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Érase que se era, en un reino muy, muy lejano, un pueblo tan pequeño, tan pequeño, que ni estaba en los mapas y tan pobre, tan pobre, que no tenía ni nombre.

A pesar de ser tan pobres, en aquel pequeño pueblo todos eran felices. Tenían lo bastante para comer, tenían sus diminutas casas, tenían amigos y, sobre todo, tenían sus familias. En aquel pueblo todos se ayudaban y todos se querían.

Cada uno daba lo que tenía y lo cambiaba por algo que necesitaba. No necesitaban mucho más.

Aquel pequeño pueblo era un pueblo feliz. Pero llegó un invierno tan frío, tan frío, que hasta los mocos se quedaban congelados en la nariz y el poco carbón que había en el pueblo se acabó antes de llegar Navidad.

Los mayores andaban muy preocupados por eso.

Y los niños… Bueno, los niños comenzaron a comportarse de manera muy rara. Desobedientes. Perezosos. Maleducados. Hasta los más tranquilos hacían travesuras.

Era de lo más extraño. En poco tiempo el pueblo pasó de ser un pueblo feliz, a ser un pueblo triste y enfadado.

Cada día pasaban más frío. Cada día los adultos estaban más preocupados. Y cada día los niños estaban más pesados. Ni castigos ni sermones conseguían que volvieran a comportarse como siempre.

Hasta que a alguien se le ocurrió hacer lo único que nadie había hecho: preguntarles.

-Es que habíamos pensado -contestó el mayor de los niños del pueblo- que si nos portábamos mal, los Reyes Magos nos traerían mucho, muchísimo carbón. Y con ese carbón nos podríamos calentar todos.

La respuesta dejó a todos asombrados y emocionados. Y después de un rato de llorar a moco tendido y congelado, los mayores dieron las gracias a los niños por su generosidad y los convencieron para que volvieran a ser como siempre, cosa que hicieron inmediatamente. Pasaban los días y aumentaba el frío. Frío que cada uno combatía como podía.

Algunos llevaban tanta ropa encima que parecían bolas, otros se envolvían en mantas, se quemaron muebles viejos, luego papeles, hasta mandas de patatas.

Al llegar Navidad el pueblo, helado y pobre, se preparó para celebrarlo compartiendo lo poco que había con mucha alegría.

Y ocurrió que, en Nochebuena, nadie supo cómo, aparecieron tres camellos en la plaza del pueblo.

Y sobre los camellos unos señores muy sonrientes, con unas capas preciosas y unas coronas lujosas.

¡Eran los Reyes Magos! Se habían enterado de lo que habían hecho los niños y quedaron tan impresionados que decidieron adelantar los regalos. Habían traído carbón como para veinte inviernos.

Y, además, cada niño y adulto del pueblo recibió el regalo con el que siempre había soñado.

Aquella Navidad, tan fría y tan triste, se convirtió en la mejor Navidad del pueblo.

Aquel pueblo tan pequeño, tan pequeño, que no estaba ni en los mapas y tan pobre, tan pobre que no tenía ni nombre y que, a pesar de todo, era el pueblo más feliz del reino.

Fin

Cuento sugerido para niños a partir de siete años

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