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La estrella de oriente siempre señala nuestra casa en Navidad

Por Antonio Román Sánchez Rodríguez. Cuentos de Navidad

La estrella de oriente siempre señala nuestra casa en Navidad. Antonio Román Sánchez Rodríguez. Cuento de Navidad.

La estrella de oriente siempre señala nuestra casa en Navidad

La estrella de oriente siempre señala nuestra casa en Navidad

Hace millones de años, nuestros antepasados caminaban apoyando las manos en el suelo. Eran tiempos en los que aún éramos cuadrúpedos, y en la hominización jugó un papel esencial la bipedestación.

Hoy en día, los antropólogos continúan estudiando la evolución humana hasta la irrupción del homo sapiens, pero desconocen que fueron los más pequeños quienes empezaron a usar las manos liberadas de la acción locomotora. Todo comenzó en Jugalandia, una tierra bañada por un fértil río, con abundante vegetación, caza y excelente temperatura.

Los niños se aburrían y aturdían con constantes brincos a sus cuidadores, lo que les enervaba, impidiendo realizar las tareas diarias. Una noche se reunieron en la orilla del río los más sabios del lugar con la finalidad de buscar una solución para entretener a sus hijos y poder disfrutar de momentos de descanso y trabajar sin perturbaciones. Los debates fueron largos y parecía que no se encontraría solución alguna.

Tras un largo silencio, Juguete, que era uno de los más juiciosos de los allí presentes, se levantó y se dirigió a sus compañeros en los siguientes términos:

– La solución está en que ocupemos sus manos con algo y de esta forma, caminarán sólo con los pies. Mataremos su aburrimiento haciéndoles transportar con ellas la comida y las cosas que necesitemos en nuestros desplazamientos.

La idea convenció a todos, pero Muñeca, mujer de extraordinaria sagacidad, intervino objetando que las manos desarrolladas para ser soporte en el movimiento, necesitarían un período de aprendizaje de habilidades de los dedos antes de que los pequeños pudieran realizar las actividades con las que matar su tedio.

Y de esta forma, Juguete y Muñeca fueron aclamados por unanimidad y se les liberó de cooperar en los trabajos de la comunidad con el objetivo de quedar al cuidado de los pequeños y enseñarles a ocupar sus manos. A partir de entonces, los niños aprendieron a usarlas con juguetes y muñecas, que tomaron sus respectivos nombres del propio de sus mentores.

Como quiera que aprendieron a moverse erguidos y a llevar sus manos libres, los mayores decidieron imitarlos y con el paso del tiempo consiguieron fabricar utensilios y armas para cazar. En Jugalandia los hombres aprendieron que el juego suponía crear un mundo inventado sobre el dominio del espíritu, junto al que les brindaba la naturaleza tangible.

Descubrieron que el acto de jugar estaba al margen de las obligaciones diarias, de las normas, de la verdad, de lo bueno y de lo malo, y que jugar les hacía libres. Pero también aprendieron a recorrer largas distancias en busca de alimentos y en consecuencia, a alejarse de las familias.

Los niños habían conseguido liberar las manos aprendiendo a jugar con ellas, y los mayores habían aprendido a elaborar útiles y recorrer largas distancias al poder portar sus herramientas en búsqueda de mejores lugares y condiciones de vida. La especialización del trabajo y el fenómeno migratorio asociado se fue imponiendo produciendo un sentimiento de nostalgia y tristeza por el alejamiento de los seres queridos.

Así ocurrió, y los más jóvenes se alejaban cada día más de sus mayores explorando nuevos territorios. Todos sentían una inmensa gratitud hacia Juguete y Muñeca porque gracias a su labor, sus manos podían ocuparlas transportando enseres, y al caminar con la mirada alzada, oteaban mejor los matorrales y divisaban con antelación a los animales depredadores. Transcurrió mucho tiempo y cada vez más, las familias se distanciaban con los ritos de paso asociados a la marcha de sus hijos de casa, en busca de su propia independencia, lo que produjo un profundo dolor.

Padres y abuelos sentían un gran pesar al comprobar que no regresaban a sus hogares y que las cartas, noticias y albricias recibidas eran insuficientes porque no podían acariciar, sentir ni mirar a sus seres más queridos. La gente comenzó a disponer de mayores comodidades materiales, pero nada les impulsaba a regresar de vez en cuando con los suyos.

Pero quiso Dios traer al mundo a su Hijo y su Espíritu, hacerse Hombre y habitar entre nosotros. Su luz, es la luz del mundo (Jn 8,12) y nos enseñó que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él (Mc 10, 15). Su omnisciencia le hacía sabedor de la importancia de los niños y de las cosas que ocurrieron en Jugalandia.

