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Jormilo era un niño muy llevado a sus ideas. No le gustaban las órdenes, menospreciaba las críticas y las advertencias. Todo giraba en torno a él y a su comportamiento supuestamente sin faltas. “¡Qué mundo es este de vivir con reglas! ¿Es que no pueden dejarme en paz?”, alegaba todos los días.

Para la mente del niño, había una conspiración de los padres del mundo para impedir a sus hijos ser como ellos quieren ser. Estos pensamientos intrigantes fueron interrumpidos por una noticia agradable: un paseo familiar al lago cercano de la ciudad. ¿Por qué agradable? Porque los padres se relajan, no andan tensos y por lo tanto… ¡no dan instrucciones! Con mucho ánimo, la familia partió temprano en la mañana de paseo.

Una vez que llegaron, eligieron el mejor lugar y ahí se instalaron. El padre hizo el fuego de la parrilla y cortó la carne, la madre puso la mesa con una tía, las hermanas condimentaron las ensaladas y Jormilo llevó las bebidas, mientras observaba una embarcación que llevaba turistas.

“¿Papá, podemos hacer un paseo en bote antes de almorzar?”, preguntó el niño. Su padre vio la embarcación también y se la mostró a su esposa, quien accedió encantada a la invitación. Toda la familia se acercó al lugar de inscripción, pagaron la tarifa, abordaron el bote, se pusieron los chalecos salvavidas y comenzó el paseo. “¡Jormilo, no te acerques tanto al borde que te puedes caer!”, le advirtió su madre. Se alejó levemente, pero al rato se acercó otra vez. Así, él mantenía la antigua tradición infantil de hacer como que uno obedece y después volver a hacer lo que uno quiere, sin que se note mucho.

En este caso, el deseo era estar más cerca del agua para tocarla con los dedos. “¡Jormilo, hazle caso a tu mamá!”, gritó el padre. Justo en esta charla de advertencia, el conductor del bote hizo un giro brusco para no chocar a una canoa guiada por dos niñas imprudentes que se cruzaron por la proa.

Como era de esperarse, el desobediente jovencito perdió el equilibrio, cayó por la borda y se hundió. El capitán dio la vuelta, mientras notaban con espanto que el chaleco salvavidas de Jormilo estaba flotando y el niño no se encontraba a la vista. Ambos padres saltaron al agua desesperados y bucearon para encontrar a su hijo. Ellos buscaron durante largos segundos. Volvieron a hundirse y buscar en otro sector hasta fatigarse y acalambrarse.

Entretanto, la embarcación permanecía en el lugar de la caída. Sin encontrar el rastro de su hijo, subieron a bordo resignados, se abrazaron y rompieron en llanto por la repentina pérdida. ¿Y Jormilo se murió realmente? No, claro que no. Con la caída repentina al agua, él efectivamente se hundió.

Con la impresión del accidente, él no abrió sus ojos dentro del agua y entonces no se dio cuenta, que estaba pataleando hacia… ¡el fondo del lago! Como es su trabajo estar atentas, unas sirenas advirtieron lo sucedido y pudieron actuar con rapidez. ¿Sirenas en un lago? ¿No eran de mar solamente? Por supuesto que no. Lo que sucede es que casi nadie escribe sobre ellas. Entonces, poco se sabe.

Tomaron el desesperado y confundido niño de los brazos y piernas, mientras la encargada de la burbuja de aire lo envolvía por completo. Su maniobra fue perfectamente rápida. Se vació el agua de la burbuja y quedó sólo aire. Cuando los pulmones de Jormilo no aguantaron mantener la respiración, el niño inhaló oxígeno y se encontró a salvo. Luego, se alejaron de la superficie suavemente.

Una vez que el niño llegó al fondo del lago, observó actividad alrededor de su burbuja. Otras sirenas aparecieron y la tomaron con cuidado, amarrándola con cuerdas hechas con algas, como una boya, en las profundidades del suelo del lago. Una vez que su vista se acostumbró a la escasa iluminación, se enteró que había otros niños y niñas encerrados en burbujas como la suya.

