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A través de la pared. Fernando José Palacios León, escritor español. Cuento para padres. Ilustración a cargo de María Sanz.

Por los corredores ibas hacia la habitación a través de cuya pared él estudiaba, y allí solo y a oscuras, profundamente atraído mas sin saber porqué, escuchabas aquellas frases lánguidas de tan penetrante melancolía, que llamaban y hablaban a tu alma infantil evocándole un pasado y un futuro igualmente desconocidos"

El piano Luis Cernuda

A través de la pared

A través de la pared - Cuento largo

A través de la pared Lorenzo tocaba el piano con la tranquilidad con la que cae la nieve, improvisando un acompañamiento de tonos menores, como si quisiera reflejar en aquellos acordes su propia soledad adolescente junto al gris de la tarde de Octubre, que podía verse caer a lejos a través de la ventana de su cuarto. La música que abrazaba el aire de la habitación y el alma de Lorenzo, resguardada siempre en las notas más graves del piano, atravesaba las paredes, llegando como se da la mañana sobre los campos, al piso de arriba, donde vivía Luz.

Como cada vez que Lorenzo se sentaba al piano y comenzaba a tocar, Luz dejaba todo cuando estuviera haciendo, y corría como una niña a cerrar la puerta de su cuarto para sentarse a escuchar tocar a Lorenzo, pegando el oído derecho a la fría y blanca pared, sonriendo como quien pudiese comprender la magia. De la misma forma que Lorenzo refugiaba su alma en aquella música, sin saberlo, cubría a Luz de sensaciones desconocidas para ella misma, que parecían hablarle del color oscuro de la noche, del porqué de la luz de las estrellas y la clave de un secreto impronunciable que no compartía la naturaleza de las palabras.

¿Qué clase de criatura era capaz de hacer sonar una música tan hermosa, tan sobrecogedora? A Luz le resultaba increíble que aquellas armonías tuvieran su origen en las manos de un ser humano. Jamás había visto a Lorenzo en persona, conocía su nombre por la etiqueta del buzón del portal. Al parecer vivía solo con su madre o con una tía suya, el apellido de un hombre desconocido acompañaba al nombre del chico, y luego sí, coincidía el Rodríguez con el Rodríguez de la mujer de la etiqueta, de lo que Luz dedujo que a lo mejor él vivía con una tía suya...

Cuántas veces había mirado su nombre tallado en la dorada etiqueta del buzón, pronunciándolo en una voz imperceptible al pasar como el ruido que hace quien come un caramelo. Lorenzo andaba cerca de cumplir los diecisiete años, y desde muy pequeño, como decía él, había perdido las tardes enteras en el conservatorio.

Mientras los demás niños bajaban a jugar al parque con sus madres o sus niñeras, él los miraba de camino a las clases de solfeo y de piano, que se impartían en los locales de un antiguo centro comercial con las columnas oxidadas por el paso de los años y los veranos al sol. En lugar de bajar a la calle con un balón de fútbol desconchado y descosido dando saltos y gritos, él abrazaba la negra carpeta de cuero donde guardaba las partituras, caminando deprisa con dirección al conservatorio.

Carpeta que durante el invierno, cuando se enfriaba por el camino, utilizaba para refrescar sus mejillas durante el estudio de alguna pieza complicada. Lorenzo, en el fondo, no envidiaba para nada al resto de los niños, pues cuando dejaba atrás la calle y los parques entrando a sus clases de piano, su corazón latía de alegría entremezclándose con la música de los violines y las violas, las mandolinas y las guitarras, que se enseñaba en las aulas de al lado y que él atravesaba sonriendo, como si atravesara descalzo un bosque de belleza, hasta llegar a la sala del piano blanco donde le esperaba Don Diego, su profesor de música.

Lorenzo tenía la suerte o la desgracia de ser el único alumno del pequeño conservatorio que se había especializado en piano. Don Diego tenía muchas esperanzas puestas en él, y tanto era así, que le exigía mucho más a Lorenzo que al resto de sus alumnos, preparándole para conciertos y certámenes. El chico tenía un talento innato para predecir las secuencias de acordes y las melodías, de manera que aprendía más rápido que el resto de los niños de su edad. Apenas dio en total dos o tres cursos de solfeo y armonía, lo que para otros niños era un proceso complicado y aburrido a través de los años, para él era un proceso lógico y natural. Otra cosa era sentarse al piano y ejecutar lo escrito en los pentagramas, para eso estaba Don Diego con él cinco horas diarias.

De cuatro de la tarde a nueve de la noche, con dos descansos de quince minutos para tomar un batido, una chocolatina o el bocata que se hubiera traído de casa. Don Diego era la persona que más tiempo había pasado junto a Lorenzo, lo conocía y lo quería como si fuera un hijo propio, lo había visto crecer frente al piano blanco y muchas tardes, viéndolo concentrado estudiando las distintas partes de una pieza de Bach o de Beethoven, pensaba en el día en que no tuviera que darle más clases, y miraba al fondo de la pared del aula como si ya pudiera sentirse solo. Toda la belleza y sensibilidad que era capaz de transmitir Lorenzo sentado al piano, se terminaba al levantarse de él, pues Lorenzo desde siempre había sido un niño desprovisto de cualquier hermosura física.

Todo en él era desmesuradamente desproporcionado, tenía las piernas cortas y los brazos largos, las orejas grandes y los ojos pequeños acompañados o, siendo fiel a la verdad, mal acompañados por unas enormes cejas. Una nariz mínima daba lugar a una boca inmensa de dientes torcidos, y su pelo, su pelo era de esa naturaleza inlavable y grasa, a ratos lisa y a ratos rizada que le daba un aire de recién levantado a todas horas. Nunca aprendió bien a caminar, parecía que se le fueran a desmontar los huesos cada vez que daba un paso, era como si siempre fuera con prisa y de puntillas. Los adultos, como la joven secretaria del conservatorio detrás de su enorme mesa de madera, lo miraban con lástima, y los niños no habían cesado un solo día de reírse a costa suya, tanto era así que en el colegio nunca le llamaron por su nombre, si no que directamente le decían El feo.

Nunca le invitaron a un cumpleaños, ni trabó más amistad que con Don Diego, si pasaba por un pasillo despertaba las risas y los dedos índices de los demás y con los años, acabó por refugiarse tanto en sus estudios de música, que muchas mañanas desaparecía de las clases de instituto sin decir una palabra, para encerrarse con tal o cual obra de Schumann o de Schubert en su habitación, que en ese momento le hubieran venido a la memoria.

–Lorenzo, deberías salir un poco, por lo menos a que te diera el aire. No tiene que ser bueno pasar tanto tiempo encerrado en la habitación con el piano, me tienes preocupada–le decía siempre Emilia, su tía, antes de servirle la comida.

– ¿Adónde y con quién? Tía. Soy feo, sé realista, nadie quiere ir por la calle con un feo–respondía Lorenzo como cada día.

–Pues conmigo mismamente, Lorenzo–le respondía ella.

– ¿Para qué? ¿Para que veas cómo se ríen de mí y me dé todavía más vergüenza porque vienes tú? No hace falta, son muchos años ya aguantando insultos, risas y caras de asco. Ya, si te digo la verdad, ni me molestan, todo el mundo es igual en el fondo. Si yo fuera más guapo, seguramente me reiría de mí también. La música es el único lugar donde puedo ser yo mismo, al piano le da igual quien lo toque.

–Yo lo que no quiero es que tú estés mal, ya lo sabes. De todas formas yo no te veo tan feo–decía Emilia girando la cabeza, como renegando de toda la gente que se metía con Lorenzo.

–Será que estás acostumbrada, como los que trabajan haciendo autopsias.

–No exageres, anda y come algo. Yo me tengo que ir a trabajar en un rato, ¿quieres que te traiga algo de la calle?

–Las partituras que necesito las tengo en casa.

–Me refería a si te hace falta algo más. – ¿Una careta? A veces creo que mis padres se mataron en aquel coche por no verme más la cara.

– ¡Lorenzo, por favor! Luz seguía sentada con la cabeza pegada a la pared como quien escucha una conversación secreta, dejando que la música hilvanase sus pensamientos inconscientemente. Un sentimiento de melancolía viajaba desde el corazón de Lorenzo a sus manos, de sus manos al piano, del piano a las paredes, de las paredes al oído de Luz, y en su interior, Luz sentía que recordaba sin lograr asociar una sola imagen a aquellas sensaciones, como un niño que cerrase los ojos al sol e inundase de rojo su mirada.

Amaba aquella música, aquella forma de tocar y de convertir el tiempo y el espacio en una construcción hermosa y perceptible. Si Lorenzo aceleraba los arpegios del acompañamiento con su mano izquierda, Luz creía sentir que se le elevaba el alma, y si alguna nota aguda daba respuesta a las notas graves, era para ella como si pudiese llover sobre su corazón, como llovía aquella tarde sobre la ciudad. La música era una cuerda invisible que unía a ambos cuerpos, y los mantenía juntos en una compañía ausente.

Lorenzo hablaba consigo mismo a través de la música, construía un refugio para todo aquello que no podía ser, y como un escultor talla una columna, él buscaba a través de las notas la propia tranquilidad de su ser. Cada tarde al piano era una conjunción de todos los años anteriores, su memoria recogía las voces de otras piezas y enlazaba unas con otras, del mismo modo que las ramas de enredadera suben trepando por los muros Como si los conocieran de antemano. Así se iba perdiendo de Chopin a Albéniz, de Tschaikovsky al maestro Rodrigo, con una cadencia propia, como el verde de los prados a la paleta de un pintor. Cuando cesaba la música, Luz se quedaba todavía un rato con la cabeza contra la pared, como quien no cesa de aplaudir en el teatro para que no termine la función. Al separarse de la pared, acariciaba con la mano el muro caliente, y se imaginaba a Lorenzo al otro lado del suelo.

