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Al pie de la escalera es uno de los cuentos de misterio de la escritora Raquel Eugenia Roldán de la Fuente sugerido para adolescentes, jóvenes y adultos.

Esta historia me fue contada por un profesor universitario que tenía más de ochenta años, y él fue protagonista cuando era un niño de ocho o diez años. Eran nueve hermanos y la casa, no muy grande.

Tenía su patio trasero, donde apenas cabían el lavadero y los enseres de la limpieza de la casa; cubetas, escobas, etc. Ni siquiera la ropa lavada se podía tender ahí, pues era un patio muy chico.

Al fondo de ese patio, en cambio, una barda baja permitía que los nueve chiquillos y sus amigos, que con frecuencia los visitaban, brincaran hacia el patio de la casa contigua, que era –y sigue siendo– conocida como “casa de los azulejos”.

Eso sí, tenían buen cuidado de que mamá no se diera cuenta; ella no lo habría permitido. A la sazón, esa casa estaba desocupada, excepto porque los dueños de cuando en cuando rentaban algún cuarto para que alguien viviera ahí. Algunas tardes mamá regresaba antes del trabajo y se salía al pequeño patiecillo con su cesto de costura, a remendar pantalones, calcetines y camisas, y entonces ellos no se brincaban.

Todas las tardes, con la prisa de irse a jugar al patio contiguo, ése sí de buen tamaño, los niños se apuraban a hacer sus deberes escolares.

Casi al mismo tiempo que ellos, los vecinitos terminaban sus tareas, como si se pusieran de acuerdo hasta en la hora, y estaban todos listos para irse a jugar. La roña, los encantados, las canicas, rara vez el escondite; otras veces con una pelota o una cuerda para brincar, eran los juegos con que ahí pasaban entretenidos todas las tardes, hasta que se acercaba la hora en que mamá llegaría del trabajo.

Tenían que regresar antes que ella volviera y se diera cuenta de que no estaban en la casa. El patio era de laja y había, a un lado, una escalera para subir al primer piso. Al pie de la escalera una lápida, en el suelo, donde estaba enterrado algún santo sacerdote que quizá viviera antaño en esa casa o ahí muriera.

Cuando los chicos pasaban, sin darse cuenta, corriendo encima de la lápida, la hermana mayor, más juiciosa que los demás, les decía: “¡Shhh! No corran encima de esa piedra, no vayan a despertar al difuntito. Déjenlo descansar en paz”, y ellos tenían más cuidado casi siempre. Junto a esa escalera, un pasillo daba paso a una habitación en el piso de abajo, que no tenía entrada por el patio.

Ahí adentro había una gran cantidad de fragmentos de lápidas, amontonados sin ningún orden y cubiertos de polvo, mudo testigo del pasar una década tras otra. Una tarde los chicos, traviesos y curiosos como cachorros de tigre, empujaron la puerta y entraron; hicieron a un lado el polvo con la mano y pudieron ver que en algunas ya estaba escrito el nombre de algún difunto o de sus familiares, fechas y buenos deseos para las ánimas.

Pero ninguna, por lo visto, había llegado al panteón, puesto que ahí estaban; seguramente se rompieron antes de ser utilizadas y fueron abandonadas como restos inservibles. Poco llamó la atención a los chicos ir otra vez a ese lugar, estaba demasiado lleno de polvo y mamá los regañaba después por estar tan sucios; no se explicaba cómo podían ensuciarse tanto.

Además, luego de ver lo que había, la habitación aquella perdió todo el interés y preferían jugar en el patio o correr por los pasillos de los dos pisos, adivinando los nombres escritos en los medallones que estaban junto a las puertas, y que casi se sabían de memoria.

Una tarde, mientras jugaban, entró por la puerta de la calle un elegante señor acompañado de dos o tres cargadores, que llevaban un catre, un baúl, una mesita de noche y un par de sillas. El hombre vestía de negro y llevaba un sombrero de bombín, que ya estaba quizá un poco pasado de moda pero seguían llevando los caballeros de edad de las familias elegantes y con pretensiones de aristocracia.

