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Por Pablo Rodríguez Prieto. Cuentos de perros

Cachorrito triste es un relato en primera persona, bueno, es una forma de decirlo 🤣🤣🤣 de un hermoso cachorro que fue recibido y adoptado por una familia, pero al poco tiempo se dieron cuenta que no lo querían y comenzaron a ignorarlo y maltratarlo. Es un relato de lo triste que puede estar un perrito que cree que le van a dar amor y lo único que desean es un juguete que luego se puede desechar. Un cuento del escritor peruano Pablo Rodríguez Prieto para educar a los niños en la responsabilidad y el amor por las mascotas.

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Cachorrito triste

Cuento del cachorro triste

Los recuerdos más lejanos, los tengo desde siempre, ligados a ésta mi familia que supo darme cariño, aprecio, comida y un espacio donde poner mis huesos a estas alturas de mi vida. No muy cómodo, después de todo nunca lo fue, pero seguro, después les diré por qué.

Llegué siendo muy pequeño, días de nacido tal vez, y me adoptaron con un montón de caricias que por poco me quitan la vida. Todos querían acariciarme, tocarme y cargarme. En este proceso, más de una vez fui a parar al suelo y gracias al cielo que de donde caí, siempre fue de las manos más pequeñas; lo que significaba menos altura con respecto al piso.

Joel, el más travieso y cariñoso, se peleaba con todos los demás niños por querer tenerme y decía pertenecerlo. Así también lo creí siempre yo hasta que un buen día le ordenaron que me sacara del interior de la casa, pues me había ganado una de mis necesidades fisiológicas.

Fue divertido ver al grupo de personas, todas escandalizadas por un poco de caquita. Lo vi divertido y lo volví a repetir. Lo malo fue que esta vez estaba sola la señora Martica. Toda una furia contenida, desató en pocos segundos contra mis huesos, a la vez que me repetía palabras que no pude entender.

Mi caquita y el cariño de Martica me llevaron al techo de la casa.

Solamente por ratos subía Joel con algún otro niño para jugar conmigo. Los días eran calurosos y las noches frías. Daba vueltas por el pequeño espacio que disponía, rascaba la puerta con la esperanza que alguien viniera a sacarme de allí, pero nada. Nunca ocurría nada.

Aprendí a subirme sobre unos ladrillos y desde ahí ver lo que pasaba afuera. Escuchaba voces y ladraba; ladraba, porque era lo único que sabía hacer para expresarme. En mi mente mil ideas pasaban, mil cosas se me ocurrían; ninguna la podía ni expresar ni tampoco realizar.

Tras dar muchas vueltas descubrí que tenía una cola y tratando de cogerla aprendí a jugar solo. Me volví huraño y cuando los niños subían para jugar conmigo yo no lo deseaba, me escondía y evitaba responder a las caricias.

Tirado en el suelo solo abría las patas.

Joel descubrió que me gustaba que me rascasen la barriga y siempre lo hacía, yo cerraba los ojos y disfrutaba de esa caricia sin moverme. Cuando se iban, trataba de salir con ellos, siempre me lo impedían y quedaba muy triste. Joel se daba cuenta de eso y regresaba para darme una caricia más.

Cierto día que subieron al lugar dónde estaba y dónde también había unos cordeles que de cuando en cuando los llenaban de ropa, se olvidaron cerrar la puerta mientras estaban en esa labor, oportunidad que la aproveché para salir lo más silencioso que pude y bajar las escaleras.

El temor a ser descubierto y el miedo que descubrí en ese momento por las escaleras, hicieron que no pudiera contener mis orines. Literalmente me orine de miedo, cosa que no causó ninguna gracia a quien tendía la ropa, pues resbaló al descender por las escaleras y no ver mis orines.

– «¡El perro se escapó!» -gritó con todas sus fuerzas.

En ese momento salieron mil voluntarios para buscarme. Yo me había escondido debajo del primer mueble que encontré. Temblaba de miedo, razón por la cual no fue muy difícil descubrirme.

– «¡Al techo!» –ordenó Martica.

Así fue, de vuelta a la soledad, al frío y al calor.

Lo peor de todo era que no siempre había que comer ni que tomar. Se olvidaban cada vez más frecuentemente de mí y cuando subían, mi comida la arrojaban al piso.

Sentía mucha pena y no podía comer, me echaba junto a los alimentos y observaba cómo un grupo de moscas revoloteaban y hacían fiesta sobre mis provisiones.

No contentas con alimentarse de lo que era para mí, volaban hacia mi cuerpo para limpiarse las patas y descansar sobre mi suave pelaje. Con las orejas las espantaba procurando no moverme, pues estaba muy molesto, sin embargo, ellas insistían en molestarme aún más.

Por ese entonces también descubrí lo más latoso que puede pasar en la vida de un ser tan pacífico como yo. La primera vez que lo sentí me hizo saltar, sin poder entender qué estaba pasando. Como pude me rasqué y al poco rato, otra mordida, luego otra y luego otra más.

Cuando se calmó la molestia, pensé que se habían acabado mis pesares, cuan equivocado estaba. Al cabo de unas horas volvió el ataque. Con las patas y los dientes trataba de eliminarlas, lo que me producía un escozor mayor y algunas heridas que, aunque pequeñas eran cada vez más incómodas.

En poco tiempo las mordidas fueron en varias partes de mi cuerpo al mismo tiempo. Al no poder evitarlas intente soportarlas, para de ese modo no lastimarme al rascar. Pero, la cosa ya no era broma, había momentos muy largos que no me dejaban dormir.

En el mejor de mis sueños, que eran pocos, me despertaban y tenía que mantenerme en movimiento. Subía y bajaba a los ladrillos, trataba de alcanzar mi cola en frenéticas e interminables vueltas que terminaban por marear a mis atacantes y cansándome a mí.