¡Qué maravilla poder tocar así! ¡Poder decirse de aquella forma! Si pudiera conocerlo... El mero hecho de imaginarse llamando al timbre de la puerta de la casa donde vivía Lorenzo ruborizaba a Luz repentinamente, y ponía en sus ojos un temblor de emoción y de miedo, como el de aquellas personas que conocen a sus ídolos. Tras la música el silencio se tornaba pesado rodeando a Lorenzo.

Él miraba el reflejo de su rostro en la tapa del piano, apoyando ambas manos contra la tapa, como si cerrase el ataúd de una persona a la que hubiera querido mucho. Pensaba a diario en sus padres, aunque nunca se lo decía a su tía Emilia. Apenas recordaba sus rostros, pero era capaz en su interior de reproducir sus voces con la mayor de las claridades. La voz de su madre llamándole a lo lejos de un pasillo, el ¿Hay alguien en casa? con el que su padre adornaba cómicamente su llegada del trabajo... Mucho peor para Lorenzo que saberse feo, era en su pecho la palabra huérfano. Muchas noches soñaba con aquella palabra, ora le obligaban a repetirla para escapar de un sitio, ora alguien le hacía rellenar formularios donde siempre tenía que escribir huérfano de padre y madre. La tarde que ocurrió el accidente él tenía seis años, un soleado día del mes de Junio, la luz del sol cegando los ojos de su padre y un camión de bomberos que no debía de estar en aquel lugar. Un estruendo acabó con la vida de la pareja.

Nadie fue a buscarle al conservatorio, pasó la noche en casa de Don Diego, hasta que su tía pasó a buscarlo al día siguiente, para siempre el día siguiente. Aquella mañana no fue al colegio, aquella mañana no fue al colegio pero hubiera preferido ir.

–¿Dónde están mamá y papá? ¿Por qué no vinieron a buscarme ayer? Tita dime algo, ¿por qué lloras?

–Eres un chico muy inteligente, Lorenzo, sé que algún día me perdonarás lo que hoy voy a decirte. Prefiero que lo sepas a mentirte. ¿Verdad?–dijo Emilia abrazando al niño contra su pecho.

– ¿Qué pasa tita, por qué me abrazas así? Dime ya qué pasa. –Tus padres no van a poder irte a buscar más, Lorenzo–dijo Emilia tras guardar un momento de silencio.

–Pero, ¿por qué? –Ayer. Ayer cuando iban de camino a casa después de comprar tuvieron un accidente con el coche, y... Y... Y...

– ¿Y les ha pasado algo? ¿Qué les ha pasado?

–Han fallecido, hijo mío. – ¿Qué es fallecer?–preguntó Lorenzo clavando la mirada a Emilia con preocupación.

–Fallecer es morir, Lorenzo. Los dos han muerto, los dos juntos, fíjate si se querían. Los dos...–dijo Emilia estallando de dolor y abrazándolo tan fuerte que lo asustó, tanto que era incapaz de asimilar lo que le había dicho su tía, viéndola en aquel estado y sintiéndose tan violentamente estrechado.

–Tita, no llores, no pasa nada. Lorenzo había aprendido a vivir solo en compañía de su tía, que gastó casi todos sus ahorros y la herencia de sus padres en comprarle el mejor piano que vendían en la ciudad, un Steinway traído de Alemania, de la ciudad de Hamburgo. Había pasado tantas tardes de fin de semana solo, estudiando música, mirando desde la habitación por la ventana de su cuarto, leyendo biografías de músicos y libros de teoría musical, que no se recordaba a sí mismo haciendo otra cosa. Lorenzo no podía concebir un día de su vida sin música, sería sencillo decir que la música era todo para él.

La música era su familia, la pasión de su vida, algo tan natural y tan necesario como respirar o dormir a diario. Una necesidad vital enquistada tan dentro de sí mismo, que en ocasiones pensaba que de no haber existido la música nunca, él hubiera sido incapaz de haber tenido algo que hacer en el mundo. Había alcanzado la capacidad de visualizar el ritmo, y de encontrar en la forma de los objetos una armonía melódica que trasladaba al piano, de manera que dependiendo de lo que viera desde su ventana, interpretaba unos u otros fragmentos de música improvisados que retrataban los instantes. Si en la calle de abajo los coches aparecían atascados ante un semáforo, él interpretaba una melodía pesada y tediosa, que en su imaginación tiznaba del mismo color rojo que la luz que detenía a los conductores.

Si pasaban niños corriendo, ejecutaba una alegre melodía aguda, como de caja de música acelerada, que era capaz de hacer sonreír a la persona más seria del mundo. Nunca escribía estas músicas, si no que las visualizaba interiormente y las trasladaba al piano, lo mismo que un pájaro transforma el aire que respira en canto. Habría de inventarse un nuevo mito, como el de los Centauros, para explicar y comprender esta simbiosis entre Lorenzo y su piano. Luz era también joven, acababa de cumplir dieciséis años, y adoraba la música porque nunca había conseguido comprender cómo se tocaba un instrumento.

Sus numerosos intentos a través de los años fueron en vano, para ella la música era un jeroglífico indescifrable y al mismo tiempo hermoso, como quien escucha un idioma que no conoce y sin embargo le resulta agradable y armónico a su conciencia. La joven yacía tumbada boca arriba en la cama, con la mirada luchando contra su propio miedo, intentando convencerse de bajar a ver a Lorenzo, tratando de hallar la excusa más convincente y mejor argumentada que le permitiera conocerlo, ver su habitación y el maravilloso piano que hacía sonar. Pero qué decirle si él abriese la puerta...

Hola soy Luz, estoy enamorada de tu música y de tu forma de tocar, llevo años acurrucándome en la cama y pegando la oreja a la pared para escucharte mejor. ¿Me dejas pasar? No, eso no podía decírselo. Nunca se puede decir la verdad tan directamente, se puede escuchar a través de la pared en secreto durante años, pero no decirlo, no revelarlo, las palabras no soportan tanta verdad, las palabras y la verdad son el caudal de un río de riberas estrechas. Cómo presentarse de repente ante él...

Podría bajar con una partitura y pedirle que la tocara, así tendrían al menos algo a lo que dirigir la atención, y a Lorenzo seguro que no le importaría porque adoraba la música, debía de adorarla si tocaba así. Luz se puso en pie y salió al salón, y se dirigió a sus padres interrumpiendo la película que estaban viendo, como solían hacer cada sábado por la tarde: –

Perdonad que os moleste, podéis parar la película un momento.

– ¿Qué quieres, Luz, qué pasa?–dijo la madre, una mujer que no llegaba a los cuarenta años, tapada con una manta y con las rodillas dobladas como un signo de interrogación.

– ¿Cómo se llamaba vuestra canción favorita, esa que te escribió papá detrás de una foto vuestra? –Se llama Lovesong y es de un grupo que se llama The Cure, tú madre y yo nos conocimos en un concierto de ese grupo–dijo el padre casi sin que Luz terminase la pregunta.

–Gracias. Podéis seguir viendo la película.

– ¿Por qué nos lo has preguntado?–dijo la madre incorporando el cuerpo para esperar la respuesta.

–No, por nada. Es que quería buscarla en internet, me gusta esa canción y no conocía el título. –Pues sí, se llama Lovesong y es mi canción favorita. Tiene una de las letras más bonitas que jamás podrás encontrar en otra canción. Si puedes escúchala con la letra delante, se disfruta mucho más.

–Vale, os dejo. Luz abandonó el salón, y dejó a sus padres mirándose antes de volver a poner la película, parecían recordarse a sí mismos, cristalizados en aquel momento de la foto y el día en que se conocieron. De nuevo en su cuarto Luz encendió el ordenador, y mientras esperaba que se pusiera en marcha, escribió el título de la canción y del grupo en un post–it que pegó en una de las esquinas del monitor para no olvidarlo. Ambos nombres, tanto el del grupo, como el de la canción le parecieron simples, y sin embargo, hermosísimos.

Buscó la partitura en internet, para encontrarla en su versión de piano tuvo que pagar algo menos de cuatro euros por descargarla. No le importó, la imprimiría y la tendría para siempre, podría ponerle un marco y regalársela a sus padres el día de su aniversario. ¿Qué eran cuatro euros, comparados con aquel momento? ¿No era ella posible de algún modo gracias a aquella canción? Cuando terminó de imprimirla miró el pentagrama con las notas musicales, había diferentes líneas, unas muy emborronadas y otras con notas que parecían ser la letra de la melodía de la canción, separada por sílabas.

No comprendía nada de aquel montón de signos, aun así le resultaban agradables y ordenados. Dejó los cinco folios encima de la cama y decidió que sí, que aquella tarde de sábado sería la tarde en que bajaría a ver a Lorenzo después de todo. Un sentimiento de seguridad recorrió su cuerpo al ver los folios ordenados en fila sobre el edredón. Lorenzo, un piso más abajo, leía sentado en la mecedora de mimbre de su cuarto por enésima vez el libro de Teoría Musical y Armonía de Enric Herrera.

Se lo sabía de memoria, pero para Lorenzo era como esos libros que los niños no pueden dejar de leer y manosear porque les llame la atención los dibujos, o porque de tanto tenerlo en las manos se les llegue a tomar cariño a las páginas desgastadas. Lo leía a saltos, abriéndolo al azar, o buscando en el índice un tema que le llamase la atención. La lectura para Lorenzo requería una cantidad de costumbres que se iban sedimentando a lo largo del tiempo, sumándose unas a otras, sin saber exactamente el porqué de ninguna de ellas.

