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Mario, Cuco y la mata de Mangos. Página para niños. Cuento infantil. Literatura latinoamericana. Lectura infantiles.

burrito

Mario estaba cansado, puso los costales de mango en el deposito de su pequeña cabaña y pensó en recostarse un rato para descansar, había trabajado toda la mañana en su transportación de frutas al Mercado del pueblo más cercano y le dolían las piernas. Antes de irse a tomar su merecida siesta de la tarde lavó en la ponchera su cara de facciones humildes y grueso bigote con pobladas cejas oscuras. Debía darle agua y comida a su gracioso burrito de carga que le ayudaba sin quejarse todos los días. Cuco lo asistía desde temprano, cuando a mediados de las cuatro de la madrugada, ambos estaban ya listos para emprender el largo y angosto camino de tierra que atravesaba las montanas y cruzaba a través de un lugar donde crecían inmensos árboles, que algunas personas decían que estaban encantados.
Esa tarde Mario terminó de arreglar los enceres y las cajas de frutas en el deposito de la cabaña refugiada bajo las sombras de aquellos frondosos árboles de Ceiba, Cují y Jovito Silvestre, en cuyos altos copos meneados por la brisa descansaban temporalmente las aves emigrantes que viajaban de paso a otras latitudes. El apacible sitio se caracterizaba por el espeso verdor de las montañas y pintorescas áreas forestales nutridas de sol, en donde solo pocas casas componían el mínimo caserío donde no habían desconocidos. Un fino riachuelo de agua cristal bordeaba la montaña y era concebido por los niños del pueblo como su mayor diversión. Cuco bebió el agua del cubo que Mario le llenó y comenzó a comer los pajizales que tanto le gustaban, tendría el resto de la tarde y parte de la noche para descansar sus sacrificados cascos y nuevamente en la madrugada acompañaría a Mario, su amo con las pesadas cargas de mango para el mercado.

Esa tarde pasó tranquila y a punta de cinco, cuando todavía los rayos del sol pegaban blancos y aun las gallinas picoteaban el suelo, Mario se levantó de su catre despertado por unos golpes en la puerta. Era Hortensia Bracamonte, su vecina de turbante de flores, quien venía con noticias no muy buenas referente a las matas de mango que también crecían frondosas en el caserío, mismas que habían sido por años descargadas por Mario y transportados con la ayuda de Cuco al pueblo para ser vendidos.
-Un momento -dijo mientras se ponía su camisa para abrir la puerta
-Mario le traigo esto para que lo vea –dijo Hortensia cargando consigo una pequeña cesta con varios mangos recién caídos –quiero mostrarle lo que no deseo ni imaginar.
-¿De que se trata comadre? –preguntó Mario enigmado.
-Los mangales compadre, se están contaminando con gusanillo, y como dicen los que saben de eso, “En pocos años ya todas las plantas estarán contaminadas” –agregó Hortensia mostrándole unos mangos que en su tallo con la planta mostraban un polvillo blanco que en realidad era el huevo de la Anastrepa, un gusano que ya interno en la fruta la comía y podría por dentro antes de que esta llegara a madurarse completamente. Este mal tropical podría acabar en pocos años con un sembradío entero de esta fruta y esto le puso a Mario los nervios de punta ya que por mucho tiempo había sobrevivido gracias a las ventas diarias que las plantas adyacentes le propinaban.
-¿Qué vas a hacer ahora? –inquirió Hortensia
-No lo sé –contestó cabizbajo Mario sin tener el conocimiento de la cura, la técnica ni tampoco el dinero para enfrentar el problema.

