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Había una vez una jovencita llamada Ana. La mayoría de las veces se sentía triste y sola.

Pensaba que la gente que estaba a su alrededor no la comprendía. En sueños se veía llorando en medio de un tumulto de personas que no la volteaban a ver.

Una tarde en particular se sintió más triste que nunca y se encerró en su cuarto para llorar y gritarle a su almohada, sin imaginar jamás que en ese momento alguien pequeñito rezongaba:

─ ¡Ya callen a esa niña! ¡Otra vez llorando! ¿Por qué llora ahora? Si sus padres le compraron vestidos nuevos y hasta la llevaron de vacaciones.

Ese ser pequeñito era el mayordomo que habitaba en el cuerpo de Ana. Para él y para muchos otros seres pequeñitos ésta era su casa.

El mayordomo se encargaba de atender a los invitados y estar al servicio del señor H y la señora N que eran por así decirlo, los dirigentes de la casa.

Todas las mañanas el señor H revisaba su lista de pendientes y se iba con un grupo de miles de obreros que le ayudaban a reparar los desperfectos. Por ejemplo, un día se percató que en una vena que ellos identificaban como la tubería número 255 tenía un problema de atascamiento.

Otros días tenían más trabajo porque intrusos entraban a la casa y querían destruirla o quedarse para siempre sin cooperar en lo absoluto. Así que tenían que reunir a todos los obreros, que eran millones, para poder luchar y sacarlos.

La señora N se encargaba de la limpieza de todos los lugares y para esto había millones de trabajadoras domésticas que la ayudaban a quitar el polvo, las grasas, manchas, etcétera.

Cuando un invitado especial llegaba ir a la casa, todas las ventanas se abrían para que entrara aire fresco y se ponían manteles largos en las mesas. Les encantaba que fuera a visitarlos la joven llamada Imaginación porque siempre les contaba historias interesantes. Ella iba de visita cuando Ana tenía que hacer un trabajo de creatividad.

Ana pensaba que todas las ideas venían de ella, cuando en realidad, la joven Imaginación se las soplaba cerca del oído. La Imaginación llegaba hasta el oído de Ana a través de los carritos voladores que le prestaban los dirigentes de la casa y que se utilizaban para llegar más rápido de un lado a otro porque han de saber que son distancias larguísimas ir desde un brazo hasta el dedo gordo de un pie.

Todas las cosas iban bien hasta que una mañana la señora N no se quiso levantar para realizar los quehaceres de la casa.

─ ¿De qué sirve que me esfuerce tanto si Ana jamás se da cuenta? ─decía con desánimo la señora N─ ¿De qué sirve que hagamos tanto si ella siempre está triste?

Todos trataron de consolar a la señora N, pero pasados los días, los demás también se contagiaron de la misma tristeza, así que cada ser se fue a dormir a su habitación y se cerraron todas las puertas de la casa.

Ana enfermó gravemente. Los doctores no sabían que enfermedad tenía. No podía caminar, bailar ni disfrutar una rica comida. Ana empezó a añorar los días que estaba sana. Ahora comprendía que antes no había tenido ninguna razón para haber estado triste, al contrario, tenía vida y salud.

Los días pasaron hasta que una noche Ana soñó que era la reina de un castillo y que millones de seres la amaban y ponían todo su esfuerzo para que ella pudiera sonreír, hablar, caminar, brincar y poder existir en este mundo.

Se despertó y supo de inmediato que no había sido un sueño. Ella efectivamente era la soberana de su propio castillo. Entonces un grito de alegría despertó a todos los millones de seres que estaban dormidos.

El primero que se despertó fue el mayordomo:

-¡Ya callen a esa niña! Ahora sí no nos va a dejar dormir nunca.

Y esto lo dijo con una gran sonrisa sabiendo que las cosas serían mejor porque por fin habían recuperado a su verdadera y única reina.

Fin
Autora: Nancy Barragán

Cuento infantil sugerido para niños a partir de ocho años

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