Desde esa primera vez el señor saludó a los chicos tan amablemente, con tanta corrección, que los hizo sentirse importantes. A pesar de ser sólo unos niños, el hombre se levantaba el sombrero al mismo tiempo que decía “Buenas tardes, jovencitos”. Nadie los había saludado nunca tan educadamente…

Al principio temieron que los acusara de meterse a la casa, pero pronto comprendieron que no lo haría. A partir de ese día, todas las tardes el señor llegaba siempre a la misma hora, atravesaba el patio y los saludaba con idéntica corrección que el primer día. Luego subía la escalera en dirección a uno de los cuartos de arriba; ellos veían la luz que él encendía en el cuarto y que se quedaba encendida cuando ellos brincaban la barda de regreso.

Los primeros días se cohibieron un poco al verlo entrar, pensando que quizá le molestaran sus juegos y gritos, así que disminuían un poco el volumen cuando él llegaba.

Sin embargo, después se dieron cuenta de que no parecía incomodarse en absoluto con su presencia. Más bien, a pesar de su seriedad y circunspección, algo en su mirada les daba a entender que le agradaba la compañía de los muchachos que jugaban en el patio, y dejaron de sentirse cortados con su llegada. Respondían al saludo lo más educadamente que ellos, a sus pocos años, sabían, y luego seguían jugando.

Cierta tarde estaba la madre de los chicos en el patio, zurciendo ropa mientras cantaba con sus hijos, alrededor de ella, cuando llegó el señor del sombrero de bombín y se acercó a hablar con ella por encima de la barda. Los niños lo vieron levantarse el sombrero y saludarla con un gentil “Buenas tardes”.

Por un momento pensaron si no diría algo que delatara sus juegos en el otro patio, pero pronto vieron que no se trataba de eso. El caballero preguntó a la madre si no sabía qué había pasado con el padrecito que vivía en la casa. Tanto la mujer como los niños se asombraron, pues no había ningún padrecito, que ellos supieran, viviendo allí.

Ellos no dijeron nada, pero la mujer respondió que no tenía noticia de que ahí viviera alguien más, y le tocó el turno de asombrarse al caballero, que explicó: “Sí, es un padrecito que tiene su cuarto junto al mío. Todas las tardes lo veo cuando llego, leyendo su breviario arriba, junto a la escalera. Lo saludo al subir y entonces él cierra su libro y caminamos por el pasillo, conversando un poco.

Luego él entra a su cuarto y yo al mío, y todavía lo puedo escuchar a través de la pared, rezando en voz alta. Pero ahora tiene como una semana que no lo veo, y me pregunto si estará enfermo, o si habrá tenido que salir por órdenes superiores, y pensé que quizá usted supiera algo”. “No… –respondió ella–. La verdad es que yo no sabía que en esta casa, aparte de usted, viviera alguien”.

Luego se dirigió a los niños: “Ustedes, niños, ¿saben a qué sacerdote se refiere el señor?” Todos los chicos respondieron despreocupadamente que no, que ellos tampoco habían visto nunca a un padrecito ni sabían que ahí viviera nadie aparte del señor.

El desconcierto del señor del sombrero era cada vez más evidente, su expresión era de total extrañeza, cuando a uno de los chicos, que hoy es el profesor que me contó la historia, se le ocurrió decir, sin pensar, mientras señalaba hacia la escalera: “Pues sólo que sea el que está ahí enterrado…” Inmediatamente se arrepintió de haberlo dicho delante de su madre; se suponía que ninguno de ellos sabía lo que había en la otra casa.

Ella no pareció darse cuenta, y el hombre agradeció con toda cortesía a la madre y a los chicos; pero en lugar de dirigirse a su cuarto como todas las tardes, se dirigió hacia la puerta de entrada y salió.

Al poco rato, lo vieron regresar acompañado de varios hombres, que subieron con él al cuarto y luego salieron, llevando todas sus cosas. No lo volvieron a ver y, por supuesto, tampoco vieron nunca al sacerdote que él afirmaba haber visto ahí. Pero, quizá, empezaron a encontrar menos gusto en estar en ese patio. Y, por descontado, jugaban lo más alejados que podían de la tumba que estaba al pie de la escalera.

Fin

Al pie de la escalera es uno de los cuentos de misterio de la escritora Raquel Eugenia Roldán de la Fuente sugerido para adolescentes, jóvenes y adultos.

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