Esa tarde la pasó preocupado hasta que ya en horas de la madrugada cargaba en el lomo de Cuco los dos costales de mango para irlos a llevar al pueblo. Mientras acomodaba su machete en la vaina de cuero no dejaba de pensar en el piojillo que azotaba los frutales  y se demolía los sesos pensando como se ganaría la vida en los años venideros, cuando ya la peste de la Anastrepa hubiera acabado completamente con las cosechas. Después de tomarse su guarapo de café, jaló por la cuerda a Cuco para comenzar con la travesía antes de que el sol de la mañana saludara con su brillo las cimas de las montañas. El campesino agilizó el paso y al correr del tiempo, cuando ya el alba asomaba sus tenues rayos en las neblinas frescas Mario y Cuco se encontraban en el área de los grandes árboles, la sed secaba su garganta y tomó la cantimplora que llevaba en uno de los costales, cuando bebía escuchó algo que dejó atónito sus oídos.
-¡Mario! -Le gritaron al pasar por unos troncos oscuros de cáscara gruesa. Sin embargo pensó que era su imaginación, ya que Cuco, su único acompañante no hablaba y sabía que no había nadie en las inmediaciones de esos caminos solitarios y mucho menos a esas horas. Ajustó su sombrero y continuó caminado sosteniendo en una mano la cantimplora y en la otra su machete.

Llegaron temprano al mercado, cuando todavía los vendedores ensamblaban sus kioscos. Como todos los días Lorenzo compró completo los dos costales de mango que le llevaba Mario. Después de recibir la paga y disponerse a regresar de vuelta Lorenzo puso su mano sobre el hombro del labriego.
-Se corre el rumor –le dijo- que el gusanillo anda rondando algunos conucos y déjame decirle que si eso es verdad voy a tener que dejarle de comprar sus manguitos compadre.
A Mario le temblaron las piernas, avistó sin duda de que entre los veteranos vendedores de fruta ya se sabía de la amenaza del piojillo y eso significaba dejarlo sin su único sustento que por muchos años lo había mantenido.
-Ya lo sé compadre le replicó- pero recuerde que eso tarda muchos años en hacer su efecto y para que eso pase todavía falta mucho tiempo.
-Lo sé –respondió Lorenzo- solo le quería advertir de que cuando ese momento llegue no espere que siga comprando sus mangos.
-Claro que no –asintió Mario acomodándose el sombrero y jalando la cuerda para llevarse a Cuco.

Al emprender nuevamente su regreso Mario se sentía entristecido, recordaba cuando muchos años atrás, siendo el aun un niño, su padre tuvo que emigrar a este caserío huyendo de la reproducción de la planta de la Malaleuca que fue estrechando los sembradíos de plátano y topocho del que vivían los labriegos y a los pocos años no dejó mas terreno libre para la siembra, sino para sí misma, y ahora la peste de la Anastrepa amenazaba a lo lejos con su única entrada de dinero.
Alrededor de las once de la mañana, cuando ya se adentraban en la zona encantada de enormes árboles, como le decían en el pueblo el campesino volvió a escuchar su nombre ser mencionado.
-¡Mario!
Esta vez sí se asustó, aligeró su paso y al cabo de un rato decidió subir al lomo de Cuco y mandarse a toda carrera para llegar al pueblo. Ya cuando los rayos del sol caían perpendiculares al mediodía llegaba de vuelta al caserío con los costales vacíos y un punzón de temor en el medio del pecho. Hortensia lo visitó en horas de la tarde llevándole un dulce de Majarete de coco y algunas hojas de tabaco para mascar, La única conversación que podía sostener Mario esa tarde era el inconveniente que le proporcionaba la infección de las matas de mango que lo traía con los nervios devastados. Como todos los días le dio de beber y comer a Cuco que ya reposaba amarrado bajo un verde árbol de taparo, mientras él usaba el resto de la tarde para treparse en las ramas de los mangos con el machete para recolectarlos y llenar los costales.

A punta de seis de la tarde los grillos comenzaron sus diálogos y el aire trajo consigo olor a humo de leña que Hortensia usaba para cocinar sus majaretes de coco destinados a la venta. Los tripones aun revoloteaban en el riachuelo y al cabo de un rato el manto oscuro de la noche traía la visita de los mosquitos fastidiosos.

