le prolongan.

Definitivamente el suicida merece… Tantas personas desde una cama rogando, exigiendo que no los dejen morir; que les restablezcan la salud… Y no, porque los espera un viaje en primera clase alrededor del mundo, sino para volver al horario… al patrón… a la rutina… Y ellos, los suicidas, sin meditar en la pena que causan a sus amigos; en el desventurado ejemplo que trazan a otros, cortan un día su vida.

Vida, palabra majestuosa que me pone ante una ventana que da a un huerto recién regado. Donde también se ven dos niñas al fondo, que juegan tomadas de las manos.

La enfermedad de mamá lo que nos ha traído es desvelos, impotencia, y ese continuo ensartar de días vacíos en los cuales nos sabemos tristes aunque riamos. Sólo una vez, su padecimiento pareció un tigre de papel.

Sucedió en una costosa clínica de Caracas. Ahí, uno de los médicos, basado en quién qué exámenes, se permitió anunciar que el padecimiento de mamá no era lo que temíamos. «Entonces ¿no es eso, doctor?», preguntó una de mis hermanas haciendo esfuerzos por mantener los ojos abiertos, pues había pasado la noche en vela al lado de la cama de mi mamá. «Como lo oye ─asintió el galeno con aplomo─. La doñita lo que tiene es cálculo en el riñón. Una enfermedad dolorosa pero curable… por tratamiento o cirugía».

Mi tía, del alegrón, olvidó cansancios y sudores y le obsequió al galeno un morral de naranjas traído esa misma tarde de autobús en autobús desde su pueblo. También le dio una gallinita blanca ─ponedora, según mi tía─ que miraba la reluciente cerámica del piso de la clínica con el pico entreabierto. Yo, luego de hacer las paces con Trina Josefa a la que no le hablaba desde hacía años, hice una fiesta por todo lo alto. ¡Que jolgorio! Había cerveza, música, amigos y el júbilo de aquellas palabras bailándome detrás de las orejas: «La doñita tiene cura; la doñita se va a curar».

Esa vez, si hubiera sido el ganador del premio mayor de alguna lotería, habría gastado gustoso la mitad en el festejo. Deseaba que la gente solucionara sus problemas para que se alegrara con nosotros. Me sentía como esos niños que corren dichosos, detrás de las palomas de la plaza Bolívar. Mi mamá, sin embargo, nos veía festejar desde su sillón acuñado de almohadas, con una sonrisa que no era la de ella. Por momentos se quedaba seria, ausente. ¿Sería premonición, o era el maldito dolor clavado en su vientre? Algunas veces quisiera haber nacido con la fiereza de un león, para traer al mediquito de manos manicuradas y restregarle su cara de galán en este sufrimiento. Desdichadamente, eso agravaría la situación y mamá seguiría postrada en la cama.

Mamá voltea los ojos de improviso, y los clava en uno con una fijeza que alarma por extraña. Seguidamente toma mi mano y me la aprieta. Mi tía, como sus labios se han movido, susurra: «Te quiere decir algo». Guardo silencio, porque hay momentos en que la sola idea de hilvanar una explicación ya nos causa fatiga. Pero sé que mamá ha tomado mi mano, como podría haberlo hecho con los pliegues de la sábana. Las drogas para atenuar el dolor, la mantienen inconsciente. Prosigue mirándome, y aumenta mi inquietud. Pero… por qué. Debe ser porque en su semblante, ahora se asoma segura la muerte, pues mi mamá es la última persona en el mundo, que me inspiraría temor.

Mi tía le pasa la mano por el rostro, y dice: «Tiene la cara tallada». La frase gotea viscosa desde el frasco de suero, hasta la faz demacrada de mamá. Desde allí, todavía densa, se empina para estacionarse eterna entre el marchito cabello. Cuesta aceptar que este exangüe bulto, sea la misma persona que se alegró tanto cuando aprendí a leer de corrido… «Pero si leíste, ‘A la mañana siguiente’. ¡Arza!» No parece ser esta boca de extraña mueca, la misma que dijera una noche de octubre: «Un día de éstos te voy a enseñar ─como lo hizo papá conmigo─ el nombre de todas esas estrellas… Las tres MaríasLos Ojos de Santa Lucía…»

Mirando a mamá dentro de la urna, recordé ─entre coronas, abrazos de condolencia y la iluminación de seis cursis velas eléctricas─, su ensalada de los domingos por la tarde en la floreada vasija de peltre, su renegrida piedra de machacar aliños, su descosido abrigo verde tan similar, por elegante, al que usara alguna actriz mexicana en cualquier dramón del cincuenta.

Su muerte fue, no recuerdo cuándo, pero fue. Mi tía después del sepelio, regresó a su pueblo a continuar soplando su fogón. Tentado estuve de preguntarle antes de que arrancara el autobús, qué rayos habría pasado con el Gran Poder de Dios.

No obstante sofoqué la ironía, porque sé lo que me habría contestado, haciéndome deplorar mi impertinencia. «Quizás Dios destinó las plegarias elevadas por la curación de tu mamá, a otro caso de absoluta necesidad: una madre con hijos pequeños… O un hombre trabajador, único sostén de su hogar». Resulta que la fe de mi tía es derecha, como las calles del pueblo donde vive. Y a lo mejor tiene razón, no dijo Cristo acaso luego de reprender al discípulo incrédulo, «… Dichosos los que creyeran sin haber visto».

Yo por mi parte, si hubiera nacido poeta ─poeta como el de Noche de Paz o aquél de Las Oscuras Golondrinas─, versificaría al hilo blanco de las nubes que tú, mamá, teniendo como fondo un tango de Gardel bordas sobre nuestros días. Lamentablemente, mi talento sólo alcanza para pensar algunas noches de desvelo: «¿Cómo fue que contratiempos pasajeros, no me dejaron ver la felicidad que había en mi hogar, cuando por toda la casa se oía la voz de mamá enseñando a mi hija el viejo juego:
Dónde está Doñana;
Doñana no está aquí

Fin.

Doñana no está aquí es un emocionante relato enviado por el escritor caraqueño Juan Emilio Rodriguez para publicar en Encuentos.

Sobre Juan Emilio Rodríguez

Juan Emilio Rodríguez nació en Caracas el 7 de enero de 1946.

Esposo de Carmen, padre de Israel, María y Noelia, y abuelo de cinco nietos. Reside actualmente en la ciudad de Guatire, sitio donde ha redactado parte de sus obras.

Juan Emilio Rodríguez Hernandez - Escritor

“Yo primero me dedique a mi familia y después que habían crecido, es decir, mis hijos ya estaban grandes y eran adultos trabajadores, fue que comencé a escribir y me di cuenta de ese don que tenia para las palabras, lo hacia porque gustaba, no porque quería figurar en ninguna parte, pero cuando te llega alguna distinción eso te da doble satisfacción” manifiesta Juan Emilio.

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