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Por Gisela de la Torre. Cuentos fantásticos.

A veces Aída miraba el sol hasta que le salían lágrimas. Se preguntó  
si alguna vez alguien podría ir hasta él como habían ido ya a la  
luna
, ¿y si fuera la primera en inventar un aparato capaz de que no se  
derritiera y llegar allá? Se burló de sus anhelos;  se dio cuenta como  
del astro rey se desprendía una esfera resplandeciente y según   
descendía iba disminuyendo su tamaño. Cuando al fin cayó justo a su   
lado ya no tenía fulgor.

De tanta sorpresa soltó una exclamación y se apartó de aquella piedra redonda y plateada. Sin embargo, esta comenzó a dar brincos hasta arrimársele. Sintió miedo y gritó. Otro grito más fuerte se escuchó; ¿quién lo había emitido si estaba sola? Más asustada aún, lanzó un chillido fuerte, se oyó otro igual, miró a la piedra más plateada aún dio saltos a su alrededor y comenzó a gritar. ¡Era ella! Sí, no cabía duda. ¿Cómo era posible? Quiso correr, pero no pudo… se cubrió el rostro con las manos y rogó estar cerca de su madre…

—No me tengas miedo, haré que me lo pierdas al momento. Soy la piedra del sol. Pronto llegará el invierno y eres tan friolenta… —la escuchó decir.

Se descubrió la cara, entonces vio a la piedra reducirse hasta alcanzar el tamaño de un huevo de  paloma y su color se tornó dorado. Le llamó tanto la atención que perdió el temor y la tomó en sus manos. Sintió una temperatura tibia y agradable. Deseó mostrársela a los demás.

—No me verán, solo tú puedes, tampoco a ellos les quitaré el frío. Soy solo tuya.

—No solo hablas, también eres adivina. Está bien, no lo haré, ¡me  
hubiera gustado tanto mostrarte! ¡Eres tan linda! ¿Dónde te coloco?  
¿En una caja?

—No. Iré donde vayas. Me mantendré flotando todo el tiempo.

— ¿Estás segura que no te verán?

— ¡Segurísima! Solo soy visible para ti. Tampoco me oirán hablar. Te pido que me hables cuando estés a solas conmigo, pues si te oyen y no ven a nadie pensarán que perdiste la razón —y rió con picardía. La niña también  lo hizo y se quedó mirando a su nueva amiga.

Pronto llegó el invierno y mientras todos se quejaban de tanto frío, Aída se negó a ponerse abrigo por lo que su mamá temiendo que fuera a coger un resfriado insistía en arroparla y se preguntaba cómo era posible que antes siendo su hija tan friolenta hubiera cambiado tanto. Le hizo preguntas a lo que la niña solo respondió que ni ella misma lo sabía y cuando estaba a sola con la piedra conversaban de cómo era el sol.

Un día le preguntó:

— ¿Crees que yo o alguien pueda inventar un aparato para ir a visitarlo? La piedra guardó silencio luego le pidió que pusiera sus manos encima de ella y que cerrara los ojos por un momento. Aída abrió los ojos desmesuradamente y su semblante demostró asombro.

—Hice posible que vieras como es realmente el sol. ¿Aún quieres o crees que pueda alguien visitarlo alguna vez?

La niña no le contestó y como era de noche miró a la luna y desde ese día no ambicionó visitar al astro rey, solo se contentó con admirarlo como a su buena amiga, la piedra del sol.

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