El Espíritu se instalaría en nuestros corazones y se convertiría en el motor del mundo, de esta forma en Navidad, su fuerza nos impelería a reunirnos en una mesa junto a la familia, llenos de buena voluntad y compasión. Pero la naturaleza del Espíritu es inmaterial y la ceguera de los hombres impedía desentrañarlo. Jesús ya había advertido a sus discípulos que hablaba por medio de parábolas a la gente porque “a vosotros Dios os ha dado a conocer los misterios del reino de los cielos, pero a ellos no” (Mt 13,11), por ello grandes sabios como Aristóteles se encargaron de ilustrarnos:

“El escaso concepto que podemos alcanzar en lo referente a las cosas celestes, nos proporciona, debido a su excelencia, más placer que todo nuestro conocimiento sobre el mundo en que vivimos, de la misma manera que la ojeada furtiva de las personas a quienes amamos es más deliciosa que la plena contemplación de otra cosa cualquiera, sea cual fuere su número y dimensiones”.

El Niño Dios terminó atrapándonos en una mesa para impulsarnos a volver a casa por Navidad, pero tuvo que contar con la complicidad de los más pequeños. Sabedor que Juquete y Muñeca les habían enseñado a no aburrirse jamás y que jugando con sus manos podían crear mundos de fantasía y libertad, reunió un día a los Reyes Magos y les ordenó que en lo sucesivo, para celebrar su Epifanía, repartieran regalos y que los dejaran en todas las casas.

El Niño Dios igualmente había acordado en reunión secreta con los niños, que como antaño en Jugalandia, dieran toda la lata posible a los padres y así obligarlos a regresar a sus hogares para disfrutar de los presentes recibidos. Naturalmente obró el milagro, y en unas Navidades hace mucho tiempo, al amanecer de la Noche Mágica, las vivendas quedaron inundadas de juguetes.

Los pequeños al recibir la noticia y en complicidad con el Niño Dios, dieron la tabarra y obligaron a sus padres a llevarlos junto a los abuelos. Papá Noel no quiso ser menos y se sumó al proyecto en las Navidades siguientes. El Consejo de sabios volvió a reunirse y en gratitud hacia los niños por habernos enseñado a liberar las manos de la locomoción, y por haber conseguido reunir a las familias, tras una declaración solemne, les otorgó una Carta de derechos inalienables como el de jugar, el de tener una familia, y el de protegerlos contra el trabajo infantil.

Y es que después de aprender a caminar y recorrer muchos caminos con las manos libres, necesitamos de la Navidad para descansar, reflexionar y reunirnos juntos a los seres queridos.

La recomendación de Jesús de recibir su reino como un niño es la clave.

¿Cómo definir la Navidad? ¿Cómo no identificarla con la infancia?

Quizá sólo sea cuestión de vivirla. Así que estas Fiestas hay que atraparlas, disfrutarlas y conservar su Espíritu. Y si no es nuestro momento particular, todo volverá a empezar. Congregarnos, ojear furtivamente a las personas importantes en nuestra vida, compartir nuestras inquietudes, miserias y alegrías es tal vez una experiencia que sólo podamos vivir en Navidad.

Y todo comenzó porque en Jugalandia, los niños antes de aprender a jugar, se aburrían y obligaron a adoptar una estrategia a los mayores que terminó por liberarnos del encadenamiento de las manos al suelo. Y muchos años después, otro Niño, impulsó a modo de soplido etéreo y universal su Espíritu en forma de fuerza gravitatoria que nos obliga a volver a casa.

Si no lo percibimos, observemos el cielo: la estrella de oriente siempre ilumina nuestro hogar en Navidad.

Fin.

La estrella de oriente siempre señala nuestra casa en Navidad es un cuento del escritor español Antonio Román Sánchez Rodríguez © Todos los derechos reservados.

Sobre Antonio Román Sánchez Rodríguez

Antonio Román Sánchez Rodríguez - Escritor

«Me llamo Antonio Román Sánchez Rodríguez, nací en Puertollano y resido en Alicante. Soy de la generación de la EGB, escritor por afición y filósofo por pasión.»

Antonio estudió bachillerato y COU en el Instituto Fray Andrés de su ciudad natal. Se graduó en la Escuela Universitaria de Ciudad Real (Universidad Complutense de Madrid) como docente en la especialidad de Lengua Española y tiene el título de Licenciado en Filosofía por la UNED.

«Entre las dos majas de Goya me quedo con la Venus del espejo de Velázquez; frente a la vida me quedo con la actitud de Demócrito, muerto de risa, y nunca con la del amargado Heráclito, y en el Camino soy peregrino y no caminante. Me enredo con la vida, su misterio, la poesía y el pensamiento.»

«Defiendo la unidad de la Nación española, la separación de poderes, los valores del cristianismo, la libertad como valor supremo y la Unión Europea. Participo en las Redes Sociales sin pseudónimo ni escondido en el anonimato. Ni candados ni máscaras.«

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