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El fantasma « Ya no tuvo esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio.

Por Enrique Anderson Imbert. Cuentos de fantasmas para adolescentes y adultos.

En el cuento «El fantasma» de Enrique Anderson Imbert, somos testigos de la experiencia de un hombre que se enfrenta a la realidad de su propia muerte. El protagonista, al darse cuenta de que ha fallecido, se sorprende al descubrir que no hay ningún otro mundo más allá de la vida. La historia invita al lector a reflexionar sobre la existencia y la soledad que puede acompañar a la muerte.

A través de las experiencias del fantasma, exploramos su frustración al no poder comunicarse con sus seres queridos y la forma en que intenta aferrarse a su antigua vida. Con un tono evocador y melancólico, este cuento nos sumerge en un viaje íntimo y conmovedor sobre la vida después de la muerte.

El tema de sus narraciones, desde las primeras hasta las mis recientes, «es la libertad creadora de nuestro espiritu, la capacidad humana de rechazar la realidad natural e inventar un mundo propio, de pura fantasía».

Alfredo ARoggiano – Los domingos del profesor

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El fantasma

Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en medio de la habitación.

El fantasma - Cuento de Enrique Anderson Imbert

¿Con que eso era la muerte? -se dijo.

¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo… Y sobre todo ¡qué inmutables, qué indiferentes a su muerte los objetos que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la percha… Todo, todo estaba igual. Sólo la silla volteada y su propio cadáver, cara al cielo raso.

Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada! «Si yo pudiera alzarle los párpados quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuerpo», pensó.

Porque así, sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz y los dos dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole su aborrecida condición de mamífero.

Ahora que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi humilde morada.

Y con buen humor se aproximó a su cadáver -jaula vacía- y fue a entrar para animarlo otra vez.

¡Tan fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo instante se abrió la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de silla y cuerpo caídos.

¡No entres! -gritó él, pero sin voz.

Era tarde. La mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró.

¡Cállate! ¡Lo has echado todo a perder! -gritaba él, pero sin voz.

¡Qué mala suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante la experiencia. Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto, definitivamente muerto. ¡Qué mala suerte!

Acechó a su mujer, casi desvanecida sobre su cadáver; y su propio cadáver, con la nariz como una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres niñas irrumpieron a la carrera como si se disputaran un dulce, frenaron de golpe, poco a poco se acercaron y al rato todas lloraban, unas sobre otras. También él lloraba viéndose allí en el suelo, porque comprendió que estar muerto es como estar vivo, pero solo, muy solo.

Salió de la habitación, triste.

¿Adónde iría?

Ya no tuvo esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio.

Y empezó a descender, escalón por escalón, con gran pesadumbre.

Se paró en el rellano. Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguido creyendo que se movía como si tuviera piernas y brazos. ¡Eligió como perspectiva la altura donde antes llevaba sus ojos físicos! Puro hábito. Quiso probar entonces las nuevas ventajas y se echó a volar por las curvas del aire. Lo único que no pudo hacer fue traspasar los cuerpos sólidos, tan opacos, las insobornables como siempre. Chocaba contra ellos. No es que le doliera; simplemente no podía atravesarlos.

Puertas, ventanas, pasadizos, todos los canales que abre el hombre a su actividad, seguían imponiendo direcciones a sus revoloteos. Pudo colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras penas. Él, muerto, no era una especie de virus filtrable para el que siempre hay pasos; sólo podía penetrar por las hendijas que los hombres descubren a simple vista. ¿Tendría ahora el tamaño de una pupila de ojo?

Sin embargo, se sentía como cuando vivo, invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso volar más, y bajó a retomar sobre el suelo su estatura de hombre. Conservaba la memoria de su cuerpo ausente, de las posturas que antes había adoptado en cada caso, de las distancias precisas donde estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocaba así a su alrededor su propia figura; y se insertó donde antes había tenido las pupilas.

Esa noche veló al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus amigos y oyó sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando los terrones del camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron.

Él había sido toda su vida un hombre doméstico. De su oficina a su casa, de casa a su oficina. Y nada, fuera de su mujer y sus hijas. No tuvo, pues, tentaciones de viajar al estómago de la ballena o de recorrer el gran hormiguero. Prefirió hacer como que se sentaba en el viejo sillón y gozar de la paz de los suyos.

Pronto se resignó a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Le bastaba con que su mujer alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de la pared.

A veces se lamentó de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquiera para cambiar impresiones. Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todas partes e iba al cine con las niñas. En el invierno su mujer cayó enferma, y él deseó que se muriera. Tenía la esperanza de que, al morir, el alma de ella vendría a hacerle compañía. Y se murió su mujer, pero su alma fue tan invisible para él como para las huérfanas.

Quedó otra vez solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se consoló con el presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado, contemplando también a las hijas comunes. ¿Se daría cuenta su mujer de que él estaba allí? Sí… ¡claro!… qué duda había. ¡Era tan natural!

Hasta que un día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación de más allá, de misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y si toda la casa estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos olvidados, de fisgones, que divertían su eternidad espiando las huérfanas?

Se estremeció de disgusto, como si hubiera metido la mano en una cueva de gusanos. ¡Almas, almas, centenares de almas extrañas deslizándose unas encimas de otras, ciegas entre sí pero con sus maliciosos ojos abiertos al aire que respiraban sus hijas!

Nunca pudo recobrarse de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguió despreocuparse: ¡qué iba a hacer! Su cuñada había recogido a las huérfanas. Allí se sintió otra vez en su hogar. Y pasaron los años. Y vio morir, solteras, una tras otra, a sus tres hijas. Se apagó así, para siempre, ese fuego de la carne que en otras familias más abundantes va extendiéndose como un incendio en el campo.