Cerraba la cortina de su cuarto, encendía la luz de un lamparón enorme que iluminaba toda la habitación, como si fuera el estudio de un arquitecto; se descalzaba de zapatos y se remangaba el jersey, calentaba una taza de té que se bebía al final de la lectura, pero que adornaba deliciosamente el aire de la habitación con su vapor y su aroma; y lo más importante de todo, tenía que coger su bolígrafo de apuntar, un bic naranja, con el que jugaba a darse en los dedos pulgar y meñique, moviéndolo a un ritmo constante mientras leía, que podía verse alterado según el interés que suscitase en su interior un párrafo u otro del autor.

Sumido en la lectura y en el tarareo interior de una sinfonía de Brahms, sonó el timbre por primera vez en muchos años. – ¿Quién será?–pronunció Lorenzo algo asustado, poniéndose de pie y dejando el libro encima de la mesa. Acercándose a la puerta asomó el ojo por la mirilla, al otro lado Luz veía como el ojo de Lorenzo cubría el redondo cristal y se quedó petrificada sin saber qué decir, Lorenzo también guardaba silencio, esperando que la figura femenina reaccionase de alguna forma.

Al cabo de treinta segundos de espera, Luz se giró mirando de nuevo, antes de marcharse del todo, a la mirilla coloreada con el marrón del iris de Lorenzo. Él seguía observando a través del cristal sin decir palabra, como si no hubiera nadie en casa. A medio camino del piso de arriba, en la escalera, Luz decidió volver a llamar de nuevo. Después de tantos años de espera el mágico momento estaba a punto de ocurrir delante de ella, y no quería dejarlo pasar. Ya sólo una puerta los separaba.

Regresó bajando los escalones de espaldas, como si esa extraña y tranquila forma de bajarlos pudiera infundirle todavía más valor para tocar el timbre de nuevo. Lorenzo seguía mirando por la mirilla cuando Luz se acercó a tocar el timbre por segunda vez, su ojo se fijó esta vez en cómo ella iba vestida. Unos pantalones oscuros, que parecían ser de tela, y una camiseta de color morado con una enorme margarita en el pecho cubrían el cuerpo de la joven.

–Lorenzo, soy Luz. Soy vecina tuya, ¿puedes abrirme?–dijo Luz, sintiendo la fuerza de su corazón latiendo en el pecho.

– ¿Qué quieres? ¿Te molesta el piano? Si quieres toco más bajito, o directamente hoy no toco más–dijo Lorenzo apartando el ojo de la mirilla, hablando con la puerta.

–No, no es eso. Al revés, me gusta que toques. ¿Podrías tocar esta partitura que he traído? Ya sé que no me conoces, pero me gustaría presentarme, y así a través de la puerta es un poco difícil–dijo Luz mirando temblar las partituras en su mano.

–Está bien, pásamelas por debajo de la puerta.

– ¿No me vas a abrir?

–No–dijo Lorenzo apoyando la mano derecha en la puerta.

– ¿Por qué, Lorenzo?

– ¿Cómo sabes mi nombre?

–Lo pone en el buzón–dijo Luz, intentando encontrar algún motivo que le explicase por qué Lorenzo no quería abrirle.

–Si te abro, te reirás, te acabarás marchando y no querrás volver a saber nada más de mí–dijo Lorenzo mirando al suelo.

–No voy a hacer eso. Es la primera vez que bajo a pedirte que toques algo, llevo escuchándote tocar años enteros. Aunque sólo sea por ver el piano en el que tocas me gustaría entrar.

–Es un Steinway, si quieres te digo el modelo y lo miras en internet.

–No quiero verlo por internet, quiero verlo en persona. Aunque sólo sea por la cantidad de tardes que no me has dejado estudiar con la música, Lorenzo...

–Que no. No te abro. ¿Cómo te llamas?

–Me llamo Luz. Y vivo justo un piso más arriba, mi habitación y la habitación del piano debe ser justo la misma.

–Tienes un nombre muy bonito.

–Gracias... ¿Me vas a abrir la puerta o no?

–No sé por qué quieres verme, nadie querría verme, Luz.

–Pues yo sí que quiero verte. Además me gustaría que tocases esta partitura que he comprado hoy, si me abres te la regalo.

– ¿Qué es?

–Es una canción de The Cure.

– ¿Qué compositor es ese? ¿De dónde es? ¿De qué época?

–No es un compositor, es un grupo de música de los años ochenta. ¿No los conoces?

–No tengo mucha idea de ese tipo de música. ¿A ti te gustan?

–Bueno, a mí sí, sobre todo a mis padres. Esta canción me gusta en especial y me gustaría que la tocases tú en tu piano.

–Pues pásame las partituras por debajo de la puerta.

–No, ábreme y te las doy.

–No voy a abrirte Luz, te irías y no volverías nunca más.

–Pero... ¿Por qué? Llevo un rato hablando contigo desde detrás de la puerta y no me he ido.

–Te abro con una condición. –Dime... –Que jamás le cuentes a nadie que me has visto, y que has estado aquí conmigo.

–Me estás asustando, si vas a hacerme daño me voy. ¿No serás un loco, o un depravado?

–No es eso. Es que seguro que acabas riéndote de mí, y contándole a todo el mundo cómo soy cuando me veas...

–No será para tanto. –Mejor no te abro, vete a casa y no vuelvas Luz. No quiero que estropees la imagen que te hayas hecho de mí en tus pensamientos. Seguro que soy mucho mejor a través de la pared.

–Quieres dejar de decir tonterías, ábreme de una vez. No te hagas tanto el interesante. Ni me voy a reír de ti, ni voy a acabar contándole a nadie nada sobre ti–dijo Luz, tomando en su interior a Lorenzo sólo por un chico demasiado tímido.

Tras un silencio de diez segundos Lorenzo giró el pomo de la puerta y la abrió. Poco a poco se iba dibujando, tras el umbral, el interior de la casa. Una pared blanca, el marco de una puerta del salón, un florero verde sobre una mesa... Y a mitad del recorrido Luz se encontró con el rostro cabizbajo, decepcionado y tímido de Lorenzo que miraba al suelo avergonzado de sí mismo y de su aspecto, como alguien que apareciera desnudo en mitad de una misa.

–Ves. Esto es lo que no quería que tú vieras. Luz quedó atónita al contemplar la fealdad de Lorenzo, la falta de simetría en su rostro, la complicación de los dientes en sus labios y el extraño conjunto que conformaba su presencia. No se parecía en nada a la imagen de sus pensamientos, era más bien el antónimo de la belleza de aquellas músicas que viajaban de casa a casa por el aire.

Ella no sabía qué hacer, pensó en salir corriendo y no volver a verle en la vida, Lorenzo era tan feo que asustaba el alma. A pesar de ello Luz quiso enfrentar su miedo ante la deformidad física con la música que él era capaz de recrear con sus manos.

–Hola. Me llamo Luz.

–Ya sabemos cómo nos llamamos–dijo Lorenzo siendo incapaz de levantar la mirada.

– ¿Te apetece tocar la canción? Si te molesto me voy a casa, no sé si ha sido una buena idea bajar.

– ¿Tan pronto te arrepientes de haber bajado?–dijo Lorenzo mirando frente a frente a Luz, a él ella le pareció el ser más hermoso que había tenido delante en toda su vida.

–No es eso. Tampoco te quiero obligar a que toques si no te apetece.

–Ya estás aquí ¿no? Pasa, te enseñaré el piano que no te dejaba estudiar. Espera aquí un momento, que ordene un poco mi cuarto, me has pillado leyendo. Me dejas que mire la partitura. Me gusta leer la música antes de tocarla, es una manía que tengo.

–Sí, sí. Toma. ¿No hay nadie en tu casa?

–No, hasta la noche no. Mi tía trabaja. Luz atravesó el marco de la puerta, casi con miedo de haberse quedado a solas con Lorenzo. La única luz que podía verse en toda la casa era la que salía de la habitación del fondo del pasillo. Era intensa y azul, como la luz de los hospitales o de los estadios de fútbol. Luz podía oír como Lorenzo apartaba unos muebles, levantaba la tapa del piano y colocaba una silla para que ella pudiera sentarse.

–Creo que ya puedes venir si quieres–dijo Lorenzo, de sus palabras traslucía alegría y nerviosismo, como las manos de quien abre un regalo.

–Vale. Luz caminó muy despacio hasta la habitación del fondo del pasillo, para ella era extraño estar en una casa exactamente igual en todo a la suya pero con otra disposición de los muebles, lo que convertía a aquel espacio en un lugar ambiguo, conocido y desconocido a un mismo tiempo. Sus ojos podían captar con sumo detalle las diferencias, cada foto que no era de su familia, cada estantería en otro lugar, una sensación acogedora y siniestra poblaba su pecho mientras caminaba a la habitación donde Lorenzo estaba esperándola.

–Mira, este es el piano que has escuchado tantas veces en tu casa. Yo lo aporreo a diario, desde muy pequeño me apuntaron al conservatorio y esta cosa se ha convertido en mi vida–dijo Lorenzo apartando la tapa dejando ver las teclas blancas y negras, de la misma forma que el dueño de un caballo o un perro muestra las dentaduras de sus animales como muestra de cariño y orgullo.

–Es muy bonito. Es precioso, no sabía que fuera tan grande. Os debió costar mucho meterlo aquí dentro–dijo Luz abrazándose a sí misma, protegiéndose instintivamente del aspecto de Lorenzo.

–Bah, sí que costó. Lo tuvieron que subir por la ventana, con una polea extraña...Todos los vecinos mirando, yo no sabía ni lo que pasaba. Fue al poco de morir mis padres, antes tenía uno electrónico de pared.

–¿Tus padres han muerto? No sabía nada, lo siento...