– «¡Pulgas, este perro está lleno de pulgas!» -alguien se encargó de hacérmelo saber.

Eran pulgas las que me atacaban día y noche.

– «¡Hay que eliminarlas!» -fue la orden de Martica, quien armada de valor, cólera y deseos grandes de eliminarlas subió a donde estaba.

– «¡Joel, Romel, vengan, agárrenlo, yo le echo agua y ustedes lo soban con detergente!»

Primero puse resistencia, luego descubrí que era innecesario oponerse a esa determinación. Me quedé quieto y con mucha paciencia comenzó a sacarme un montón de pequeñas criaturas que luego de aplastarlas las arrojaba al agua.

Yo veía con complacencia que me las quitaran, pero comencé a sentir frío en las patas al tenerlas tanto tiempo dentro de la bandeja con agua. Luego el frío subió por mi espalda y comencé temblar, sentí miedo y una vez más me oriné.

Me llamaron cochino, y me echaron más agua.

Luego se fueron todos, me dejaron una vez más solo, chorreando agua por todos lados. Me sacudí y al hacerlo noté que el ejercicio me calentaba un poco. Seguí sacudiéndome por un buen rato hasta que cansado me quedé dormido.

Había sol y eso ayudó para volver a sentir calor. La molestia de las pulgas había disminuido. Me dolía todo el cuerpo, para bañarme me habían cogido muy fuerte y de cualquier manera. Para que no escape, Raúl me cogió de la cabeza mientras que Joel estiraba mis patas traseras y la cola.

Agradecí que me sacaran las pulgas, pero hubiera sido mejor si me dejaran descansar sobre el mullido mueble que había en el piso de abajo. Dormí un buen rato echado sobre el piso duro, desperté con hambre. Mi comida estaba con moscas, aparte de detergente y pelos que había perdido a la hora del baño.

No me quedó más que intentar echar algo al estómago.

Con los dientes cogí una pata de pollo y la arrastré a un rincón, sabia mal, cerré los ojos y comencé a masticarla. Aprendí a comer comida fría, pasada, malograda, además llena de moscas y de lo que ellas dejaban al posarse sobre mi comida.

Mis patas crecían, yo lo podía notar pues cada vez era más fácil subir a los ladrillos y cada vez era más lo que podía ver afuera. Estaba creciendo, era cierto. Había dejado de ser el cachorrito que todos buscaban para jugar, ya era un perro viejo que mostraba los dientes y gruñía cuando algo no me gustaba.

– «Es peligroso para los niños» -dijo la sabelotodo de Martica.

Mi ladrar era más fuerte y frecuente por las noches.

Cachorrito triste - Cuento de un perro

Sentía fácilmente cualquier movimiento, que respondía con sonoros ladridos. Al despertarme, a cualquiera de las horas que fuesen, trepaba a los ladrillos junto a la pared tratando de ver quien pasaba o que ocurría, por lo que estirando mi cuello hacia la calle ladraba con fuerza.

La dulce Martica que sacaba diligentemente mis pulgas al bañarme, ordenó un buen día que ya no debería de estar ahí.

– «¡Este techo es una inmundicia! ¡Sáquenlo de aquí!» -ordenaba, mientras se lamentaba de no poder dormir por las noches por mis ladridos.

Y fui sacado del techo de la casa, el único lugar que conocía, claro después de la escalera que recordaba haber orinado alguna vez. Joel ya no podía cargarme, por lo que cogiéndome de las patas delanteras me llevó hasta el corral.

Puso un cartón que me serviría de cama, llevó una bandeja con agua y dejó junto a mí un plato viejo pero limpio con comida caliente. Estaba emocionado, miré por todos lados y comencé a descubrir que el mundo era más grande de lo que yo imaginaba.

Sentí hambre y el aroma delicioso de la comida fresca me abrió el apetito.

Ojalá así fuera todos los días. Más gente se acercó hasta mí. Muchas de las voces las reconocía, aunque nunca había visto a esas personas. Pero mi corta vida me enseñaba que todo dura poco, finalmente quedé solo nuevamente.

Solo, triste y arrinconado quien sabe hasta cuándo.

Fin.

Cachorrito triste es un cuento del escritor Pablo Rodríguez Prieto © Todos los derechos reservados.

Sobre Pablo Rodríguez Prieto

Pablo Rodriguez Prieto - Escritor

“Soy un convencido que la lectura hace que los seres humanos seamos empáticos, con lo que se puede lograr un mundo más amigable y menos conflictivo. Sueño con un mundo mejor que el que tenemos hoy.”

“El Perú es un país muy rico en paisajes y destinos turísticos, con innumerables regiones y climas muy variados. Yo nací en Pucallpa, una ciudad de la región Ucayali en la selva. De niño, por el trabajo periodístico de mi padre radicamos en muchas otras ciudades, esto enriqueció mi espíritu de usos y costumbres muy disimiles que posteriormente se traducen en mi trabajo literario.

Mis inicios fueron escribiendo crónicas que las repartía entre mis amigos sobre experiencias locales que las denominaba ‘Crónicas de la calle’. Prefiero escribir cuentos, pero e incursionado en novela corta y poesía. Soy casado y tengo tres hijos quienes son mis mayores críticos. Cuando ellos eran niños jugaba a escribir sus ocurrencias diarias y casi siempre fueron desechadas, aún cuando guardo esas historias en mi memoria.

Actualmente radico en Lima y desarrollo actividades vinculadas a las artes gráficas. Tenemos una imprenta familiar y en las pocas horas disponibles escribo de a pocos, pero con muchas ganas que mi trabajo lo lea el mundo entero”.

Puede verse parte del trabajo literario de Pablo en https://pablorodriguezprieto.blogspot.com/

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