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La princesa Theresa. Cuento sobre princesas

La princesa Theresa. Escritora Española de cuentos infantiles. Cuento sobre princesas.

brujita 1

Theresa  no quería ser princesa.

Su padre, el rey, gritaba y se enfurruñaba pero Theresa insistía:

– Papi, es un rollo ser princesa.

El rey se exasperaba, se enojaba y el cerebro se estrujaba buscando la solución a tan grave situación.
– Pero algo tendrás que hacer cuando seas mayor y, si no es la de princesa ¿Qué profesión te interesa?

Y, sin dudarlo un instante, Theresa respondió radiante:

– ¡Bruja, papi! Quiero ser bruja, de las de escoba y verruga.

– ¿Dónde se ha visto? – Gritaba el rey – Una princesa metida a bruja. Ni lo sueñes. ¡Qué ocurrencia! ¡Qué tontería! ¡Qué… qué… qué impertinencia!

Y, aunque el rey la envió sin dilación a la Universidad para Princesas B.B.C. (Bella Durmiente – Blancanieves – Cenicienta), Theresa – terca como una mula – no desistió en su empeño y se dedicó a asistir a aquelarres, a visitar a las brujas de los alrededores y a buscar información sobre la Gran Universidad a Distancia Baba Yaga para Brujas, en la que, finalmente, se matriculó en secreto.

Además de eso, Theresa se negó a vestir los vaporosos, incómodos y cursis vestidos que llevaban sus compañeras princesitas y usaba siempre ropajes negros (morados si le apetecía algo de colorido). En lugar de zapatitos de cristal, usaba unas enormes y cómodas botas. Y cambió la delicada y diminuta coronita por un enorme, sombrío y puntiagudo sombrero negro.

Ya puedes imaginarte que, yendo de esta guisa, la princesa destacaba entre sus “delicadas y elegantes” compañeras como una… como una… bueno, como una enorme verruga en un hermoso y terso rostro.

Su padre, el rey, se desesperaba cuando leía los informes que le enviaban desde la Universidad. Su hija, como princesa – le escribía la rectora -,  era un auténtico desastre. Iba mal en vestuario, iba mal en protocolo, fatal en sumisión y dulzura, un horror en canto, algo mejor en el trato con animales (aunque lamentablemente se entendiera mejor con gatos, murciélagos y sapos que con conejitos, pajaritos y ardillitas) y, en pérdida de zapatos de cristal Theresa resultó una auténtica calamidad. Ni  perder una humilde zapatilla de felpa sabía.

La princesa, continuaba la buena señora, era una inútil en maquillaje y una atrocidad haciendo encajes. No había forma de enseñarle modestia y recato. Se negaba a callar y siempre tenía que mostrar su desacuerdo con aquello que no le gustaba. No mostraba ningún interés en cómo llevar un castillo y prefería las discusiones sobre política antes que el amable intercambio de exquisitas recetas.. En fin, seguía la rectora, la princesa Theresa no mostraba ni un ápice de la feminidad, la gracia y el encanto que toda princesa debería poseer.

Su padre, desesperado, la hizo volver al reino por ver si encontraba la manera de encauzar a su hija por el buen camino.

Primero le presentó a un príncipe… y Theresa lo transformó en sapo.

Le presentó un segundo príncipe… y la princesa lo transformó en filósofo.

La encerró en una mazmorra… y se escapó por la ventana tras robarle la escoba al carcelero.

Pensó su Majestad en darle a comer una manzana envenenada pero, tras pensarlo un instante,  le pareció una burrada.

Pensó, también, en conseguir que un hada la durmiera durante un siglo pero tener un reino parado durante tanto tiempo le pareció poco productivo.

Alguien le sugirió que buscara un dragón que la secuestrara y luego un príncipe que la rescatara. Esa idea también fue desechada: los dragones escaseaban y los príncipes se habían puesto insufribles con eso del ecologismo.

Otro alguien le insinuó que, quizás, la princesa necesitaba la mano dura de una madrastra malvada. Curiosamente este alguien acabó pasando unas largas vacaciones en las mazmorras gracias a la “amabilidad” de su Majestad la Reina.

El rey, pobrecito, intentó de todo para hacerla entrar en razón pero Theresa, estaba claro, no quería ser princesa

Y tras mucho pelear y discutir.  Tras portazos y porrazos.

Tras días y semanas de tiras y aflojas; de castigos y lágrimas; de pataletas y rabietas. Después de todo eso, finalmente, el rey se rindió. Dialogó. Negoció.

Y, finalmente, se decidió: Theresa no sería princesa. O, al menos, no sería una princesa como todas las princesas.

El rey lo aceptó o, más bien, se resignó y, al final, hasta se alegró. Al menos no tendría que dar su corona al tonto solemne del Príncipe Encantador, su sobrino.

Theresa seguiría los pasos de las malvadas reinas hechiceras… sería independiente, sería inteligente, sería elegante, glamourosa y haría rabiar a las princesas sosas.

No sabemos si Theresa fue feliz para siempre pero lo que sí sabemos es que siempre, siempre,  hizo lo que quiso.

Fin

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