La noche pasó fresca y antes del gallo cantar ya Mario montaba sobre el lomo de su burro los dos costales de mango. Bebió su guarapo caliente de café y comenzó su travesía al lejano mercado. Al cruzar el camino podía ver con claridad el destello de las luciérnagas jugando a su paso y escuchar el lamento de las ranas que comenzaban a cantar. Al cabo de un buen rato ya se acercaban a la zona de los árboles gigantes y Mario se tornó nervioso. No quería escuchar nuevamente su nombre pronunciado, sin embargo mucho más adelante en el camino, cuando marchaba ya distraído pensando en su problema, nuevamente su nombre sorprendió sus oídos.
-¡Mario! –escuchó otra vez. El campesino miró a los lados y no vio a nadie, solo los oscurecidos tallos de los enormes árboles que se erguían impetuosos al pie del camino. El miedo volvió a embargar sus piernas y tirando duro de la cuerda obligó a Cuco a aligerar su cabalgar. Cuando el alba se presentaba en el cielo como un gran paisaje ya Mario y Cuco arremetían en las inmediaciones del mercado.

La venta fue satisfactoria, aprovechó su estancia en el pueblo para hacer su pequeño mercado y comprar los enceres para los majaretes de Hortensia, también llevó mantequilla, panela y café en grano. Cuando llegaron las siete de la mañana todavía Mario se hacia el loco para no internarse en el verdor del camino. Quería que el sol pegara fuerte para no encontrarse con la misteriosa voz que pronunciaba su nombre, continuó su humilde adquisición de bastimento y cuando ya pegaban las ocho dio de beber al asno para comenzar nuevamente su viaje de retorno.

Al entrar del camino una suave brisa barría los cañizales y uno que otro pájaro trepados en las ramas lanzaban sus cantos de guacharaca. Mario se adentró en la ruta que mientras más profunda se hacía más penetraba en el verde follaje y en las sombras oscuras de las ramas. Cuco no se quejó aunque trabajaba arduamente sabía que contaba con un amo considerado que en vez de montarse en su lomo prefería jalarlo por la cuerda para no aumentar su fatiga. Al cabo de un buen rato ya habían avanzado una cuesta grande desde que comenzaron la caminata de vuelta y cuando ya se acercaba el mediodía Mario pisaba la región de los árboles gigantes. Sus copos bailaban en las alturas como buscando el sol y sus raíces salían de la tierra cual culebras gigantes. Una ráfaga de viento intempestiva movió las ramas procurando un silbido que sonaba como llantos lejanos. Mario se acomodó el sombrero, quería pasar rápido por el lugar ya que no estaba dispuesto a volver escuchar su nombre  proveniente quien sabe de donde. Apresuró a la bestia y cuando ya pisaba el comienzo de una curva en el camino un hilo de voz llegó a sus oídos.
-¡Mario! ¿Es que nunca me vas a prestar atención? –oyó-
El campesino volteó incrédulo, no solo había escuchado su nombre sino que también le formularon una pregunta. Sus pasos comenzaron a ser cada vez mas cortos y para la segunda intervención de la misteriosa voz Mario se detuvo.
-Te he visto pasar por mucho tiempo con tu burrito y dos costales de mango –escuchó el labriego incrédulo, pensó que talvez se trataba de una broma o quien sabe si de un espanto que solitario deambulaba en lamento por la zona que la gente solía decir que estaba encantada. Finalmente un poco temeroso, quitándose el sombrero aquel hombre preguntó.
-¿Quién eres? ¿Porqué no te veo? –exclamó, lanzando su vista a los alrededores
-¿Cómo que no me ves? –respondió la voz- ¿Es que acaso no soy suficientemente alta y grande para no ser captada por tu visión?  ¡Soy yo Mario! –le dijo-  Te habla el inmenso árbol de mango que tienes frente a ti.
Mario se impresionó, levantó su vista y contempló la portentosa planta de tallo descascarado y fuertes ramas.
-Sé que eres un hombre honesto y trabajador –continuó- y durante muchos años te has ganado la vida junto con tu burrito cargado de mangos y por eso te he tomado mucho aprecio. Pero hoy necesito hablarte porque requiero un gran favor tuyo –confesó la planta- Un favor que quiero que lleves a efecto hoy mismo.
Mario estaba boquiabierto, todavía dudaba que un árbol tuviera la capacidad de comunicarse con él verbalmente, pero sin embargo continuó prestando su completa atención.
-Empuña tu machete –ordenó- y corta una rama grande de mí y hoy mismo la sembrarás cerca de tu casa junto a una buena semilla de las plantas de mango que crecen en tu zona. La regaras todos los días y luego volveré a hablarte en varios años, por ahora cumple con lo que te dije y no temas en hacerme daño.
Mario no titubeó en su orden, acomodó el machete en su cintura y procedió a trepar aquel inmenso árbol que a pesar de no poseer frutas sin duda era una manga gigante. Al divisar una buena y frondosa pieza Mario empezó a machetearla hasta cortar con el filo la rama que cayó al suelo, sin perder tiempo el labriego bajó y podó las hojas y montó el palo sobre el lomo de Cuco, hizo una reverencia al árbol y acomodando su sombrero procedió a continuar su camino.

