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El hombre. Cuento para padres

El Hombre. Sebastián Pereira Rodríguez, escritor uruguayo. Cuento para padres.

El hombre veía a todos los que pasaban por allí. Todos los que pasaban por allí, veían al hombre. En una mañana templada, me dirigía a mi empleo; con mi termo y mate bajo el brazo. Caminaba sin apuro.

Miraba cómo la ciudad se despertaba lentamente; las corridas a las paradas de ómnibus, los bostezos de las personas, y el rugir de los vehículos que rompían el silencio. Cuando llegué a la importante joyería en la que trabajo como guardia de seguridad, me quedé parado esperando que abrieran.

Mientras tanto me detengo a mirar a una persona; una persona que hace tiempo está frente a la joyería, y no sé por qué hoy, me llamó la atención. Este hombre vive en la esquina de una importante avenida, rodeado de enormes edificios y lujosos automóviles, lugar donde se respira riqueza. Cuando el dueño de la joyería apareció me encerré en mi cabina, y desde allí, continué observándolo con la mirada detenida en él.

Estaba amaneciendo cuando el hombre fue despertado por un perro que lamió su oreja. Aquél con su mano y un fuerte gruñir alejó al animal. Quería seguir durmiendo, pero el sol se hacía cada vez más fuerte y no tuvo otra opción que levantarse. El tiempo transcurría lento; entre gestos y un largo desperezar, se levantó y se preparó para la sobre vivencia de otro día. Lo miraba y no podía dejar de pensar. Miles de porqué se venían a mi mente, no encontraba explicaciones.

Era casi el mediodía cuando agarró sus cartones y trapos, y los puso en aquel rincón, lugar en el cual guardaba sus pertenencias, donde para muchos, “tenía sus porquerías”. Estaba listo para comenzar con su tarea; se refregó los ojos; tomó su abrigo lleno de agujeros y salió. Con sus pelos duros y los zapatos sin suela, caminaba sin importarle nada, sólo cumplía con su rutina, sin pensar en lo futuro o en el que dirán.

El hombre estaba solo, ni siquiera la soledad lo acompañaba. Desde la distancia observaba sus movimientos, los suyos, y el de las personas; trataba de no perderme detalles. El hombre con su lento caminar, se dirigió a su empleo; se dirigió a una volqueta; de allí sacaría sus alimentos para el día, o para varios días, ¡vaya a saber!… Revolvió bolsas y bolsas; sacaba papeles y desechos, pero su esfuerzo fue en vano.

Sin suerte, pero sin preocupación continuó con su búsqueda. Sin molestar a los peatones que ambulaban por la calle, caminó hacia la otra esquina, y ahí, a un costado de una columna, encontró su objetivo. Abrió una bolsa y comió restos de comida, los que por un instante, lo alimentaron, pero no lo saciaron, porque su estómago le seguía clamando. Continuó. No recuerdo cuánto tiempo llevaba mirando a este sujeto, pero me envolvió por completo; quería saber qué pensaba, conocer sus sentimientos, sus perspectivas, si es que las tenía.

De pronto una señora muy bien vestida entró a la joyería, me saludó educadamente, pero ignoró lo que sucedía a su alrededor. Cuando la señora terminó de realizar su compra, salió, y vio lo mismo que yo estaba mirando; ella sacudió su cabeza negativamente; y casi sin mirar, se subió a su costoso automóvil y se fue.

Yo sentí lo contrario cuando vi al hombre esconderse entre cartones para realizar sus necesidades biológicas, al igual que un animal. Pero más animales eran aquellas personas que no dejaban al hombre utilizar su baño, porque no lo veían como humano, lo veían… ¡vaya a saber cómo! Quizás estos lujosos negocios al permitir ingresar a una persona como ésta, perderían imagen, o tendrían quejas de su clientela; ponían por encima la ambición del capital relegando principios, desvalorizando la vida; la vida de este hombre.

Sin importarle nada, como si viviese solo en la ciudad, siguió buscando su alimento, olvidando lo realizado, porque para él es parte de su vida. Sus intentos fracasados llevaron al hombre a un kiosco; se paró a observar los artículos que se vendían, y sin poder resistir la tentación, suplicó al despachante por algo que aplacara sus ansias de comer. Pero sus palabras no fueron escuchadas. Con mucho respeto, se retiró.

Sin darse por vencido siguió con su lento caminar, deteniéndose en cada local de comidas para mirar cómo las personas saciaban sus barrigas con especialidades de la casa e imaginando poder hacer lo mismo. Sin perder la ilusión de introducir algo en su cuerpo, siguió en su búsqueda; ahora su destino fue una panadería.

El hombre con un fuerte olor a mugre, con las manos negras de costra, entró al lugar; así como lo hizo, salió; agotado, con hambre y ¡vaya a saber qué más!, volvió a su rincón. En mi cabina pensaba: “¿Y su pasado?… ¿Cómo fue?… ¿Por qué llegar a este extremo?… ¿Y su familia?…

En su retorno, algo me sorprendió, el hombre vio a una persona perder su billetera. Sus ojos se iluminaron, corrió y la tomó entre sus manos. No la abrió, sólo la miro por unos segundos y caminó hasta alcanzar al despistado; éste se sorprendió de haber extraviado su billetera, la agarró y, desconfiando del hombre, contó su dinero.

Desde la distancia que me encontraba no pude ver cuánto tenía, pero por lo que demoró en contar, supe que era bastante, y con unas simples gracias, el despistado se fue. Cuando el hombre llegó al lugar donde vivía, buscó entre sus pertenencias y sacó tres pelotitas de trapo; las guardó en su bolsillo y partió hasta el semáforo, y en cada luz roja, realizaba malabares; de esa forma lograba monedas para poder vivir. Con sus piruetas divertía a los chóferes que se detenían en aquella esquina; muchos se maravillaban del equilibrio de aquel hombre.

Era admirable el dominio que tenía; pero a la hora de recompensar el espectáculo, esos chóferes, los mismos que admiraban y se deleitaban viéndolo, se marchaban, sin darle nada, y creo que solo con una mísera moneda, acompañada de una pequeña sonrisa, cambiarían su ánimo, fortaleciendo sus ganas de seguir intentando seducir al público hostil, con el cual se enfrentaba a diario.

De repente se le acercó una persona de idénticas características, pero ésta comía un pedazo de pan. Al finalizar uno de sus malabares, se le aproximó la persona y cortando con su mano un trozo, lo convida con algo de pan que en un abrir y cerrar de ojos desapareció. Yo miraba con admiración el gesto de esa persona, que quizás tenía menos que aquel hombre, pero sin importarle, y sin pedir nada a cambio, compartía su banquete con su colega.

Así pasé parte del día observando al sujeto; era casi la tarde y algo en particular me conmovía, algo de valorar: más allá de su situación, este hombre jamás dejó de sonreír. Yo no sabía el porqué de la sonrisa en su rostro, lo miraba y no lograba entender, no tenía nada, ni motivos, pero eso parecía no molestarle, siempre estaba feliz; ¿de qué? no lo sé.

Quizás no está cuerdo – pensé. Estuvo en la esquina hasta que el sol comenzó a retirarse, y cuando lo hizo, retornó a su pocilga. La noche dijo presente, mi horario finalizaba, era hora de regresar a casa, con mi familia; pero no podía dejar de observarlo. Continuaba con un montón de preguntas, un montón de incógnitas que nunca podré entender, y para las que, quizás, nunca encontraré respuestas. La joyería cerró, el dueño se retiró junto conmigo, pero me detuve para mirar al hombre por última vez, al menos por ese día.

Él tomó sus cartones, los puso sobre el piso frío y húmedo, se recostó en ellos y se tapó con unos trapos. Así terminó un día más.

El hombre, veía a todos los que por allí pasaban, todos los que por allí pasaban, jamás lo vieron, y yo, solamente lo observé, a este hombre que no tenía más de diez años de edad .

Fin

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