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Mamá se fue… ¿Cómo harán para decirle a papá?

Por Pablo Rodríguez Prieto. Cuentos sobre la muerte

Son muchas y variadas las costumbres y situaciones pueblerinas que se dan alrededor de un enfermo que está en sus últimos momentos de vida y luego de difunto, y el escritor Pablo Rodríguez Prieto los relata muy minuciosamente en el cuento «Mamá se fue«. Es una interesante historia llena de pequeños detalles que, aunque puede ser leída y disfrutada por personas de todas las edades, la recomendamos especialmente para jóvenes y adultos.

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Mamá se fue

Mamá se fue, cuento sobre la muerte

Aquella mañana tibia de otoño que amaneció con sol tímido, siempre la recordaría no solo por la bulla que los vecinos hicieron cuando aún era oscuro, sino también porque le ganamos al gallo dormilón, como acostumbraba decir mi padre cuando se levantaba temprano. 

Mi madre llevaba varios días echada en cama, casi no hablaba.

Junto a ella estaba doña Hermelinda, una mujer muy acomedida y caritativa que se encargaba de que no me faltara nada y estaba siempre atenta a lo que yo hacía. También lo era con mamá y solícita le alcanzaba pócimas y menjunjes junto con sus alimentos. 

A pesar de que hablaban en voz baja, las vecinas que ayudaban a mi madre alcanzándole agua caliente, toallas o preparados olorientos, no pude evitar entender que mi madre estaba muy mal. Me acerqué a verla como lo hacía siempre y esta vez no cogió mi mano. Respiraba con dificultad, jadeando. 

A Oswaldo mi hermano mayor y a mí, nos sirvieron un jarro de mazamorra caliente y un pan, Miguel mi hermano menor no despertó a pesar del laberinto armado; la noche anterior él estuvo llorando hasta muy tarde, no entendía razones y con nada se calmaba. Doña Hermelinda se retiró al cuarto que compartía con nosotros, en la misma quinta que mi padre alquilaba desde antes que él naciera, y lo dejó llorando. Con sus tres años recién cumplidos no entendía lo que pasaba y lo que quería ahora era dormir. 

Al partir Oswaldo con el cuaderno bajo el brazo y su lápiz con punta nueva en la mano, rumbo a la escuelita fiscal que estaba a una cuadra de la quinta, me sentí solo pues nadie me prestaba atención. 

Salí hasta el portón de entrada y me paré a mirar la gente que pasaba.

Un burro era azotado por su dueño para que apresurase el paso, iba cargado de alfalfa y costales repletos de choclos. Por el peso que llevaba, se detuvo ante un pequeño charco con aguas sucias que poco a poco se llenaba de insectos que volaban y caminaban por todos lados. Por los golpes, más que por los insultos, el pobre animal se atrevió a cruzar el lodazal. 

Mucho tiempo pasó, nadie se acordó de mí. Nadie me buscó, nadie me llamó como lo hacían siempre. De pronto escuché llorar a las mujeres que estaban junto a mi madre. Llorando, entraban y salían del cuarto con mucho afán, lloraban todas, unas más que otras, pero todas lloraban. Pensé en Miguel y me acordé que también lloraba bastante, casi siempre lloraba, ahora se había despertado y también lloraba con ellas, desconsoladamente. 

Una de las vecinas que cargaba a Miguelito se acercó a mí, me abrazó muy fuerte y haciendo un esfuerzo por el peso, también me cargó. Nos llevó al cuarto y tratando de secar sus lágrimas nos pedía que no llorásemos. Yo no lo hacía y Miguel no la podía entender, tal vez porque esta vez lloraba, pero de hambre. Nadie le alcanzó alimento alguno y por lo tanto no se callaría hasta recibir algo que comer. 

Oswaldo llegó unos minutos después de las 12 del día, caminaba con el cuerpo bien erguido y cantaba la canción que hoy su maestra le había enseñado. Cuando llegaba a casa me contaba cómo le había ido en el salón de clases y trataba de enseñarme las canciones y los cuentos que aprendía.

Se sorprendió al ver llorando a las vecinas, una de ellas esperaba en el portón y lo condujo al cuarto en el que me encontraba al lado de Miguel. Nos pidió que nos mantuviéramos juntos, nos recordó que nuestro padre estaba lejos pero que no demoraría en llegar.

