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La procesión es uno de los cuentos para adolescentes de la colección cuentos de misterio de la escritora Raquel Eugenia Roldán de la Fuente. Para adolescentes y jóvenes.

Habíamos trabajado toda la noche, elaborando la entrega de la administración; revisar papeles, ordenar, foliar, chequear su contenido y que estuvieran completos. Eran cerca de las cuatro de la mañana cuando terminamos, pasamos a la oficina a recoger nuestras cosas, apagar las luces y cerrar.

Durante los breves momentos que estuvimos ahí, cansados y nerviosos por las horas de sueño dedicadas al trabajo, fue que comenzamos a escuchar un extraño murmullo. Al principio difuso, lejano, y poco a poco fue aproximándose hasta que pudimos escuchar claramente de lo que se trataba: eran oraciones y cantos.

No nos atrevíamos a hablar, sólo nos miramos uno al otro preguntándonos con los ojos que sería aquello. Mi compañera se veía blanca de tan pálida, y estoy seguro que yo también; sentía que mis piernas temblaban y un cosquilleo recorrió mi espalda y mis hombros de arriba abajo y luego otra vez arriba, hasta el cuello.

Las voces que oraban se fueron definiendo por momentos, ya no nada más adivinábamos que eran rezos, sino que escuchábamos claramente el canto de la letanía: Mater venerabilis, Ora pro nobis, Mater inmaculata, Ora pro nobis…

Fuera de las voces de quienes rezaban no se escuchaba absolutamente nada más, así que pude darme cuenta de que no llegaban de adentro, de los pasillos o del claustro del antiquísimo edificio, sino que venían de la calle. Me subí a un cajón de madera donde se apoyaba el regulador de mi computadora, para alcanzar a ver por las altas ventanas. “No te preocupes”, le dije a mi compañera, “es una procesión que viene por la calle”.

Salimos a buscar un taxi para irnos a nuestras casas, y nos dimos cuenta de que la procesión no estaba. Nos llamó la atención que hubiera desaparecido tan pronto, no caminaban muy aprisa. No podía haber ido lejos en tan poco tiempo, apenas en lo que dimos la vuelta y salimos a la calle, debería ir apenas un poco más adelante. Pero nada: no estaba…

* * * * *

Juana Catarina sudaba y temblaba de frío, de dolor y desesperación mientras la comadrona la acomodaba, le ponía compresas calientes en el vientre, le secaba el sudor de la cara y le daba a morder un pedazo de trapo.

La habitación estaba oscura, aún faltaban unas dos horas para que amaneciera, y la luz temblona de las velas del candelabro que reposaba en la consola, junto a la pared, iluminaba apenas a la comadrona que iba de un lado a otro, como mudo fantasma negro. Y estaba la otra sombra, inmóvil y más grande, que la aterrorizaba.

Era la sombra de su padre, que enfrente de ella sin ningún respeto a su pudor, esperaba sólo el momento en que alumbrara al bebé para llevárselo. No había dicho qué pensaba hacer con él, pero conociéndolo no cabía duda: lo mataría. Lo ahogaría, lo más seguro.

Era el modo más fácil de terminar con esa vida que, según él, lo avergonzaría delante de toda la sociedad poblana. Doña Margarita, su mujer, había sido expulsada de la habitación para que no tratara de defender al nieto. Las mujeres, decía don Jaime, son débiles y no piensan en las conveniencias, ni siquiera en el decoro, con tal de satisfacer a la emoción.

Podría creerse que la suerte que a ella le esperaba también fuera incierta, pero Juana Catarina sabía que no tenía más que dos opciones: o se casaba con don Alonso de Helguera, ese viejo ricachón que su padre se había empeñado en tener por yerno… o, como ella se negara, tendría que profesar en el convento de las Jerónimas donde estaba su tía, sor Prudencia, hermana de su madre.

En cuanto a Francisco, que era quien ella amaba y el padre de su hijo, no lo volvería a ver. Su padre había tenido buen cuidado de convencerlo de que ella ya estaba casada con don Alonso y que lo mejor que él podía hacer era aceptar el empleo que le ofreciera su tío, comerciante que llevaba mercaderías de Filipinas a la Nueva España.

* * * * *

Faltaba una semana para que profesara en el convento. Su muda desesperación no había conmovido a su padre y ya estaba arreglado su ingreso a la orden de San Jerónimo. La otra opción, por desgracia para su padre, hubo que descartarla: don Alonso de Helguera no querría casarse con el fardo en que se había convertido Juana Catarina, ni siquiera por aunar a su fortuna la de ella ni los cuarteles de nobleza adicionales para sus hijos.

Una noche, mientras dormía, Juana Catarina pudo ver a su amado Francisco que en el barco llevaba un envoltorio entre sus brazos: sin duda era su pequeño hijo. Se acercó y lo aventó por la borda, y luego sus ojos se desorbitaron por el espanto cuando fue empujado por una mano cuyo propietario no se distinguía en la oscuridad.

Cuando la joven despertó llorando, pudo ver todavía cómo la espesa masa negra del océano se los tragaba a ambos. Se incorporó en la cama y luego, como si una gran fuerza la arrastrara, se deslizó y se puso en pie.