“¿Ya supiste por qué te trajeron?”, escuchó la voz de un niño vecino, que desde otra burbuja le saludaba con la mano. “¡No! ¿Por qué estamos cautivos? ¿Estamos muertos?”, preguntó nuestro protagonista. “Ahí te quedarás. Tenemos todo el tiempo del mundo para esperar”, dijeron unas sirenas que pasaban por el lugar. “¿Para esperar? ¿Para esperar qué? ¿Acaso tengo yo la culpa de haberme caído? ¡Fue el capitán el responsable de mi accidente! ¡Yo no tuve nada que ver!”, lloró desesperado Jormilo. Se aproximó una sirena a su burbuja y le dijo que parecía que no tenía ganas de ver la verdad.

Dicho eso, se alejó tan rápido como los peces lo hacen. “¡Tienen que soltarme! ¿Es que no se dan cuenta que mi mamá y mi papá creen que ya me morí y deben estar llorando mi muerte? ¡Ellos no tienen la culpa de esto! ¡Lo único que ellos querían era que yo……… me alejara……… del borde del bote……… que me podía pasar algo……… o sea, que……… Oh, oh, oh”, tartamudeó el niño, mientras ordenaba sus pensamientos en voz alta.

Unas sirenas empezaron a rodear la burbuja, mientras Jormilo se iba dando cuenta, que si hubiera hecho caso a las advertencias de sus padres, daba lo mismo si el capitán del barco hacía o no hacía la brusca maniobra. Él se habría salvado igual, porque no habría estado en el borde de la embarcación.

Pero entonces, ¿la culpa era de él mismo? “¡Oh, sí! ¡Algo tan obvio y no lo vi hasta ahora!”, gritó él con alivio, mirando a cada sirena mientras hablaba y… lo soltaban del fondo! “¡Y más aún, ustedes me salvaron de ahogarme. ¡Increíble! ¡Ahora lo veo todo claro, perdón por ser tan grosero!”, confesó entusiasmado Jormilo a mitad de camino. “¿Ves, Jormilo, que nosotras no te soltamos del fondo? ¡Te soltaste tú solo, al hacerte responsable del accidente y lo más importante: arrepentirte!”, dijeron las sirenas, cada vez más cerca de la superficie. “¿Cómo les puedo agradecer lo que hicieron por mí, lindas sirenas”, preguntó Jormilo al despedirse. Ellas respondieron que sencillamente no debía delatar su mundo de allá abajo, porque aún había niños presos que no aprendían su lección.

Cuando llegaron a la superficie, ellas reventaron la burbuja y se aseguraron que el niño respirara bien y que flotara en forma segura hasta que el bote hiciera una vuelta más buscando su supuesto cuerpo sin vida. “¡Mamá, papá, capitán! ¡Acá estoy, en el agua!”, gritó Jormilo con todas sus fuerzas.

Cuando la embarcación de acercó, ambos padres se zambulleron de pura emoción para abrazarlo, besarlo y acariciarlo. Una vez todos en cubierta, la tía regañó al capitán por la inesperada maniobra causante del accidente. Jormilo le contestó: “No, tía. Él no tiene nada que ver en esto. Yo tuve la culpa por no haber hecho caso a las advertencias de mis padres”. “El lago nos devolvió a un hijo más consciente”, dijeron ellos con alegría inmensa.

¿QUÉ ENSEÑANZA NOS DEJA LA HISTORIA?

Busca que el niño comprenda que sin consejos, advertencias o instrucciones, él no aprende con la misma efectividad que si aprendiera por ensayo y error, donde quizás podría estar acechando la muerte. Además, demuestra que arrepentirse es muy sano, porque es una garantía que no se volverán a cometer los mismos errores.

Fin

La burbuja que enseña es uno de los cuentos cortos del escritor Juan Pablo Fuenzalida Betteley sugerido para niños a partir de nueve años.

Todos los derechos reservados.

Prohibida su reproducción. www.creativistories.com

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