–No tienes nada que sentir, tú no tienes culpa de nada. Fue en un accidente de tráfico, un día cualquiera volviendo de la compra ya no te van más a buscar al conservatorio, y al poco tiempo en lugar de padres tienes el mejor piano del mundo. Preferiría tener el electrónico todavía, en lugar de éste, y que mis padres estuvieran vivos. Luz no sabía qué responder, Lorenzo miraba al suelo de la habitación después de haber hecho aquella reflexión sobre el piano y sus padres de una manera tan directa.

En realidad, Lorenzo miraba los pies de Luz y el comienzo de sus piernas, recordando la fila de zapatos del abandonado armario de su madre que él solía ir a oler de pequeño, porque le gustaba el olor de la piel de los zapatos del interior del armario. Luz llevaba unos zapatos de color rojo y negro, que asomaban sus puntas al final de la pernera de los pantalones, y que no eran de tacón.

–¿Quieres que toque la canción que has traído?

–Sí, estaría muy bien. Me gustaría ver cómo tocas, nunca he estado tan cerca de un piano.

–Está bien, puedes sentarte donde quieras. Tienes la mecedora y la cama–dijo Lorenzo señalando con el dorso de la mano.

–No, no. Prefiero quedarme de pie y verte las manos.

–Como prefieras. Lorenzo colocó las partituras en el atril del piano y encendió una agradable lamparilla del techo, que iluminaba los papeles como la luz de los museos a los cuadros importantes.

–La canción es muy fácil, pero es bonita, muy bonita. Me gusta esta parte–dijo Lorenzo señalando con el índice en la mitad de un pentagrama.

–¿Cual? No sé lo que estás señalando, no entiendo las notas de música.

–La parte de aquí abajo, estas notas donde pone However far away, I will always love you encajan perfectamente en los acordes, y no tiene casi nada que ver con lo anterior rítmicamente–dijo Lorenzo pulsando las notas en el piano.

–Pues si no la tocas entera, no me entero muy bien, de lo que me quieres decir. –Vale, la vuelvo a leer y ahora mismo la toco entera. Luz miraba de pie el ordenadísimo cuarto de Lorenzo, apenas se veía el blanco de las paredes al otro lado de las estanterías llenas de libros de armonía musical, biografías y colecciones de partituras musicales. La lluvia, que se había desatado fuera de la habitación por el cielo, comenzaba a chocar contra los cristales de la ventana resbalando lentamente.

Lorenzo tocó los primeros acordes de la canción, y el sonido del piano resultó tan hermoso para Luz que dio un paso acercándose sin querer hacia el instrumento, algo en ella no se terminaba de creer que fuese tan fácil emocionarse, sólo con escuchar pulsar las teclas de aquel enorme mueble ante el que se sentaba Lorenzo. Él tocaba la canción de una forma desconocida, mucho más lenta de lo que era en realidad, añadiendo muchísimas notas de acompañamiento a los acordes, con la libertad del que recuerda por primera vez, como si hablase una persona enamorada un minuto después de estarlo. Luz se asomaba a través de los hombros de Lorenzo, mirando viajar las manos de un lado con un tipo de incomprensión en la mirada de la que sólo son capaces los niños ante la fantasía y la verdad de su conciencia inocente.

Llegó un momento durante la canción en el que Luz se olvidó de dónde estaba, de quién era, y se dejó rodear por la música como nos dejamos rodear el cuerpo cuando alguien nos abraza. Se hizo un silencio hecho de música en el que sólo cabía la contemplación, y en el que toda la vida tenía sentido en sí misma dentro de esa contemplación, porque el tiempo se convertía en un lugar sin más espacio que el sonido de aquel maravilloso instrumento ocupándolo todo, como el sol ocupa el cielo en verano y la luna puede verse desde cualquier lugar del planeta.

Así era la música tocada por Lorenzo aquella tarde hasta que terminó de sonar, él giró el rostro y Luz regresó a la realidad.

–Qué bonito... Es increíble, Lorenzo. ¿Se puede aprender a tocar así? ¿Cómo? Eso no era la canción de The Cure, eso era otro mundo, no sé siquiera si puedo explicarlo.

–Tampoco es para tanto, es una canción muy fácil, por eso se puede adornar tan bien. Este piano es una locura, la persona que lo construyó es la que tiene mérito, una vez empiezas a tocarlo no quieres dejar de hacerlo sonar–dijo Lorenzo mirando el teclado.

–Por mucho piano que haya... Yo sería incapaz ni de dar dos notas seguidas como lo has hecho tú.

–Es cuestión de práctica y del tiempo que le dediques. Yo no he tenido otra cosa en mi vida, mírame. ¿Quién querría ser mi amigo con esta cara y este cuerpo deforme?–dijo Lorenzo girándose estirando los brazos, mientras miraba a Luz.

–No exageres.

–No exagero Luz, eres la primera persona que se ha atrevido a entrar en mi casa, e incluso a permanecer conmigo más de cinco minutos sin reírse de mi aspecto, sin hacer un chiste un fácil. Si a ti la música te ha hecho sentir que era algo increíble, para mí es algo increíble que alguien como tú se atreva a bajar los escalones que separan tu casa de la mía y después de verme, tener el valor de no salir corriendo a carcajadas, como habría hecho cualquiera. Tal es el poder que tiene la música, que hace que personas como tú puedan imaginarme más guapo de lo que era, daría mi vida por convertirme en la persona que dibujaste en tus pensamientos–dijo Lorenzo comenzando a sollozar de una manera tan lastimosa y desagradable, que Luz se retiró hacia el marco de la puerta de la habitación.

–Lo siento Lorenzo. Siento haber bajado, no quería hacerte sentir mal. Sólo quería conocer a la persona capaz de tocar así el piano debajo de mi casa, y que me ha mantenido tantas tardes pegada a la pared de mi habitación, sólo por escucharle.

–Conmigo es todo mejor de lejos.

–Me voy, Lorenzo, ha sido un placer de verdad... No tienes por qué llorar. Luz dejó llorando a Lorenzo en la habitación sin saber qué decir, sentía que había herido a Lorenzo de algún modo al haber bajado allí y haber entrado en su mundo del mismo modo que las mujeres pueblan los sueños de los hombres. No quería despedirse de él dándole dos besos, o viendo como las lágrimas resbalaban irregularmente por su irregular rostro.

–¡Antes de irte déjame darte una cosa!–dijo Lorenzo levantándose.

–¿Qué? ¿Qué quieres darme?

–Espera un momento, no dés la luz, no hace falta que me veas así. Luz escuchó como Lorenzo abría un cajón y apartaba cosas dentro de él, mientras esperaba a oscuras en el pasillo, a medio camino de la habitación de Lorenzo y del piano y la puerta de la calle. Lorenzo se acercó despacio para no chocarse con ella en la oscuridad, la luz de las farolas de la calle se colaba lo suficiente por entre las ventanas como para dibujar y hacer perceptibles las siluetas de sus cuerpos.

–Toma, quiero que te lo quedes tú–dijo Lorenzo estirando el brazo, dándole a Luz una cajita de metal.

–¿Qué es?

–Es una cajita de música, por si alguna vez sientes sola. Yo tengo otra, es exactamente igual que ésta. Siempre me ha ayudado a animarme. ¿Conoces la melodía?–dijo Lorenzo abriendo la cajita de música.

–Conozco la melodía, pero no el nombre. Soy una inculta musical, perdóname.

–No pasa nada–dijo Lorenzo riéndose–la canción se llama Aire en una cuerda de Sol y la compuso un hombre que se llamaba Bach.

–Conocía la música, y conozco el nombre del compositor, no sabía que era suya. Es muy relajante, es verdad...Gracias.

Luz cerró el regalo de Lorenzo, lo guardó en un bolsillo del pantalón y se marchó de la casa tan rápido, que él se quedó con la mano estirada en la oscuridad. Cuando la puerta terminó de cerrarse, Lorenzo todavía sentía el calor que había dejado la ausencia del objeto sobre su mano y como el perfume de Luz volaba presente en el aire de la casa. La lluvia caía contra los cristales, golpeándolos suavemente, casi de pasada arrastrada por el viento, Lorenzo no podía moverse pensando en Luz, y parecía que cada gota y cada golpe eran capaces de detener el tiempo en una infinita e inusitada felicidad.

Luz subió los escalones de dos en dos, de tres en tres, como si de repente llegara tarde a su casa. Cuando entró, su madre dormía en el salón acurrucada en la manta, y su padre terminaba de ver abstraído la película en silencio. Pasó sin saludar hasta su cuarto, una vez allí se sentó en la cama y cogió la cajita de música en sus manos sin abrirla. Miraba el cerrado cuadrado de metal girándolo entre los dedos, algo en ella no se atrevía a abrirlo de nuevo. Estaba completamente decepcionada con la visita a la casa de Lorenzo, nunca se hubiera imaginado que aquella música que hacía a su alma suspirar de veneración y de amor hacia lo desconocido, provenía de una persona tan fea y desgraciada. Era imposible encontrar en Lorenzo otra belleza que no fuera la música de su piano, era desagradable como un hedor, como una mancha en una pared blanca o un dolor de cabeza.

Luz se recriminaba a sí misma aquellas sensaciones. Siempre había detestado a las personas que juzgaban a la gente por su físico de una forma superficial, pero la presencia de Lorenzo se había tornado insoportable a su imaginación, tanto que comenzó a arrepentirse de haber pasado tanto tiempo albergando una esperanza indescriptible, parecida a las ganas de amar en su interior, por una persona tan sumamente desagraciada y físicamente obscena. Se imaginaba a sí misma escuchando a través de la pared año tras año, y una vergüenza hecha de horas se transformaba en decepción y se apoderaba del interior de su pecho. Sólo la lluvia calmaba al otro lado de la habitación aquellas sensaciones, como si pudiera limpiar su entristecida alma, llevándose todo aquel tiempo perdido. La música que había sido hermosa todo aquel tiempo, ¡tan hermosa con el Lorenzo que ella había construído en sus pensamientos! Ahora, como él había advertido antes de abrir la puerta, carecía de sentido como un cuadro tirado en mitad de un bosque y manchado por el barro...

Decidió olvidarlo, olvidarse de todo lo que tuviera que ver con él, no volver a salir corriendo y ponerse a escuchar cada vez que se oyese el magnífico piano al otro lado. Pidió permiso a sus padres al cabo de pocos días para cambiar la ubicación de su cuarto en la casa, y así no tener la música tan cerca, ni escuchar las cosas que hacía Lorenzo al otro lado del suelo. Una tarde, al salir del instituto, tiró la cajita de música abierta a una papelera y la dejó sonando mientras se alejaban sus pasos. La música hacía eco en la papelera. Nunca, nunca jamás volvió a mirar la etiqueta dorada del buzón, como si aquello pudiera desasir de sí misma la vergüenza en el interior de su pecho. Lorenzo, sin embargo, nunca olvidó aquella tarde. La guardó en sí mismo llenándola de intimidad y de silencio, no le contó a nadie lo que había sucedido, ni tan siquiera a su tía Emilia o a Don Diego les soltó ni por asomo prenda alguna sobre la visita de Luz. La margarita en la camiseta morada, la canción del grupo desconocido y los zapatos asomando al final del pantalón... Todo se quedó dentro de él, era un secreto que le infundía fuerza y valor para seguir estudiando piano, para perfeccionar su forma de sentir y la capacidad de llegar con su música a infundir sentimientos en las personas. Del mismo modo que hay gente que cuelga fotos de sus ídolos en las paredes, Lorenzo recordaba aquella tarde para sentirse mejor, ante algo digno de admiración.

Pasaron los años después de aquella tarde de Octubre. Luz comenzó a estudiar medicina en la universidad tras repetir un curso en el instituto, y Lorenzo se convirtió con el tiempo en un pianista de renombre, europeamente conocido, llevando su arte de un país a otro, de hotel en hotel y de avión en avión. Ya no sonaba más el Steinway debajo de la casa de Luz. Emilia y Don Diego dejaron sus trabajos mal pagados para ocupar el lugar de representantes artísticos del chico, si es que puede llamarse así a lo que hacían. Nadie mejor que ellos podían velar por los intereses de Lorenzo Emilia nunca podría haberse hecho cargo ella sola de los contratos internacionales y sus numerosas claúsulas, mientras que Don Diego, con amplias nociones de francés, suficientes de inglés y algunas de italiano, se las agenciaba para que el joven recibiera siempre honorarios más que de sobra por sus actuaciones.

Lorenzo seguía siendo el mismo, despertaba admiración con su música y repugnancia con su físico por partes iguales allá por donde iba. Únicamente una etrusca barba conseguía darle algo de hombría y respeto a su rostro, a la par que disimulaba los defectos faciales, mejorando las fotos que anunciaban sus recitales. En los teatros solían alejarle lo máximo posible del público en el escenario, o incluso ponerle a tocar de espaldas, con la excusa de un espectáculo moderno que acercase la visión de las manos, y que en el fondo realmente sólo tenía la intención de ocultar su aspecto. Tener cerca a Don Diego ayudaba a Lorenzo a no perder su propio norte artístico, y a seguir profundizando en el estudio musical y la incipiente composición de sus propias piezas. Tanto Emilia como Don Diego sacrificaron su tiempo y con él sus vidas, en pos de su carrera musical. Una tarde, caminando tras un concierto por las calles de Viena, cansado de tanto recital y tantos viajes y hoteles Lorenzo se dirigió tímidamente a Don Diego:

–Hoy estoy realmente cansado.

–Se nota, hoy tocabas mecánicamente, como si la música no fuera contigo. ¿Quieres decirme algo?–dijo Don Diego parando a Lorenzo, poniéndole una mano encima del hombro.

–Me gustaría regresar un tiempo a casa. Echo de menos mi piano, y las horas a solas en mi cuarto. ¿Podríamos organizar un concierto benéfico en A.?

–Tenemos cerrados dos contratos más, Lorenzo. Uno en Bratislava que está aquí al lado, y el otro en Milán en siete días. Si quieres, hablo con quien haga falta y pasamos todo el mes de Diciembre y las navidades allí, tocando no más de dos veces por semana. Así puedes descansar un poco más, también es duro para nosotros.

–No sé... Me parece bien eso de pasar las navidades allí. Creí que nunca iba a decir esto, pero echo de menos A.

–Es normal, al final somos animales y siempre echamos de menos el lugar de donde salimos. Te prometo organizar algo grande en A. Siempre hay asociaciones dispuestas a recibir algo de dinero, y montar un recital tuyo apenas cuesta el traslado del piano y la monitorización. Es hacerse con un piano, y si acaso poner un equipo de voces para amplificarte. No nos vendría mal a todos descansar un poco. No te preocupes, has hecho bien en decírmelo. La música es para disfrutar, y creo que la estás convirtiendo en una obligación dentro de ti.

–Tú mejor que nadie sabes que me encanta tocar, no se trata de la música, se trata de encontrarme conmigo mismo otra vez. Llevo tanto tiempo sin desayunar el mismo café, y sin dormir en la misma cama que me siento extraño. No soy tan nómada como creía.

–Déjalo en mis manos, Lorenzo. Te repito que has hecho bien en decírmelo. Vamos para el hotel, te vendrá bien descansar un poco. ¡Mira que es bonita también esta ciudad! Este edificio dentro del parque que ves aquí a la izquierda es el Museo de Historia del Arte, y el de enfrente que es igual, es el Museo de Ciencias Naturales.

–Viena tiene algo, se me parece tanto a Madrid que si no fuera por los rostros de las personas, a veces no sé si estoy en España o en Austria. Hablando la una con la otra se perdían en la noche las figuras de Lorenzo y Don Diego, camino del repetido hotel donde se alojaban cada vez que iban a Viena y en el que la tía Emilia ya estaría durmiendo, preparando la maleta para el siguiente viaje o esperando sentada en unos de los sillones de la recepción ojeando una revista del corazón traída de España. Pasó Bratislava, pasó Milán y llegó la Navidad. Lorenzo se tiró directamente en la cama al llegar a casa, sin haber soltado siquiera la maleta del asa, exagerando su agotamiento.

Su conciencia recuperó el olor a estantería, a ventana húmeda y quietud de lámpara de flexo que habitaba su cuarto, y que para él tenía más valor que la mejor habitación de hotel del mundo. Quizás la verdadera identidad se construya al regresar a nosotros mismos y a los lugares donde hemos vivido, volviendo desde muy lejos, cuando nuestra única voluntad es la de permanecer en un espacio que amamos.

Lorenzo sentía pertenecer a un pequeño lugar dentro de un edificio, a una vieja colcha de cama y unos libros ordenadamente descolocados. No cambiaba aquella pequeña esquina del planeta, por el mejor teatro o el más efusivo de los aplausos del público que pagaba sus entradas para ir a verlo. Al fin y al cabo la música era para él su vida, y lo único que hacía al ponerla al descubierto en cada recital, no era si no recrear la soledad de una tarde de estudio en casa.

Dejando caer la maleta al suelo sintió liberarse del negocio en que se había convertido la música a su alrededor, de la venta de entradas, los posters y las entrevistas repetidas y manipuladas hasta la saciedad en los periódicos y en la radio.

–¿Qué hace la maleta ahí tirada? Venga y ponte a recogerla, no seas gandul. Luego coge un paño y pásaselo al piano, que no veas si ha cogido polvo en la habitación–dijo la tía Emilia, asomando de pasada las palabras mientras se dirigía a su cuarto.

–Ya voy, ya voy. Es que echaba de menos la cama. Lorenzo deshizo la maleta, desempacándola despacio, colocando con mimo la ropa doblada en el armario; los calcetines en el cajón de la mesita de noche y las cosas del neceser sobre el lavabo del baño. Cogió un trapo y un espray limpiamuebles y se dedicó a quitar el polvo acumulado durante los meses al piano, también lenta y cuidadosamente, reteniendo dentro de sí mismo con alegría las ganas de ponerse a tocar. Aquel instrumento tenía un valor incalculable para él.

Era sólo un piano, pero para Lorenzo significaba mucho más: las horas de ensayo y aprendizaje, el tiempo en el que tocaba lo que quería tocar, la muerte de sus padres, la tarde en la que Luz se presentó en la puerta... Mientras limpiaba, pensaba en qué habría podido ser de aquella chica que bajó una vez hace tantos años a su casa, y que había cambiado su forma de ver el mundo y de entender la música para siempre. A lo mejor seguía viviendo en el piso de arriba, al otro lado del techo.

Podría ser también que se hubiera casado, o marchado a otra ciudad, que hubiera fallecido en un accidente de tráfico o ninguna de las cosas anteriores. Ella no volvió desde entonces, desde aquella mágica tarde. Lorenzo sabía que en el fondo que ella no había vuelto debido a su fealdad, era imposible que alguien que no tuviera un vínculo familiar, de afecto obligado o admiración mutua como el que se desarrolla entre un alumno y un maestro, regresara para conocerle y pasar horas junto a él.

La vida de Luz era una de esas vidas repetidas: estudiante de medicina, con una primera relación sentimental estable que no sería la definitiva en su vida, eternamente preocupada por los créditos de su carrera y a un mismo tiempo desencantada en su propio interior, con esa inacabada sensación de vacío que rodea el alma durante la juventud, que es incapaz de abandonarnos durante toda la vida y que no se confesa a nadie, porque ni siquiera nosotros mismos somos capaces de comprender qué significa.

–No puede ser... Mira Carlos, va a haber un concierto de piano en la Capilla del O. ¿Sabes quién es el que toca?–dijo Luz deteniéndose por la calle, señalando con el dedo índice uno de los posters verdes que anunciaba el concierto de navidad de Lorenzo, en el que él salía de espaldas apoyando la mano derecha en un piano.

–¿Qué pasa? No sé quién es. Lorenzo Peña, pianista conocido internacionalmente... No me dice nada ese nombre.

–Pues es vecino mío, vive, o vivía debajo de mí. Cuando era una niña le oía tocar. Tocaba tan bien, que siempre que escuchaba la música acercaba mi oreja a la pared para poder oirle mejor. Hace ya un tiempo que no oigo el piano, ni sé nada de él.

–¿Lo conociste? O sólo le oías tocar.

–No. Lo típico que te cruzas por el portal, o que se saludan las madres–dijo Luz recordando la cajita de música en la papelera y que Lorenzo no tenía ya madre.

–Pues es al aire libre y es gratis, si quieres vamos a verlo. Es el sábado que viene, luego podemos dar una vuelta por ahí.

–Vale... Pero que si no quieres tampoco pasa nada. Lo único que recuerdo de él es que era más feo el pobre que un pie sin uñas o un frigorífico por detrás. Es más o menos de mi edad.

–No será para tanto...

–No, no. Créeme era horrible, te asustabas y todo al verlo. Se tiraba las horas muertas metido en casa, seguramente para que los demás niños no se rieran de él. Y siempre estaba con el piano.

–Pues mírale ahora. Ahí pone que ha tocado en un montón de sitios, ya ves, ganarse la vida tocando el piano... Debería estar prohibido.

–¿El qué debería estar prohibido? ¿Que te paguen por tocar el piano?

–¡Qué trabajo es ese! ¡Por Dios! Yo toda la vida haciendo churros los fines de semana con mi padre y por las tardes muelas para arriba y para abajo en el dentista, eso sí de Auxiliar. Porque no podré ser otra cosa en mi vida que auxiliar.

–Haber estudiado la carrera de piano... Ese chico toca genial, no te lo puedes creer. Es como si estuvieras delante de algo sobrehumano.

–¿Sabes eso sólo de oirle tocar a través de las paredes?

–Pues sí. Ya lo verás el sábado que viene. Ya me dirás si te gusta o no. Luz y Carlos siguieron caminando calle abajo como una tarde más, bajo la luz naranja de las farolas, el frío y las nubes de Diciembre huyendo deprisa, empujadas por el viento y acaso por el color plata de la luz de la luna.

Tras despedirse de Carlos en el portal de su casa, Luz pensó en la tarde que pasó con Lorenzo y que no había querido confesar a Carlos, sin saber exactamente por qué. Mientras subía los escalones uno a uno, recriminaba adultamente a la niña que fue, lo cruel que había sido con aquel chico, al no querer volver a saber nada más de él. Al llegar a casa y abrir la puerta, Luz volvió a sentir como la música viajaba de un piso al otro.

Tenía que ser Lorenzo. Movida por una extraña sensación de retorno a la infancia, caminó sin querer hacer el menor ruido, prestando atención a la música, dirigiéndose inconscientemente a la por ella abandonada habitación de la casa, que ahora era un cuarto de invitados. El tiempo había pasado por el cuerpo de Luz cambiándolo por completo, lo mismo ocurría con su manera de pensar, su forma de ver y entender el mundo... Pero la sensación interior al acercarse y pegar la oreja contra la pared, era exactamente la misma que la del pasado, una emoción sin nombre, y una atracción hacia la armonía que desprendía el instrumento bajo las manos de Lorenzo.

Algo en la forma de tocar del chico había cambiado, era tan segura, tan naturalmente elegante y limpia, que Luz sonrió desde el otro piso, entendiendo que ya no se encontraba frente a un ensayo, frente a una improvisación o un entretenimiento. Al otro lado había un maestro tocando al piano, un pensamiento adulto guiando las manos, un rastro imperceptible de humanidad creadora, como de martillo de forjador o golpe de escultor contra la piedra. Luz no era capaz de proyectar una imagen de Lorenzo ante aquella música, tan sólo podía recogerla en sus oídos, como se recoge el agua de un río entre las manos para bebérsela.

Se sentó en la cama a contemplar la música, y una sensación parecida a las ganas de llorar le recorrió el cuerpo. Luz fue consciente de alguna manera de que un tiempo precioso y anterior había pasado, ya había ocurrido, como cuando se cierra por última vez la tapa de un libro que ya hemos leído. Aquella tarde fue un reencuentro inesperado, el poster en la calle, la música en casa, los recuerdos surgiendo de un lugar ignoto, como del que nacen y mueren los sueños. Lorenzo se levantó del piano, cerró la tapa y escuchó extrañado el sonido de unas palmas, el aplauso de una sola persona, que parecía contestar a lo que había estado tocando.

Buscó con la mirada una explicación en las paredes, en la ventana, en la luz de la habitación, sorprendido de escuchar a alguien aplaudir. El aplauso no cesaba:

–Tía... ¿Estás aplaudiendo tú?

–No, yo estoy en el baño, no oigo nada. Además para qué voy a aplaudirte si te llevo escuchando dar la murga toda la vida– respondió Emilia gritando con la puerta cerrada desde el cuarto de baño.

–Serán cosas mías...–dijo Lorenzo y pensó instantáneamente en Luz en el piso de arriba. Tenía que ser ella la que estaba aplaudiendo. Conmovido por aquel instante, Lorenzo se volvió a sentar al piano y comenzó a tocar una música que ni él mismo conocía, y a la que puso interiormente el nombre de Luz. Era lenta, parecida al caer de la lluvia, interrumpida por momentos, torrencial durante algunos compases, constante e hipnotizadora. Lorenzo nunca había sentido poder hablar con alguien a través del piano, intentando expresar que él jamás había olvidado aquella tarde en que ella tuvo el valor de bajar, preguntando y respondiendo a Luz lo que había ocurrido entre los dos, contrastando la belleza del recuerdo de la joven y su propia fealdad.

Al otro lado Luz comprendió lo que Lorenzo estaba intentando transmitir con aquella música, y una terrible sensación de tristeza rodeó su corazón. Sabía que había sido muy injusta con él, siendo incapaz de haber soportado su físico, su desagraciado rostro y desagradable presencia. Podía haber sido siquiera su amiga durante aquellos años, haberlo conocido y haberle dado alguna compañía que jamás le dio, que ya jamás podría volver a darle porque el tiempo ya era como la ceniza, como la rama rota de un árbol en el suelo al que ya no pertenece. Cuando Lorenzo terminó de interpretar la recién creada e improvisada pieza, se sentó a escribir la música por primera vez en un pentagrama.

Estaba poseído por un extraño nerviosismo pues no quería que se le olvidase, y no quería ser él la única persona que tocara aquella música que acababa de surgir de todos aquellos años de silencio de pared a pared, de kilómetros de ausencia y pensamientos cristalizados en aquel momento. No escribía por vanidad creadora, ni tan siquiera por el más mínimo de orgullo interior consciente, escribía aquellas notas por necesidad y por un impulso parecido al fuego, o al agua o a cualquier cosa natural y benigna por lo cerca que está de su origen primigenio.

Luz guardó silencio, y se quedó sentada en la cama con la mirada perdida en el vacío. Todo lo que podía hacer por Lorenzo fue lo que hizo aquella tarde, aplaudir desde el otro lado del suelo la primera vez que le escuchó tocar de nuevo, para recordarle que ella estaba allí, y guardar silencio una vez que terminó de sonar el piano la segunda vez. Luz sintió que aquella música había formado parte de su vida, del mismo modo que forma parte el sol, el cielo, las nubes y la gente desconocida por las calles.

Lorenzo había sido la única persona capaz de hacerla sentir un poco más viva, un poco más consciente de la vida y del tiempo, un poco más cerca de la fugacidad que arrastraban los latidos de su corazón segundo a segundo, como si de algún modo todo aquello venciera a la muerte, como si algo los encerrase juntos y ajenos de todo lo demás. Y sin embargo no sabía agradecérselo de nuevo, si no con el silencio y con la ausencia. Aquella noche Luz durmió en el cuarto de invitados, su antiguo cuarto de niña.

–Pero chico, ¿qué te pasa? ¿Por qué estás tan nervioso? Estás sudando ¿Qué haces escribiendo música? Si tú te lo aprendes todo de memoria–dijo Emilia asomando la cabeza a la habitación del piano.

–Déjame tía. Quiero escribir esto, a lo mejor a partir de ahora escribo algunas piezas, me empieza a fallar la memoria.

–¡Qué bobadas dices! Termina pronto eso que tienes que cenar y a acostarte, que llevamos un trote...

–Ahora voy, déjame solo por favor. Cierra la puerta y no me interrumpas. –Bueno, yo me voy a dormir. No tardes mucho en acostarte, recuerda que estamos en A. para descansar y que en tres días tienes que estar recuperado para tocar aquí.

–No estoy cansado ahora, buenas noches...–dijo Lorenzo enfrascado en el dibujo de las melodías, reestructurando en su pensamiento la música que había interpretado.

–¿De verdad que no te pasa nada?–dijo Emilia sorprendida por la excitación a la hora de escribir en el papel de su sobrino.

–¡Me quieres dejar en paz y largarte de una vez! ¡Así no hay quien escriba nada! Por favor...–dijo Lorenzo levantando la mirada hacia donde estaba su tía, pronunciando las últimas palabras en un lento y encadenado reproche.

–Muy bien, ya me voy, ya me voy...–dijo Emilia llevándose una mano a la cabeza preocupada, negando con la cabeza y saliendo de la habitación.