Ya estando de regreso en el caserío no perdió tiempo en buscar una buena y sana semilla perteneciente a los otros árboles y sembrarla con la rama justo detrás de su cabaña no lejos del riachuelo. Debía regarla todos los días como lo había indicado la enorme Manjifera índica.

El fin de semana cayó como un manto fresco sobre el caserío, espantando las moscas y alborotando las ranas. Mario y Cuco no viajaban los Sábados ni tampoco los Domingos y este los aprovechaba para dedicarse a hacer los dulces de Majarete de coco con Hortensia y a confeccionar los tabacos que eventualmente llevaba al mercado a vender junto con su principal producto que era el mango. Laboraron todo el día y ya en la tarde del Domingo pudo descansar y dormir un rato. Mañana en la madrugada comenzaría nuevamente su faena. Al llegar la noche dio de comer y beber a Cuco, su fiel aliado y procedió a regar la recién plantada semilla junto con su palo.

La mañana amaneció friolenta y neblinosa y esta no se disiparía sino para cuando estuvieran llegando ya al pueblo. Terminó de beber su café aguarapado, trepó sobre Cuco sus costales y emprendió camino con su manta campesina en los hombros para evitar el frió, ya se la quitaría mas adelante cuando la neblina se hubiera disipado. Al pasar por el bosque encantado esperó a que la gran planta le hablara, pero esto no sucedió y lo mismo ocurrió en el viaje de regreso, toda esa semana extrañó las mentadas de su nombre al pasar frente al árbol y dos meses mas tarde, cuando el verano había disipado las neblinas y aclarado las sombras en las madrugadas, Mario se dio cuenta en uno de sus viajes que las hojas de la manga se tornaban marrones. No pasaron muchas semanas para que el campesino se percatara, que el inmenso árbol que una vez fue verde y robusto había declinado, hasta convertirse en un tronco seco y pelado cuyo descascarado tallo se tornaba frágil y deshidratado al igual que sus inmensas raíces y cayó en cuenta que aquel árbol estaba muerto. Se había secado en tan pocas semanas. Mario sintió pena por este y su corazón se arrugó de tristeza al saber que nunca mas escucharía su voz a pesar de haberle prometido que le hablaría de nuevo. Se quitó el sombrero he hizo una reverencia para después seguir su camino.
Al llegar a casa alrededor de las dos de la tarde le dio de beber a Cuco que ya el cansancio agotaba, guardó su machete y fue al patio a regar el palo. Al acercarse a este con el cubo de agua en la mano, se dio cuenta que de su tronco se asomaba una tierna y verde hojita cuyo claro color delataba que las otras no tardarían en brotar. El corazón de Mario latió duro, con fuerte alegría y un brillo de nostalgia se denotó en sus ojos, volvía a sentir pena por el gran árbol del camino que ahora era solo un tronco seco. Se quito el sombrero he hizo su acostumbrada reverencia para mas tarde atender a Hortensia que llegaba con las poncheras de hojas para ocuparse junto con él a confeccionar los tabacos.

