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La ciudad blanca. Susana Cavallero. Escritora Argentina. Cuentos infantiles navideños.

Una vez, pasó una cosa muy curiosa en una ciudad chiquita, normal, como cualquier ciudad, con niños, perros, mamás, papás, abuelitos, árboles, casas, autos, negocios. Llegó el verano como todos los veranos, con mucho calor y un sol muy fuerte, todos estaban contentos, había vacaciones escolares y era navidad.

La gente se despertó tarde, salieron a saludar a sus amigos y vecinos. Se dieron cuenta que todo estaba más opaco. Es que no hay sol —dijo un niño- ¡No! Es porque tenemos los ojos llenos de telitas de tanto dormir — dijo otro chico.
La cuestión, es que todos los habitantes de la ciudad, veían como se iban destiñendo las cosas, se iban poniendo pálidas, los árboles verde clarito, el cielo casi blanco, la laguna apenas celeste, los techos de las casas rosados, hasta la gente, el pelo, los ojos, las manos, la ropa… todo se estaba quedando sin color.
-¡No puede ser! ¡Estamos soñando! Es un chiste.
Pero no, era todo real. La calle parecía un dibujo sin terminar, algunos negocios todavía tenían color, los autos se veían desteñidos, algunos chicos fueron a la laguna y ya había perdido todo el color, el agua parecía leche con pequeños botecitos navegando, los árboles, todos blanco de distintas formas y alturas, la gente se miraba una a la otra y se sentían asustados ¿Qué estaba pasando?
En la ruta, a la entrada de la ciudad, los autos y camiones que llegaban, al cruzar el límite perdían automáticamente el color.
La alarma era general, sonaban bocinas y la gente estaba toda en la calle observando el fenómeno. Entonces, el intendente llamó urgente a una reunión, a los bomberos, a los policías, a los soldados, a los doctores, a los maestros y a los comerciantes. En fin, a todos los habitantes que pudieran aportar una idea de lo que estaba sucediendo..
La reunión se llevó a cabo en la plaza central… toda blanca; pasto, bancos, las rosas, claveles y margaritas de los canteros, la gente, todo sin color. Era rarísimo. Todos gritaban, el intendente se tocaba nerviosamente el bigote, antes negro, ahora blanco- la radio y la televisión transmitían a todo el país el fenómeno, y grandes científicos arriesgaban opiniones al respecto, pero nadie quería entrar en la ciudad por temor a desteñirse.
Los policías decían que era un truco de una empresa de jabón en polvo para la ropa que hacía eso para probar que su jabón dejaba todo blanquísimo.
Los soldados decían que lo había hecho un coronel malvado.
Los niños de la escuela dijeron que era culpa de la directora.
Los comerciantes le echaban la culpa a los comerciantes de los pueblos vecinos.
Los bomberos culpaban al intendente. Y el intendente culpaba a todo el pueblo. Así todos se peleaban y discutían, hasta que de una casa muy linda y muy blanca, sale un niñito con el flequillo muy largo, se para al lado del intendente, éste en medio de los gritos, no le daba importancia, el niño se cansó y empezó a pegar pataditas a las piernas del intendente.
Este lo alzó en sus brazos y le preguntó que le pasaba. Entonces el niño con voz clara y fuerte dijo -¡La culpa es mía! Todos quedaron mudos, mirándolo.
-¡Sí! ¡La culpa es mía! Porque anoche, mientras rezaba mis oraciones, pedí que la Navidad fuera blanca, muy blanca, cómo en las películas de otros países, que cae nieve, y los arbolitos y Papá Noel están cubiertos con un manto blanco que parece algodón. Pero algo salió mal y ahora está todo demasiado blanco, y no hay nieve, y no está Papá Noel, y sigue haciendo calor y la gente, y las casas, todo está despintado. Y ahí nomás se largó a llorar a gritos.
La gente, al ver llorar al nene, también empezó a llorar. En toda la ciudad se escuchaba el rumor intenso de gimoteos y ayes y había lágrimas en todos los ojos.
Entre tantos lamentos, no se habían dado cuenta que ya era de noche, y al final todos estaban tan cansados que no habían hecho ningún preparativo para la Navidad, no tenían pan dulce ni sidra ni habían comprado turrones ni nueces.
El cura esperaba en vano en la puerta de la iglesia a los feligreses que estaban tan asustados que no se animaban a pedirle a Dios que arreglara las cosas. Esa noche no hubo choque de copas brindando, ni nadie celebró la Noche Buena. Todos se fueron a dormir. Ya pensarían mañana una solución.

Al día siguiente, los despertadores sonaban en todas las casas y uno a uno, los habitantes de la ciudad se fueron levantando. Y todavía, con ojos chiquitos de sueño, se dieron cuenta que todo estaba igual que ante. ¡Con color! ¡Todas las cosas eran de colores! La manteca, el pan, el café… eso sí: la leche seguía siendo blanca, los techos y los jardines, rojos, verdes, amarillos azules. Todo tenía color otra vez.
¡Que había pasado! Nunca lo supimos. ¡Que alivio!
Habría que decirle a ese dulce niñito que nunca más pidiera nada, que nos conformamos con lo que tenemos. Una Navidad con color y con calor.

Fin

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