Llegó la tarde del concierto, hacía una noche rasa de luna blanca y estrellas azules a lo lejos, fría, húmeda y sin embargo y pese a todo acogedora. Los focos iluminaban el piano donde tenía que actuar Lorenzo, que esperaba con la espalda apoyada en un muro hablando con Don Diego, escuchando el rumor de la ciudad tras los negros telones que cubrían la madera sobre la que se sostenía el escenario. El público se agolpaba curioso ante él, padres con sus hijos en brazos, parejas de ancianos y grupos de jóvenes en círculo esperaban la salida del pianista y el comienzo del espectáculo.

La ciudad, aquella misma ciudad que había ninguneado con insultos a Lorenzo, se mostraba inquieta y curiosa por conocer su arte. Los anuncios en las radios y periódicos locales habían surtido efecto, y una masa de abrigos, peinados de mujer, calvas y bigotes de hombre empezaba a formar una masa uniforme al otro lado de los hierros y la madera. El rumor de las distintas conversaciones a un mismo tiempo, era diferente al que se formaba en los teatros o en las óperas donde Lorenzo había actuado.

–Ésta es tu noche Lorenzo. Demuéstrales de lo que eres capaz, toca como si estuvieras solo, toca lo que quieras. Tienes mucho repertorio. Al lado del piano tienes un micrófono para presentar las canciones. Si quieres puedo subir y ayudarte, hazme un gesto con la mano derecha y dime lo que tengo que decir–dijo Don Diego mirando a Lorenzo con una emocionante y orgullosa sonrisa en los labios.

–Así lo haré. Prefiero que hables tú, se te da bastante mejor.

–¿Estás nervioso?

–No lo sé... Es todo tan extraño... Ahora mismo, si te digo la verdad, estaba pensando en aquella noche que pasé contigo cuando mis padres tuvieron el accidente. No sé por qué, me gustaría que hubieran visto todo esto. Y eso que apenas los conocí. Este vaso es exactamente igual a los que había en tu casa aquel día.

–Dame un abrazo. Vamos a empezar ya. Nos están llamando para subir.

–Vamos–Lorenzo se abrazó a Don Diego con fuerza, con agradecimiento en los brazos. Un aplauso recorrió las calles al ver subir a Lorenzo al escenario, y con él a Don Diego, que tomó en su mano el micrófono para presentar el recital:

–¿Qué les digo Lorenzo? ¿Qué vas a tocar?

–Diles que voy a tocar piezas clásicas, y que al final me he reservado una sorpresa. Una composición propia que quiero que todo el mundo escuche, porque es muy importante para mí.

–¿Cómo se llama lo que has compuesto?–dijo Don Diego con una sonrisa en la mirada.

–Se llama Luz.

–Muy bien. Allá voy–Don Diego encendió el micrófono y comenzó a hacer un gesto con las manos hacia abajo que significaba pedir silencio. –

Estimado y respetable público de la Ciudad de A. Esta noche, después de mucho tiempo, Lorenzo Peña va a poder tocar en su ciudad, siendo al fin profeta en su tierra, después de haber recorrido todas las capitales de Europa y algunas ciudades más con los pianos a cuestas. Ustedes no pueden imaginarse, y sé bien de lo que hablo porque he sido su profesor durante más de quince años, el amor, la pasión y el respeto que Lorenzo tiene por la música. Ha sido idea suya crear este espectáculo benéfico, en el que pueden colaborar donando una pequeña cantidad a los niños y niñas que se acerquen a ustedes con una hucha a modo de colecta.

Todo el dinero que se recaude irá a parar a una pequeña asociación contra la marginación infantil en Madrid y alrededores. Les deseamos que disfruten del espectáculo, que hoy si cabe es aún más especial, pues Lorenzo va a interpretar al final del mismo a modo de estreno una composición propia llamada Luz. Les deseamos desde aquí unas felices fiestas y un próspero año nuevo, cargado con los mejores deseos y esperanzas de cada cual. Sin más dilación, doy paso a la persona verdaderamente importante de esta noche: Lorenzo Peña.

El público aplaudió las palabras de Don Diego, visiblemente emocionadas, y estalló en un rumor entre el que se encontraba la voz de Carlos y la de Luz:

–Te la ha compuesto a ti–dijo Carlos impresionado y celoso mirando a Lorenzo sentado al piano.

–¿Qué dices? Tiene que ser una casualidad, yo nunca he conocido a ese chico, sólo es un vecino. Es una casualidad, luz es luz, la luz del sol, la luz de las estrellas o de una farola...Vete tú a saber. No digas tonterías, calla que parece que va a hablar Lorenzo.

Don Diego acercó el micrófono a la boca de Lorenzo, que sólo pudo pronunciar:

–Gracias a todos por venir. Es una noche muy feliz para mí.

–Pues vaya cosa que ha dicho... Se ha explayado– dijo Carlos mirando a Luz por encima del hombro. El concierto comenzó con la interpretación de varias obras clásicas para piano de Brahms, de Bach, de Liszt, de Debussy, de Chopin... Que escasas personas conocían acaso de oído, o de la música que acompaña la publicidad en la televisión.

Cada silencio entre obra y obra, era llenado de forma entusiasta por el público con aplausos y vitores, que cubrían por primera vez de rojo vergüenza las mejillas de Lorenzo, únicamente porque el escenario de fondo le era conocido desde pequeño, aquellas palmas eran como los besos de una madre en presencia de muchos amigos. Lorenzo encendió el micrófono de nuevo para anunciar la última pieza:

–Esta obra que voy a tocar, es la primera obra que he considerado digna de ser escrita en un papel. Tiene un significado muy especial para mí. Mis padres murieron en un accidente de tráfico cegados por la luz, y yo, de la misma forma, sigo cegado también por la luz.

–No te lo había dicho. Habla del accidente de sus padres– dijo Luz dando un golpe de cariño en el hombro a Carlos.

–Yo no he entendido eso, pero bueno... Lorenzo comenzó a tocar la pieza y un inmenso silencio se apoderó de todas las almas presentes, del aire y de las miradas, como cuando se ve una catedral o un edificio hermoso. Luz no cesaba de mirar a Lorenzo allí subido, recordando cómo sus manos iban de un lado al otro del piano la tarde que bajó a su casa. La música recorría el amplio espacio del aire, y penetraba en los oídos de las personas, en su espíritu, como si pudiera convertir a cada uno de ellos en una persona mejor, en hombres y mujeres hechos para la paz y la contemplación.

Como un inmenso abrazo, como si alguna forma de amor fuera posible entre desconocidos a través de las ondas sonoras, como una brisa de verano sobre la nuca de una adolescente, así era la música en aquel momento en el que Lorenzo cumplía con su destino, del mismo modo natural y siempre emocionante en que las olas del mar se orillan a besar la tierra.

Lorenzo no sentía nada, sólo era capaz de ejecutar aquella música compuesta unos días antes, de manera casi febril, como un testigo nervioso que hubiera presenciado un delito. El silencio duró todavía un momento cuando terminó de tocar, como si las almas de cada persona tuviesen que regresar a los cuerpos para comenzar a aplaudir.

–Dios mío–dijo Luz rompiendo el silencio con los primeros aplausos. Primero una, luego dos, luego quince, cien, doscientas, mil, cinco mil, toda la plaza aplaudió de una manera ensordecedora y fervorosa, como si fuera posible romperse las manos aplaudiendo. Se oían gritos de bravo y silbidos ensordecedores.

Lorenzo cerró la tapa del piano, se levantó y se fue del escenario escaleras abajo, notaba resbalar involuntario el caliente llanto por su rostro, y tuvo ganas de desaparecer, de irse a casa, de no haber nacido nunca. La vida mostraba para él en aquel momento su lado más amargo y más injusto.

–Lorenzo, ¿qué te pasa? Te están aplaudiendo y te vas...- dijo Don Diego levantando su rostro.

–¿Qué es lo que aplauden? ¿A quién aplauden? No son ellos los mismos que me han amargado la vida a base de risas y de insultos, de dedos índices en el pasillo del conservatorio. ¡Cuántas tardes he pasado solo en mi casa, sólo para que no me dijeran nunca nada! No son ellos los hijos, los padres, los abuelos de todos esos insultos. Y ahora míralos, aplauden mi manera de tocar el piano. El feo toca el piano. El mismo feo del que se reían, y al que no volvieron a bajar a ver nunca. Nunca, ni una carta, ni una nota, ni un recado a la tía Emilia. Y ahora lo aplauden–dijo Lorenzo apretando los puños de su camisa con ambas manos, con rabia y pena contenida durante años.

–¿De qué estás hablando Lorenzo? ¿Qué te ha dado? La elegancia no puede perderse nunca, ni siquiera en el momento de morirnos. Tienes que salir ahora mismo ahí arriba conmigo y saludar, las cosas no se hacen así.

–No. No pienso subir, se acabó el piano y se acabó todo...

–¡Arriba te he dicho! Un minuto más aplaudiendo así y se queda sin manos toda la ciudad. Míra, mira allí, les has dado un recuerdo inolvidable para siempre. Algo en lo que pensarán sintiéndose mejor, sólo por estar presentes cerca de ti, de lo que has hecho con tu vida. No te parece eso mejor que cualquier insulto que te pudieran decir, ¿no tiene eso más valor? Vamos hijo, ven conmigo.

Lorenzo subió detrás de Don Diego los escaleras de metal que llevaban de nuevo al escenario. Miró a la multitud subido en el escenario, las diferentes caras asomándose orgullosas, sonrientes y que parecían felices.

–Diles lo que quieras– dijo Lorenzo a Don Diego mirando a las tablas de madera del escenario.

–Muchas gracias a todos, el recital ha terminado....–dijo Lorenzo apenas con un hilo de voz.

