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Mañana. Escritora argentina. Cuento sobre los sueños que no se procuran cumplir.

Augusto se había criado en un hogar austero. No pobre, ni siquiera humilde, pero sin dudas austero. Sus padres habían sido gente de trabajo, de aquellos que creen que el trabajo no sólo sirve para vivir, sino por sobre todo, para asegurarse una vejez digna.

Hacían un culto del sacrificio y el temor a no tener nada en un futuro. Augusto no supo jamás lo que era recibir un par de zapatillas, sino hasta que las que estaba usando ya no resistiesen los embates del tiempo y el tamaño de sus pies.
No fue fácil crecer en ese ambiente. Un niño desea cosas que no tienen por qué tener que ver con la necesidad de tenerlas.
En su hogar, la necesidad y la obligación, desplazaron al placer y a muchos sueños también.
“Para que quieres una pelota nueva si tienes la que te regalamos hace cinco años”. Todavía escuchaba la voz de su padre y podía sentir cómo, tantos años atrás, corrían tímidamente un par de lágrimas por su mejilla.
“La ropa es mejor holgada, para que sirva el año que viene también” decía su madre cada vez que era imprescindible comprar alguna prenda. Todavía veía a ese niño en pantalones con marcas de dobladillos que evidenciaban no sólo su crecimiento, sino el tiempo que hacía que ese pantalón había sido comprado.

“Pide a los reyes cosas necesarias, no juguetes que pasan de moda”. Todavía tenía en su mente ese tipo de frases que escuchaba cada año. Aún podía sentir la presión que hacía sobre la lapicera para no escribir en su cartita aquello que realmente deseaba con el corazón ¿Qué le importaba a Augusto niño lo que era necesario? Él quería juguetes, autos, pelotas ¿Por qué no podía pedirles a los reyes lo que se le antojara? ¿Qué tenían que ver ellos con la necesidad de las cosas?
Augusto soñaba con barcos, desde muy pequeñito, pero jamás tuvo uno. Los barcos de juguete eran caros y más valía gastar dinero en algo de mayor utilidad.

El niño que fue quería navegar de verdad, sentir el viento sobre su rostro y el agua salpicando sus cabellos. Pidió infinitas veces a sus padres que lo llevasen a navegar, pero era algo costoso en aquellos días y por ende, imposible de conceder.
Augusto creció en ese ambiente y sabido es que uno puede escapar sólo en parte de su historia, de las frases escuchadas con frecuencia y menos aún, de los sueños que fue imposible cumplir.
Nunca tuvo un libro nuevo, ni su ansiado barco y había aprendido a sacar punta a los lápices con tal pericia que le duraban mucho más tiempo del que deseaba.
– “Viejo se es mañana” decía siempre su padre. Hay que guardar para cuando ya no se pueda trabajar.
Un día, sin saberlo, decidió que era inútil sufrir por esa vida austera y acotada y se amigó con ella.
Comenzó él a prolongar la vida útil de las cosas, a considerar que no hacía falta comprar libros nuevos para la facultad cuando podía adquirirlos usados “total los libros dicen lo mismo, sean nuevos o usados” solía decir.
Augusto se transformó en un joven hecho a imagen y semejanza de sus padres. Consiguió un trabajo y más allá de pagar sus estudios, ahorraba todo lo que podía.
El mañana lo obsesionaba. El no tener una vejez digna, no poder mantenerse cuando fuese anciano se habían convertido en una amenaza de la que no salió ileso.
Se fue endureciendo, de a poco fue olvidando aquellas lágrimas de niño, la lapicera apretada para escribir la cartita a los reyes y sobre todo el sueño de tener un barco.
No se trataba de tener o no el dinero suficiente para comprarlo. Augusto era un exitoso profesional. Sin embargo, aquel sueño que de niño había sido tan importante, ahora de grande, se había transformado en algo postergable y casi superficial.
Su familia insistía para que cumpliese esa asignatura pendiente, pero jamás accedió.
– Hay que pensar en el mañana, no gastaré dinero en un barco – repetía una y otra vez.
Sus hijos tenían la misma vida acotada que él había tenido. Olvidó cómo se sentía esa vida de cosas usadas y anhelos no cumplidos y se las hizo vivir también a ellos.

No pudo escapar del mandato familiar y arrastró a su familia a sobrevivir una vida que bien podría haber sido vivida a pleno.
Con el paso de los años, la obsesión por el mañana y la vejez fue haciéndose cada vez más fuerte. La jubilación, el retiro, el ahorro, la pensión, eran palabras cada vez más frecuente en el vocabulario de Augusto.
Era joven. Apenas si rondaba los cuarenta, pero parecía que en su horizonte ya no había proyectos, ni sueños, sólo recaudos para el futuro. – “Viejo se es mañana” – repetía a sus hijos, tal como su padre hiciera con él.
Cierto día, despertó angustiado. Sentía tristeza y desazón. Necesitaba algo que ni él mismo sabía bien qué era. Llovía, el cielo estaba gris y el viento castigaba los árboles.
Salió de su casa sin rumbo fijo y de repente se encontró, casi sin saber cómo, en el puerto.
Se detuvo a mirar como navegaban aquellos barcos que habían transportado sus sueños de niño y una lágrima se confundió con las gotas de lluvia.

Un impulso desconocido lo arrojó dentro de una embarcación y se encontró rogándole al dueño que lo llevase a navegar.
– No es día para navegar – dijo el dueño del barco.
– Sólo unos minutos, se lo ruego – insistió Augusto.
El dueño del barco accedió. Soltó amarras y en poco tiempo estaban en medio del río. Augusto fue feliz, luego de mucho tiempo y muchos años, fue feliz, pero no era un día para navegar y menos aún para cumplir sueños postergados. Dicen que los sueños jamás deben postergarse pues no se sabe en qué oportunidad pueden llegar a cumplirse.
Cada vez llovía más y las ráfagas de viento no eran caricias, sino látigos.
La embarcación se dio vuelta y los hombres nada pudieron hacer.
El día siguiente, encontraron el cuerpo de Augusto flotando en el río. El viento rozaba su rostro, el agua salpicaba sus cabellos y una sonrisa podía entenderse en su expresión. El sol brillaba como nunca. En la proa de la embarcación, justo al lado del cuerpo de Augusto y como una burla del destino podía leerse un cartel de bronce que decía: “Mañana”.

Fin

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