Pero él sabía que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, que todos, por el gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos a su cuñada como náufragos al último leño.

También murió su cuñada.

Se acercó al ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía como un espejo al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadie en el mundo de los vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no había posibilidades de citarse en un punto del universo. Ya no había esperanzas. Allí, entre los cirios en llama, debían de estar las almas de su mujer y de sus hijas. Les dijo “¡Adiós!” sabiendo que no podían oírlo, salió al patio y voló noche arriba.

Fin.

El fantasma es un cuento del escritor Enrique Anderson Imbert © Todos los derechos reservados.

Relato de «El fantasma», por Rodo Barone

Sobre Enrique Anderson Imbert

Enrique Anderson Imbert - Escritor

Enrique Anderson Imbert fue un reconocido escritor, crítico literario y profesor argentino nacido el 12 de febrero de 1910 en Córdoba, Argentina, y fallecido el 6 de diciembre de 2000 en Buenos Aires. Es considerado uno de los referentes más importantes de la literatura hispanoamericana del siglo XX.

Anderson Imbert desde temprana edad mostró un gran interés por la literatura. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde obtuvo su doctorado en Filosofía y Letras en 1934. Durante su tiempo como estudiante, se destacó por su brillantez académica y su pasión por la literatura y la crítica.

También desde joven, Enrique comenzó a publicar artículos en la revista literaria del diario bonaerense La Nación y llegó a ser director de la página literaria del periódico socialista La Vanguardia. También colaboró en Nosotros y Sur.

Cuando apenas había cumplido 24 años, obtuvo un premio municipal por su novela «Vigilia«. Tres años después, los ensayos de «La flecha en el aire» refirmaron la doble vertiente de creación y erudición en su labor intelectual.

Fue profesor en la Universidad de Tucumán entre 1941 y 1946. Con la llegada al poder en 1946 del general Juan Domingo Perón, obtuvo una beca Guggenheim que le permitió estudiar en la Universidad de Columbia y acceder a distintos puestos docentes en EEUU. En 1965, la Universidad de Harvard creó para él la Cátedra de Literatura Hispanoamericana.

Más reconocido en el extranjero que en su país natal, el intelectual argentino Enrique Anderson Imbert cosechó elogios por sus novelas y cuentos, pero también y sobre todo por sus aportes a la crítica literaria, actividad en la que se destacó. Tuvo una gran polémica con libro Antiborges, que publicó junto a Pedro Orgambide y Raúl Scalabrini Ortiz, donde denostaba la obra de quizás el mejor escritor argentino de todos los tiempos, Jorge Luis Borges.

Enrique fue candidato al Premio Cervantes en el año 1994, pero fue superado en votos por el escritor peruano Mario Vargas Llosa.

Jubilado desde 1980 de sus clases en EEUU, regresó a Argentina en sus últimos años y se instaló en Buenos Aires, donde falleció el 6 de diciembre del 2000 a la edad de 90 años.

Algunos libros de Enrique Anderson Imbert

Literatura Hispanoamericana: Antología e introducción histórica

Literatura Hispanoamericana: Antología e introducción histórica - Enrique Anderson Imbert

«Literatura Hispanoamericana: Antología e introducción histórica» es un libro escrito por Enrique Anderson Imbert y Eugenio Florit, escritor, ensayista, crítico literario, traductor, actor de radio y diplomático cubano. Publicado por primera vez en 1970, el libro es una antología de la literatura hispanoamericana y también incluye una introducción histórica.

El libro está dividido en dos volúmenes y cubre una amplia gama de autores y temas, desde las literaturas indígenas hasta la literatura contemporánea. El libro incluye una amplia gama de autores hispanoamericanos. Algunos de los autores incluidos en la antología son: Sor Juana Inés de la Cruz, José Martí, Rubén Darío, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Leopoldo Lugones y Gabriel García Márquez .

Cuentos: Obras Completas

La obra de Anderson Imbert se extiende por más de sesenta años a través de numerosos y excelentes volúmenes de ensayos, de crítica y de ficción. Esta última faceta de su producción se encuentra recopilada de manera completa, por primera vez, en esta edición de Corregidor que presentamos.

Teoría y técnica del cuento

Teoría y técnica del cuento - Enrique Anderson Imbert

El objetivo de este libro es el cuento. «Sin embargo, parte de lo que aquí se dice vale también para la novela y otros géneros. En este sentido Teoría y técnica del cuento podría servir como Introducción a la Literatura». El cuento es una obra de arte separada de la realidad, con una palabra inicial y una palabra terminal. El cuento es un objeto lingüístico cerrado, referido a una acción pretérita.

La trama organiza los incidentes y episodios de manera que satisfagan estéticamente la expectativa del lector. Evita digresiones, cabos sueltos y vaguedades, pero un detalle puede iluminar todo lo ocurrido y lo que ocurrirá. La trama es dinámica porque tiene un propósito. Un problema nos hace esperar la solución; una pregunta, la respuesta; una tensión, la distensión; un misterio, la revelación; un conflicto, el reposo; un nudo, el desenlace que nos satisface o nos sorprende. La trama es indispensable.

Historia de la Literatura Hispanoamericana

Historia de la literatura hispanoamericana - Enrique Anderson Imbert

El libro «Historia de la literatura hispanoamericana» de Enrique Anderson Imbert fue publicado en 1970 por el Fondo de Cultura Económica en México. El libro consta de dos volúmenes.

En el primer volumen se desarrollan dos épocas clasificadas en «La Colonia» y «Cien años de la República» y en el cual delimita los parámetros de su estudio historiográfico. El segundo volumen cubre la «Época contemporánea».

Más libros de Enrique Anderson Imbert en español.

Otros cuentos de fantasmas

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