Descalza y en camisón, como estaba, se dirigió hacia la calle. No acalló voluntariamente sus pasos, sin embargo no fue escuchada por nadie. Salió de la casa y empezó a caminar por las calles cercanas.

A la mañana siguiente, apenas notada su falta en casa, corrió la voz por la ciudad: el cuerpo de Juana Catarina había amanecido flotando sobre el río San Francisco, atorado entre las raíces de algunos árboles, junto al maloliente canal del desagüe. Todo el mundo aseguraba que Juana Catarina, la niña de los Enríquez de San Gabriel, se había suicidado.

Se supo en toda Puebla la historia del enamorado que se había ido y del bebé que, según se dio a conocer entonces, había desaparecido misteriosamente. Quién contó la historia… es algo que nadie supo nunca. Don Jaime se volvió más hosco de lo que de por sí era: tanto cuidado que había puesto en que no se supiera para que la tonta de su hija saliera con eso.

El escándalo fue mayúsculo, pues no les permitieron enterrarla con todas las ceremonias que prescribe la iglesia: los suicidas no tienen derecho a que sus restos reposen en lugar santo. Su cuerpo fue quemado, como sin duda se estaría quemando su alma en el infierno, y sus cenizas tiradas en el basurero municipal.

Doña Margarita no lo podía aceptar. Rogó a los sacerdotes, fue ante el obispo y lloró para conseguir oraciones y una digna sepultura para su hija. Pero nada. Se había suicidado, había ofendido a Dios del modo más grave que es posible ofenderlo, le decían, así que no tenía derecho a que la iglesia orara por ella y la recibiera en sus entrañas, en el panteón.

Ella, como madre, no lo podía aceptar. ¿Su hija condenarse…? ¡Si había sido víctima, en todo caso, de su amor y de su padre…! ¡No era posible…! Según ella era, sí, un pecado grave, pero no era posible que Dios le negara su perdón si se ofrecían suficientes oraciones en desagravio. Desde esa mañana aciaga, doña Margarita oraba diariamente por su hija. Se lo dijo a su confesor y él le prohibió que lo hiciera. “Las almas de los condenados, le dijo, sufren más cuando alguien reza por ellas”.

La tarde del mismo día que se quemó el cuerpo de Juana Catarina su madre salió a la calle, con una vela; recorrió las calles desde su casa, en la calle de Chito Cuetero, dio la vuelta a la manzana y pasó por varias de las calles vecinas, en solitaria peregrinación hacia el templo de santa Catarina; “la santa patrona de su niña sería buena abogada”, pensó, así que si sus oraciones no eran bien recibidas en el cielo lo serían las de la santa.

Durante los días siguientes salió a la calle de la misma forma, sola, descalza y con la cabeza cubierta de cenizas en señal de penitencia; al llegar al templo entraba de rodillas desde la puerta hasta el altar.

Desde el primer día se encontró con la gente que se burlaba cruelmente de ella: “la madre de la suicida”, “la madre de la condenada”, “como si pudiera impedir el justo castigo divino”, y otras razones parecidas; si oraba por un alma condenada, ¿qué tan lejos estaría de condenarse también ella? Incluso, más de un carretonero aventó a su mula casi sobre de ella, sin ninguna consideración a su pena, ni a su condición social ni a sus años. Por eso decidió salir mejor por las noches.

Luego de sonar el toque de queda esperaba un buen rato y luego salía a la calle. No tenía que eludir a ningún criado, casi todos se habían ido luego del escándalo, y los pocos que quedaban preferían recluirse temprano antes que merodear por los mismos lugares donde anduvo quien ahora estaba quemándose en los infiernos.

Doña Margarita desgranaba las cuentas de su rosario al mismo tiempo que las calles y llegaba, mucho antes del amanecer, al portal del templo donde permanecía de rodillas, en oración, hasta que el sacristán, un anciano compasivo y curtido por los años, abría y la dejaba entrar. No fueron muchas las noches que recorrió sola su camino de oración.

Muy pronto se dio cuenta de que tenía compañía, una compañía muy extraña, y sin embargo ella no sintió ningún temor: al principio una, luego dos, tres, cada vez más, se le iban uniendo almas de gente que había muerto en pecado grave, por las que nadie oraba porque se aseguraba que estaban condenadas, y debían expiar su pena.

Junto a ella, atrás de ella, caminaban… mejor dicho flotaban, pues carecían de pies, hombres y mujeres muertos hacía mucho o poco tiempo. Quizá alguien, alguna noche, escuchó los murmullos y los rezos y al mirar por la ventana pudo percatarse de la extraña procesión que recorría las calles…

Por supuesto, nadie trató jamás de impedir a doña Margarita que realizara su piadosa labor, acompañar a todas esas almas a orar para expiar su pena. Si alguna vez el sereno se topaba con la comitiva, se escondía en el vano de cualquier puerta…

Cuando doña Margarita murió, durante mucho tiempo la procesión nocturna siguió pasando por las calles del centro, rumbo hacia el templo de santa Catarina y aún hoy, algunas veces, hay quienes la ven pasar con su tétrico acompañamiento.

Fin

La procesión es uno de los cuentos para adolescentes de la colección cuentos de misterio de la escritora Raquel Eugenia Roldán de la Fuente. Para adolescentes y jóvenes.

De la serie “Sueños, voces y otros fantasmas”

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