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El espanto de la sabana

Hace muchos años, cuando el pueblo de El Socorro era un pueblo pequeño, cuando sólo había caminos, las casas quedaban muy distantes, el medio de transporte eran caballos, burros y mulas, cuando no existían los teléfonos, ni computadoras, ni electricidad…ocurrió lo que les voy a contar…

En uno de los ranchos vivía Doña Simona, era una mujer viuda, no era tan vieja, pero todo el mundo por respeto le decían Doña. No llegaba a cincuenta años, pero el sufrimiento y las penurias sufridas desde su viudez le llenaron de nieve su cabellera y las telarañas del tiempo se iban apoderando de su blanco rostro. Sus manos estaban llenas de callos como las de un hombre y generalmente sus uñas ennegrecidas por el carbón de la leña.

Una mañana Doña Simona no se sintió bien, sentía dolor en las articulaciones y sus ojos calientes producto de la fiebre. Con mucha dificultad se sentó en su chinchorro y llamó con voz muy débil a su hijo:

– Melquiades ven acá. Pero nadie respondió a su llamado. Nuevamente le llamó y se escuchó una voz entre chillona y ronca:

– Ya voy ma´! Era la voz de un adolescente refunfuñón y holgazán. Melquiades era el único hijo de Doña Simona, quien fue criado a toda leche, como decía mi abuela, como el niño consentido. Doña Simona lo tuvo ya a los treinta y pico. Tres años después falleció su marido y desde ese momento fue padre y madre.

-Anda a buscar leña mijo, es que me duele mucho el cuerpo, creo que tengo los huesos enfermos porque me duelen y tengo fiebre. Anda mijo para hacerte unas arepitas y frijoles. Yo no tengo hambre.

– El muchacho se levantó de mala gana profiriendo palabrotas y con total desgano se lavó los dientes y se cambió la ropa sin bañarse. Agarró su resortera, que en mi llano le dicen “China” y se puso un sombrero de cogollo, caminó lentamente, abrió el tranquero que daba hacia el potrero, vio las vacas junto a sus becerros, ya que nadie las ordeñó y se fue de mala gana, sin cerrar el tranquero. Solo pensaba en voz alta:

– Si claro, hoy si amaneció enferma, debe ser pura flojera.

Caminó y caminó, pero no encontraba leña, solo pasto seco, unas matas de maíz secas en el suelo y mucho polvo. Pasaba cerca de un gran árbol de Apamate cuando algo venía volando, con un chillido y rasguñó su cabeza. El muchacho trató de defenderse pero un segundo ataque lo hizo correr. Era un par de torditos que anidaban en el árbol, tenían sus polluelos y simplemente los defendían de cualquier transeúnte.

El muchacho metió la mano en su bolsillo buscando su resortera, se agachó y agarró varias piedras, las guardó en su bolsillo y sin ninguna compasión, lanzó una piedra a uno de los pajaritos, quien al recibir una pedrada en su cabeza cayó al suelo aleteando.

Recargó su resortera nuevamente y con una puntería infalible acabó con la vida del otro pajarito, dejando en orfandad a los pichones quienes sin comer, morirían en menos de dos días.

Sin el menor remordimiento siguió caminando, cerca de una gran ceiba escuchó un sonido como el de una gallina con sus pollitos, se desvió de su camino y ahí se veía la gallina casi corriendo. Melquiades pensó en agarrarla y llevársela con los pollitos, pero no cargaba saco, ni guaral para amarrarlos. Mientras caminaba detrás de la gallina y sus pollitos se iba alejando del camino. Ya su paciencia se estaba agotando, el calor le hizo sudar y nada que alcanzaba a los animales.

Entre el calor y la obstinación, Melquiades se había adentrado en una sabana amplia y desconocida. Al no lograr su objetivo, tomó una determinación, con malicia se detuvo y la gallina se escondió detrás de un arbusto de chaparros, sacó su resortera dispuesto a ponerle fin a la gallina con sus pollitos. Se acercó sigilosamente hacia el arbusto apuntando al sitio donde estaba la gallina, pero detrás del arbusto no había nada.

Repentinamente una polvareda se acercaba hacia el arbusto, pero Melquiades no veía nada.

El corazón de Melquiades latía fuertemente y comenzó a temblar, algo venía entre la polvareda y unos mugidos que parecían hacer eco en la nada, pues solo se veía polvo y más polvo. Un gran golpe recibió Melquiades por su espalda y cayó al suelo. Pero eso sólo era el comienzo de la gran paliza que recibiría Melquiades. No pudo levantarse, comenzó a sentir el golpe de unos cascos en su espalda, piernas y cabeza. Una y otra vez Melquiades fue azotado, mientras pedía auxilio. Comenzó a llamar a su madre y recordó que ésta no podría ayudarle, estaba enferma y muy lejos. Recordó que había dudado de la enfermedad de su madre y pidió perdón en voz alta, como si quien le estuviese azotando era su madre. Una vez más gritó:

– Perdóname Diosito por dudar de mi madre! Perdóname Diosito por matar a los animalitos!

Melquiades dejó de sentir aquellos cascos sobre él, aunque había un fuerte olor a azufre y un gran silencio. Con el cuerpo magullado y adolorido se levantó a duras penas y caminó lentamente viendo para todos lados. Estaba perdido en una sabana, solo y con miedo. Trató de orientarse y vio a lo lejos el gran Apamate donde terminó con la vida de los pajaritos. Apresuró el paso y volvió al camino. Allí vio el nido y los pajaritos yacían en el suelo. Una lágrima se asomó y sintió remordimiento. Subió al árbol y agarró los pichones aun sin plumas, los metió entre su sombrero maltrecho y regresó a casa entre llanto, miedo, remordimiento y totalmente magullado.

Su madre al verlo, como pudo, se levantó a abrazar a su hijo y rompió en llanto, pensando que alguien le había dado una golpiza. Melquiades estaba sucio, rasguñado y olía muy mal. Le contó a su madre lo ocurrido y ella le dijo que ese era El Espanto de la Sabana, quien azota a los muchachos desobedientes y malcriados, a los hombres infieles y a la gente con malas intenciones.

Melquiades le pidió perdón a su madre, recogió leña cerca del patio y prometió nunca más usar su resortera, ni hacer daño a los animales. Alimentó a los polluelos hasta que pudieron volar y se fueron.

Han pasado muchos años y Melquiades aún recuerda El espanto de la Sabana. Es un buen hijo y padre ejemplar, tiene cuatro hijos, dos niñas y dos niños a quienes les ha contado lo que le ocurrió cuando era adolescente. Cuida de su madre, su esposa, sus hijos y vive en paz con la naturaleza.

Fin

Cuento sugerido para niños a partir de 8 años

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