Saltar al contenido

Por Olga Zamboni. Cuentos cortos fantásticos

El ayudante es un magnífico cuento corto que, como se basa en un hecho real, tiene mucho de fantasía pero también bastante de realidad. El cuento fue escrito por Olga Zamboni y es parte del libro Sugestiva Santa Tecla publicado por la Biblioteca Pública de las Misiones.

El ayudante

El ayudante - Cuento fantástico corto

Cuando Tito y Fabián llegaron a La Tecla pensaron en descargar lo antes posible las piedras y las bolsas de cemento del volcador y volver a Posadas con las primeras sombras de la noche.

Pero el camión hundido por tanto peso cuando quisieron salir se puso a patinar, esa tierra infame de Corrientes, puro bañado, claro, y el chaparrón de la tarde, no te fijaste Tito que allí la huella era honda y ahora qué hacemos.

No era la huella eran las piedras vos sabés el peso.

Y ahora qué. Esperá me bajo. Dale. Probá otra vez. No tan fuerte, animal, que salpica barro para todos lados.

Las pesadas ruedas con cada patinada se enterraban más y más. La trasera derecha giraba en falso y cavaba un pozo en la greda arcillosa que iba cediendo bajo la carga.

– «No hay caso, pará, Fabián. Más acelerás peor es. No teníamos que haber cargado tanto la gran siete.»

– «Vos te hubieras fijado mejor donde te metías.»

– «Decir es fácil. Esta tierra de mierda…»

– «Mirá, dejá de acelerar porque nos enterramos, a este paso no salimos ni el día del juicio…»

– «Vos podrías empujar un poco, la verdá…»

– «¿Empujar? ¡Estás loco! ¡Ni que fuera Superman! Voy a bajar y busco a alguien que nos ayude.»

– «¿A quién, si esto es un desierto? ¿Cuándo viste alma viviente vos por aquí?»

– «Algún cristiano he de encontrar. Aunque sea una pala.»

– «¡Qué pala ni pala! De aquí no salimos si no es con tractor.»

El paraje La Tecla conservaba el nombre de una estancia que fue famosa en su tiempo y que en realidad llevaba un apelativo de santoral, invocaba a una patrona:

Santa Tecla, protectora especializada vaya a saber en qué beneficios.

Su antiguo dueño, de apellido Esquer Zelaya, había sido hombre de armas llevar, pero también de humanidades: tenía en su haber la publicación de una novela de gran difusión en la zona en la que al tema regional se le sumaba el ingrediente sentimental, que la hacía más atractiva.

Su título: Poncho celeste, vincha punzó, apuntaba a la cuestión política que en Corrientes se apoyaba en la guerra a muerte entre los dos colores.

Pero eso había sido en el pasado. Ahora quedaba sólo el nombre. Y sin “santa”. Y los dos amigos de nuestro cuento estaban en tren de fabricarse en esos alrededores lo que Tito llamaba con orgullo “el campamento”: un refugio que les permitiría pasar con relativa comodidad las noches de pesca de fines de semana con los amigos.

En honor a la verdad: la pesca a veces era inexistente, pero jamás el vino, el asado, la camaradería afianzada con algún buen partido de truco.

Y en el momento en que los estamos viendo llevan los implementos para armar el quincho, donde podrán preparar un buen asado o los guisos carreros en olla de hierro que tan sabrosos le salen a Tito.

La construcción estaría casi exclusivamente a cargo de ellos, con la ayuda circunstancial de algún amigo que supiera algo de albañilería o tuviera ideas aprovechables y ganas de trabajar.

El lugar, sobre el río, era de loteo reciente, sin casa alguna en kilómetros a la redonda. No obstante, Tito creía haber visto señas de poblador en la línea de la costa cuando remontaban a remo el río en busca de algún dorado. Ahora, frente a la realidad del camión atrapado en el fango, algo había que hacer: salir a caminar, buscar ayuda, y ni siquiera habían traído una mísera linterna.

– «Vos quedate aquí que yo voy a investigar.»

Fabián cerró la llave de contacto. Era inútil seguir calentando el motor.
No se veía a nadie por el lado de la costa. El sol destellaba apenas en un poniente nublado. En una de esas se encontraba con algún pescador perdido…

Tito fue desapareciendo entre los arbustos.

Fabián, sin ánimos siquiera para bajarse de la cabina, pensaba en algún recurso, algo que se le pudiera ocurrir para salir del brete. Por nada del mundo quería imaginar la noche en esas soledades.

Esta vez no venían en tren de pesca, debían volver lo antes posible a la ciudad, allá esa noche lo esperaba un asado en lo de su cuñado. Si no salían enseguida del barro sería espera en vano.