Las lluvias de ese año llegaron en Abril pero sin embargo no detuvieron nunca las tareas de Mario, quien usaba su poncho plástico y cubría su burrito con un manto de hule para evitar que se empapara. Habían pasado ya tres inviernos a partir de la siembra de la semilla y ya la planta se había convertido en un árbol frondoso y saludable que cubría con su sombra la cabaña del labriego, al pasar de los meses la lluvia menguó, pero esta había favorecido en gran parte las cosechas adyacentes.
Esa mañana Mario partió temprano con sus mangos al pueblo para su venta acostumbrada en el mercado, ya no tenía que usar el poncho plástico, pues el ambiente estaba seco y los grillos volvían a formar sus cantos taciturnos. Al llegar al pueblo con el alba se dirigió al mercado a descargar sus costales al kiosco de Lorenzo, sin embargo notó a este un poco impaciente. No obstante Lorenzo había sido generoso con él durante todas estas semanas a pesar de que ya los mangos no se veían de optima calidad, pero el mercader consideraba que era hora de hablar.
-Mario –le dijo- ya los mangos están llegando con las plumillas blancas y la gente comenzó a quejarse de que están podridos por dentro –le explicó- lo siento compadre –dijo poniendo su mano en el hombro del labriego- pero no puedo aceptar mas su mercancía, estos son los últimos costales –sentenció-
El campesino tembló, sabía que las ventas eventuales de tabaco y dulces de majarete de coco no eran suficientes para su manutención y mucho menos cuando le entregaba la mitad de esas ganancias a su socia y solo contaba con la venta de mangos para ventilar sus propios gastos.

En el camino de vuelta Mario se sentía triste. Su corazón estaba acongojado, no sabía que inventar para suplantar las ganancias que le proporcionaban los mangos y al llegar al pueblo fue directo a su catre, debía descansar y pensar un poco en como resolvería su problema. Con ese torbellino dando vueltas en su cabeza y sus piernas cansadas por el caminar el campesino se fue quedando placidamente dormido…
-¡Mario!… –escuchó el labriego quien levantó su cabeza repentinamente, había oído su nombre a través de la ventana de su cuarto que daba hacia el patio donde pasaba el riachuelo, pensó que era su sueño y volvió a posar su cabeza en la almohada.
-¡Mario!… –volvió a escuchar y de un brinco se levantó de la cama, sentía aquella peculiar voz muy familiar y podría jurar que la había escuchado antes. Sabía que no era Hortensia y caminó hacia la ventana para quedar con la boca abierta al percatarse de que el árbol de mango se había hecho inmenso. De tallo robusto y fuertes raíces y que de sus altas ramas guindaban sus numerosos frutos brillantes y sanos que caían al suelo rozagantes y limpios.
-¡Esto no puede ser! –exclamó Mario-
-Sí que puede ser –le contestó la planta- Soy yo Mario tu amigo del camino. Tu me salvaste la vida cortándome una rama antes de yo morir y ahora he retoñado gracias a ti. Tu me sembraste y me regaste y en agradecimiento seguiré dándote todos los mangos sanos que quieras durante muchos años.
El campesino sonrió de alegría, su corazón se infló de felicidad al comprender que quien le hablaba era su viejo amigo a quien creía muerto. Aquel que una vez le prometió que le hablaría de nuevo y sin duda ahora lo cumplía. Corriendo salió al patio y fue a la carrera en busca de su burro para mostrarle la planta que había crecido fuerte. Los dos contemplaron con orgullo el inmenso árbol de robustas raíces y tallo ancho, una planta sana, inmune al gusanillo de la Anastrepa que hinchaba de esperanza y felicidad a un humilde campesino llamado Mario y a Cuco, su incansable burrito trabajador.

Fin

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