Ya lo sabíamos, siempre era así, él cuando viajaba dejaba que doña Hermelinda cuidara de nosotros y de nuestra madre enferma, las vecinas la ayudaban como podían. 

No nos permitieron ver a nuestra madre, tampoco nadie nos quería decir que pasaba, no podíamos salir al patio, una vecina se quedó a nuestro lado. Oswaldo reclamó ver a mamá, pero nadie respondió. Por ratos nos dejaban solos, asegurando la puerta por fuera para no salir. 

La noche llegó y doña Hermelinda nos trajo ropa limpia, las más nuevas y de colores oscuros.

Nos cambió secando sus lágrimas de cuando en cuando con el borde de su blusa. Nos abrazó fuerte tratando de calmarse y armándose de valor nos dijo: 

– «Mamá se fue al cielo y desde ahí siempre los cuidará, ella no quiere que estén tristes, papacitos» -, no pudo decir más y se puso a llorar dando grandes alaridos.

Al salir, pudimos ver que había mucha gente en la puerta de nuestra casa, no reconocimos a nadie. Un señor de aspecto melancólico y pálido rostro, muy delgado él y vestido todo de negro, se acercó y nos dijo que era nuestro tío. Nos abrazó ligeramente, con la misma frialdad de su mirada y de su forma de hablar. Salimos junto a él y acompañados de dos vecinas, nos llevaron al lugar en el que mi madre se encontraba echada sobre una mesa cubierta por una frazada. 

No nos permitieron acercarnos.

Una señora trajo un tazón con cenizas, las cuales nos aplicaron en la frente en forma de cruz, para luego hacernos pasar uno a uno por debajo de la mesa que estaba llena de velas.

Oswaldo se resistió inicialmente y trató de acercarse a ver a nuestra madre, no se lo permitieron sino hasta que culminó el rito que realizaban acompañado de rezos y oraciones. Finalmente, solo mi hermano mayor pudo ver de cerca a mamá.

Luego de esto, nos sacaron de ahí para llevarnos nuevamente al lugar en el que nos tuvieron toda la tarde. Miguelito lloraba de sueño y de hambre, como siempre lo hacía al llegar la noche y no pararía de llorar sino hasta que el sueño lo venciese. Oswaldo nos cubrió con sus pequeños brazos. 

– «Cómo harán para decirle a mi papá, seguramente él se molestará» -nos dijo muy preocupado.

Papá siempre le recordaba que debía cuidar de sus hermanos y de mamá enferma. 

– «Yo no sé nada» –continuó mi hermano– «mamá se fue cuando yo estaba en la escuela.» 

Así abrazados los tres hermanos, nos quedamos dormidos.

Fin.

Mamá se fue es un cuento del escritor peruano Pablo Rodríguez Prieto © Todos los derechos reservados.

Sobre Pablo Rodríguez Prieto

Pablo Rodriguez Prieto - Escritor

“Soy un convencido que la lectura hace que los seres humanos seamos empáticos, con lo que se puede lograr un mundo más amigable y menos conflictivo. Sueño con un mundo mejor que el que tenemos hoy.”

“El Perú es un país muy rico en paisajes y destinos turísticos, con innumerables regiones y climas muy variados. Yo nací en Pucallpa, una ciudad de la región Ucayali en la selva. De niño, por el trabajo periodístico de mi padre radicamos en muchas otras ciudades, esto enriqueció mi espíritu de usos y costumbres muy disimiles que posteriormente se traducen en mi trabajo literario.

Mis inicios fueron escribiendo crónicas que las repartía entre mis amigos sobre experiencias locales que las denominaba ‘Crónicas de la calle‘. Prefiero escribir cuentos, pero e incursionado en novela corta y poesía. Soy casado y tengo tres hijos quienes son mis mayores críticos. Cuando ellos eran niños jugaba a escribir sus ocurrencias diarias y casi siempre fueron desechadas, aún cuando guardo esas historias en mi memoria.

Actualmente radico en Lima y desarrollo actividades vinculadas a las artes gráficas, tenemos una imprenta familiar y en las pocas horas disponibles escribo de a pocos, pero con muchas ganas que mi trabajo lo lea el mundo entero”.

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Comentarios y Reflexiones

  1. Foto del avatar

    Excelente Pablo nos ilustras cosas de la vida sigamos motivando la lectura que nosotros como adultos incentivemos a nuestros niños felicitaciones.

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