–Ooootra, ooootra, ooootra–gritaba el público desaforadamente.

–¿Qué hacemos?– preguntó Don Diego a Lorenzo

–No puedo tocar más, de verdad. Simplemente estoy bloqueado–dijo Lorenzo mirando a los ojos a Don Diego negando con la cabeza.

–Lorenzo es un chico muy tímido. Tenéis que convencerle si queréis que toque otra canción. El público insistió con aplausos, silbidos y cánticos que abrumaron la conciencia del joven. Lorenzo caminó hacia el piano, colocó una última partitura de su carpeta en el atril, abrió la tapa y se quedó de pie unos instantes pensando lo que iba a decir. Creyó hablar rompiendo el silencio que había generado su presencia de nuevo al lado del piano, como si el público esperase impaciente sus palabras:

–La verdad es que no sé muy bien qué decir, desde pequeño he tenido pocas veces la palabra. Es una noche muy feliz, y al mismo tiempo muy amarga. Porque faltan personas que quiero, y porque no deja de resultar extraño ver a las mismas personas que me han insultado durante años por mi físico, por ser feo, delante de mí, aplaudiendo lo que hago– parte del público comenzaría a silbar y se oirían algunos insultos

– Pero dejadme que os diga una última cosa, cuando vayáis a insultar a alguien, cuando vayáis a abandonar a una persona a la que queréis, poned vuestro oído en su corazón e intentar escuchar sus latidos. Si os quedan ganas de insultar, o de abandonar a esar persona después de escuchar el ritmo de su corazón, poned la mano en el vuestro hasta que escuchéis su propio compás, y si todavía os quedan ganas de insultar después de todo, o de marcharos, entonces id a miraros ante un espejo y soltar toda esa rabia contra vosotros mismos, contra vuestro propio reflejo, porque la persona que vais a insultar conoce de sobra su propio espejo y no necesita que nadie le recuerde lo feo que es, ni que le roben la preciosa compañía que un día le otorgaron sin pedirla. Si podéis insultaros sin piedad, y dejar el otro lado del espejo vacío mientras os miráis en él, entonces poned las peores palabras en vuestra boca, y la distancia más grande y el tiempo más largo que pueda haber entre dos cuerpos.

El público se mantenía expectante, esperando que Lorenzo volviera a sentarse al piano, sin entender el sentido de su actitud pensativa.

–¿Bajaste una vez a verle? ¿Verdad? Y no volviste nunca más porque era feo. Y no me lo has querido confesar– preguntó Carlos a Luz con una mezcla de compasión, extrañeza y tristeza en la mirada.

–Sí. Es verdad. Bajé una tarde, y le conté que había estado escuchando durante años. Me encantaba su forma de tocar, y me hubiera enamorado perfectamente de él de haber sido más guapo. Pero era una niña, era joven. Somos crueles a esas edades, el físico lo es todo. Me daba asco, en el fondo me sigue dando asco y pena que me recuerde de esa forma tan pura, que él haya sido capaz de guardar todos estos años ese recuerdo. No tendría que haber bajado nunca. A lo mejor todo esto que está ocurriendo hoy no estaría pasando.

–A lo mejor si llega a ser guapo, tú no estarías aquí conmigo.

–Y a lo mejor si te hubiera atropellado un coche ayer, tú tampoco estarías aquí conmigo. No sirve de nada decir a lo mejor, las cosas ya están hechas. Y el daño que le hice a ese chico también. Vamos a terminar de oirle tocar. Lorenzo comenzó a tocar los acordes de Lovesong de The Cure, haciendo presente de nuevo aquella tarde con Luz, como si la música fuera un tiempo trasladable en el espacio, o un espacio trasladable en el tiempo.

– Mira lo que has hecho de ese chico tan feo, uno de los mejores pianistas del mundo, sólo con unos pocos minutos a su lado. Y esta canción me encanta, me recuerda siempre a ti. ¿No es la canción que esta escrita en el reverso de la foto de tus padres, la que me enseñaste en tu casa?

–Sí... Sí que es esa. Y ese chico hubiera tocado el piano del mismo modo sin haberme conocido a mí.

–Eso no lo sabes... Carlos tapó la boca de Luz con un beso cuando ella estaba dispuesta a volver a darle réplica a las palabras que él había dicho. Allí bajo los acordes y las estrellas, rodeados de gente y de musical silencio Luz y Carlos se abrazaron como dos personas que se reencontrasen después de mucho tiempo. Susurrando al oído de Luz, Carlos dijo:

–Cualquiera que sean las palabras que diga, siempre te querré. Cualquiera que sea el tiempo que me quede, siempre te querré. Siempre te querré, y Lorenzo también...

–¡Tonto!–dijo Luz separando a Carlos con un empujón

– Siempre tienes que estropearlo todo.

Lorenzo terminó el recital, y bajó las escaleras del escenario por última vez, no sin antes inclinarse varias veces ante el público presente, de forma mecánica como hacía en los teatros. Algo temblaba dentro de él, después de haber dicho en su pensamiento lo que había dicho al público. Sintió que había sido vengativo sin saber exactamente contra quién o contra qué, un vértigo se apoderó de su pecho, los aplausos no hacían si no hacerle sentir peor, como cuando se tiene conciencia de vivir un mal recuerdo.

Después de todo, él era quien se había expuesto aquella noche frente a ellos, frente a todos sus traumas y sus recuerdos. Él era el que había ansiado regresar a su ciudad, a su habitación, al piano de siempre, al recuerdo de Luz encima del techo.

–¿Estás más tranquilo?– preguntó Don Diego arrancando el coche.

–No sé qué me ha pasado esta noche, de verdad que no lo sé. Todo ha sido muy raro. Es como si hubiera hecho todo este recital para vengarme de todos los años de silencio, de soportar insultos, de saber que mis padres no vendrían a buscarme nunca más a las clases de piano.

–No es fácil, Lorenzo. La vida no es nunca fácil. Tú tienes un don con la música, que a lo mejor has alimentado de tu sentimiento de rechazo a todo lo que no puedes ser. Piénsalo bien. Un cuerpo es un cuerpo, y en cien años todos calvos. Qué mérito tiene ser guapo, o qué culpa hay ser en desagraciado o feo. Nadie se gusta completamente. ¿Crees que todo el mundo se ama a sí mismo? Mírame a mí, la cantidad de pelo que he perdido ya.

–Lo peor de todo es la memoria. A veces me gustaría olvidarme de todo lo que soy. Únicamente puedo ser yo mismo cuando estoy solo, cuando leo, cuando toco para mí...

–Eso ya lo dijeron antes muchos poetas, y muchos artistas Lorenzo. Lo importante de esta vida, lo verdaderamente importante es lo que dejemos hecho, que donde dejes tu nombre escrito haya un poso de elegancia y autenticidad, algo en lo que sólo se pueda encontrarse belleza.

–¿Belleza? ¿Qué es la belleza?

–La belleza es todo aquello que merece la pena vivir, contemplar, escuchar y sentir antes de morirse.

–¿Y quién dice qué merece la pena y qué no?

–El tiempo, Lorenzo, el tiempo y el destino son el mejor crítico y el mejor escritor.

–¿Y si todo lo que hago no sirve para nada al final?

–Mejor–dijo Don Diego saliendo del aparcamiento, acelerando bajo la naranja, alumbrada y municipal oscuridad de las calles.

Llovía otra vez, como cada otoño.

–Miguel, hijo mío, toca otra vez esa partitura, por favor. Dile a tu abuelo Alfonso que venga, que a él le gusta mucho escucharte tocar–dijo Luz llevándose la arrugada mano sobre el pecho ya caído por el paso años.

–Abuelo, dice la abuela que vengas. Voy a tocar otra vez Luz de Lorenzo Peña. –Ah, qué bien, qué bien. Me encanta escucharte tocar la música de ese compositor, parece mentira que sea contemporáneo. ¿No crees?

Bajo la lluvia de otra tarde de Octubre al otro lado de los cristales, Luz volvía a recordar las manos de Lorenzo de un lado al otro del piano, ya no era una pared lo que separaba su oído de aquella música, ahora era su propio oído el que había construído una pared a la que acercarse y que la obligaba a esforzarse en captar y reproducir la música de Lorenzo en las manos de su nieto.

–No lo sé Abuelo, yo toco y me aprendo lo que me manda el profesor. Ya no sé lo que es bonito, ni lo que es feo. Toco tantísimas cosas, nada me parece que esté mal hecho, ni que sea perfecto–dijo Miguel comenzando a dar los primeros acordes de la composición.

Fin.

Sobre Fernando José Palacios León

Fernando José Palacios León (Madrid, 1984) es licenciado en Filología Alemana en la especialidad de Literatura y Máster en enseñanza de la lengua alemana por la Universidad Complutense de Madrid.

En 2014 ganó el concurso XXIX Premio Ciudad de Zaragoza de Relato con el cuento “Una hora menos”.

Fernando José Palacios León - Escritor

¿Desde cuándo escribes? “Es muy difícil para mí saber cuándo empecé a escribir, supongo que desde niño. Se me daba muy mal dibujar y conservo una caligrafía pésima, desordenada e incorregible, así que refugié mi frustración expresiva en la literatura, como si hubiera comprendido muy temprano que se podía pintar también con las palabras.”

En la actualidad trabaja como lector de español en la Universidad de Bamberg, Alemania, donde imparte, entre otros, cursos de Expresión Escrita, Cultura y civilización española y Traducción y versión parafrásica de textos literarios del alemán al español y escribe su doctorado sobre la memoria y el dolor en la literatura española y alemana contemporáneas.

Si quiere conocer más sobre este fantástico escritor español, puede leer la entrevista que le hicimos y parte de su biografía Aquí.

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