Qué joda. Cómo salir del atolladero. Se recostó para pensar. Hacía tiempo que el asfalto había solucionado el problema del transitar las rutas en días de lluvia; esto de caer enterrado en el lodo correntino, en apenas unos metros de tierra fuera del pavimento, era cosa de mandinga.

Fue entonces cuando apareció el enano. Silencioso, moreno, mudo. No supo cómo pero ya estuvo allí, a sus pies, puro sombrero. ¿Para qué le servirá, tan grande, a estas horas? -se preguntó Fabián.

Por la pinta, era un peón, chico de talla, eso sí. Cuando esperaba que le pidiera algo, un pucho, o tal vez el transporte a algún punto de la ruta, oyó su voz: era de mando:

– «Arrancá el motor.»

Fabián creyó estar soñando.

Como dentro de un sueño, justamente, uno de esos sueños en que se veía como imposibilitado de contrariar la orden que emanaba de un desconocido mandón. Y, en este caso, meterete.

– «Arrancá te digo y metéle fuerte.»

– «Pero si no da. Se entierra cada vez más y patina. Ya me cansé de probar.»

– «Dale te digo, yo empujo de abajo.»

Y con gesto perentorio el desconocido Petiso –en realidad, enano- reforzaba su autoritario mandato.

Fabián, como si continuara soñando, hizo girar la llave y miró por el espejo retrovisor. El diminuto personaje, sin siquiera sacarse el sombrero, hacía gesto de empujar la parte trasera de la carrocería, gesto que le pareció inútil, aunque solidario.

Qué podría hacer contra la carga del camión hundida sobre el barro. Se rió para sus adentros. Estos que no saben nada y quieren darse de técnicos. Los petisos son así. Creídos de más.

Arrancó, tanto como para responder a la buena voluntad del tipo y volvió a mirar por el espejo. Entonces, una conmoción lo dejó frío. La mano del Petiso, sí, una sola mano, elevaba la rueda trabada. Y con la otra le daba un empujón a la puerta del camión, pesadísima, la misma que a ellos les costaba hacer fuerza colectiva para moverla.

– «¡Que lo parió!»

Le dio una acelerada y la inmensa mole del camión salió disparada hacia adelante.

– «Gran siete, ni le vi la cara, sólo el sombrerón ese.»

Entonces se le hizo la luz. Y empezó a temblar.

Allá a lo lejos, Tito volvía sin pala y sin linterna. Vio avanzar el camión y no podía creer cómo se había producido el milagro.

– «Subí te digo, rápido. ¡¡Subí!!»

– «Bueno, che, qué te pasa.»

– «¡No es normal! ¡¡no es normal te digo!!»

– «Pará, loco, tranquilizate y no me grites…»

– «Es que ni te imaginás…»

Y Fabián se prende fuerte al rosario que cuelga sobre el parabrisas.

– «¿Cómo saliste? ¿Quién te ayudó?»

– «¿Vos estás loco? ¿Quién?»

– «¡Te juro que era el Pombero, te lo juro! ¡Quién si no! ¡Rajemos, Tito! ¡Hasta Posadas no paramos!»

El campo atardecía rápidamente. Ni una sombra se movía en la extensión. Nadie en leguas a la redonda.

Fin.

El ayudante es un cuento corto que nos llega a través de Gustavo Maffini, sobrino de la ya desaparecida Olga Zamboni, que nos regala este hermoso relato.

Sobre Olga Zamboni

Olga Zamboni

Olga Mercedes Zamboni (1938-2016) es una reconocida escritora que nació el 17 de octubre de 1938 Santa Ana, provincia de Misiones en la República Argentina. Hija de Tito Tomás Zamboni y Ana Branchesi, Olga se especializó en literatura clásica y literatura regional.

Olga se recibió de Maestra Normal Nacional y fue profesora especializada en Castellano, Literatura y Latín, egresada del Instituto Superior del Profesorado «Antonio Ruiz de Montoya», de Posadas. Postgrado en Universidad Nacional de Misiones y en el Instituto de Cultura Hispánica (hoy ICI) de Madrid.

Premios:

  • «Arandú consagración en letras», Posadas, 1997.
  • «El libro de oro», Sadem Iguazú, 1996.
  • También es Premio Secretaría de Cultura de la Nación a la producción literaria 1982-86 por su libro «Poemas de las Islas y de Tierrafirme».
  • Su cuento «Cuestión de Óptica», premiado por Radio Nederland, Holanda, Concurso para Latinoamérica.

Olga Zamboni fue declarada miembro de la Academia Argentina de Letras en 2002.

5/5 - (1 voto)

Por favor, ¡Comparte!



Recibe nuevo contenido en tu E-mail

Ingrese su dirección de correo electrónico para recibir nuestro nuevo contenido en su casilla de e-mail.



Descubre más desde EnCuentos

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo