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Torpezas es uno de los cuentos de gatos de la escritora Elízabeth Lencina sugerido para niños a partir de ocho años.

Milagros había salvado la vida de Fili, cuando él tenía unos pocos días. Lo había encontrado en una caja, en la vereda, una mañana de invierno. Estaba helado. En su casa lo arropó y le dio una mamadera con leche tibia.

Fili se transformó en un enorme y saludable gato. Se trepaba a todos lados. Pero era muy torpe. Había roto jarrones de la abuela de Milagros, razón por la cual Analía, la mamá, se enojaba y amenazaba con regalárselo a Silvina, su prima del campo.

En más de una ocasión, Milagros había mentido, diciendo que ella había tirado accidentalmente un adorno, un espejo, un portarretratos. Milagros conocía muy bien a su mamá. Sabía que no le perdonaría a Fili ni una travesura más.

Aquella tarde Milagros había estado en la casa de Natasha, su amiga, desde el mediodía. Cuando bajó del auto de la mamá de Natasha vio sombras en movimiento, provenientes de su habitación. No dijo nada. Analía había llegado junto con ellas. Entraron y se quedaron, las cuatro, conversando en el living.

Milagros buscó una excusa para subir a su dormitorio. Natasha la acompañó. Al abrir la puerta, vieron algo horrible: el velador de cerámica estaba hecho pedazos; la cama, deshecha; las cortinas, en el suelo. Alguien había provocado el desastre. Natasha estuvo a punto de gritar.

Milagros le dijo shhhh. Fili, en silencio y muy quieto, permanecía en un rincón. Sus días en aquella enorme casa, habían llegado a su fin. Natasha, que estaba al tanto de todo, propuso:

– ¿Y si sacamos todo de los cajones y decimos que fue un robo?

– ¿Vos decís? – preguntó Milagros.

– ¿Se te ocurre otra cosa?

– No.

– ¿Entonces? – preguntó Natasha.

– ¡Qué sé yo! Tengo miedo. Si mi mamá lo echa a Fili yo me voy con él.

Los tacos de Analía, subiendo la escalera, interrumpieron la charla de Milagros y Natasha. En pocos segundos, toda la ropa de la niña, dejó de estar prolijamente doblada y guardada, para mezclarse, en el piso, con libros y cuadernos. Analía entró en la habitación y al ver el desaparramo gritó:

– ¿Están bien, chicas? Se abrazaron, las tres.

– Sí, ma. Parece que no se llevaron nada.

– ¡Qué bueno que no se llevaron tu tablet, Mili! – dijo espontáneamente Natasha.

– Bajen, chicas, vamos a llamar al 911.

– ¿Para qué Analía? Si ya revisamos y hasta la alcancía está…

– Tuvimos suerte. Llegamos a tiempo. Pero igual hay que hacer la denuncia.

– ¿Por qué, ma?

– Pueden estar por acá y entrar en la casa de un vecino – explicó Analía.

Las horas siguientes parecían tomadas de una película policial. Milagros estaba agotada. Toda la noche en actividad, ayudando a su mamá. Estaba arrepentida, pero ya no tenía sentido decir la verdad. Había involucrado a muchas personas, sin querer.

Natasha tampoco la estaba pasando bien. No estaba acostumbrada a mentir. Esa noche tuvo pesadillas: ladrones entraban en su casa y la golpeaban.

Pasaron los días. Milagros no podía disimular su angustia. Fili, quién sabe por qué razón, se estaba portando bien. Analía, preocupada por Milagros, intentó hablar con ella.

– ¿Qué te pasa, Mili?

– Nada, ma.

– ¿Algún problema en el cole? ¿Te peleaste con alguien? ¿Un examen con nota baja? Confiá en mamá, mi vida.

– No pasa nada, ma. Estoy cansada, sólo es eso.

Las mamás saben perfectamente cuando los hijos están mal. No hay conversación que los convenza. Aquella noche, mientras Milagros y Fili dormían abrazados, tapados con una hermosa cubrecama color lila, alguien entró por la ventana. Era un hombre delgado, no muy alto. Su cara estaba cubierta con una media.

Milagros no pudo gritar. Una horrible mano tapó su boca. Fili bajó de la cama. Se dirigió a la puerta de la habitación de Analía. Con sus dos patas delanteras alcanzó el picaporte. Analía escuchó ruidos en el dormitorio de su hija. Tomó el teléfono y llamó al 911.

En el mismo instante en que cortó, el ladrón entró con Milagros y las encerró, a las dos, en el baño. Luego cortó la línea telefónica y guardó el celular de Analía en el bolsillo. Minutos después, una mujer policía forzó la puerta y pudieron salir de allí.

El ladrón ya había sido atrapado. Una vez que Analía y Milagros se quedaron solas, en la cocina, tomando un té, la niña se animó a hablar.

– Ma, te tengo que decir algo importante.

– ¿Qué hijita?

– Te mentí. No fue un ladrón el que hizo ese desastre en mi pieza.

– ¿Qué estás diciendo? Yo lo vi… se lo acaban de llevar.

– Sí ma. Yo te digo el del otro día, cuando vine con Natasha.

– ¿Cómo? No te entiendo.

– Te mentí.

– Explicame, ¿sí?

– Es que… yo no quiero que te lleves a Fili a lo de la tía. Ya lo abandonaron una vez, pobrecito. No es justo que le pase de nuevo.

– ¿Entonces?

– Por favor, ma – dijo Milagros, llorando.

– Ahora entiendo… Fili rompió algo y vos y Natasha inventaron lo del ladrón.

– Sí, ma. Castigame a mí, pero no a Fili. Él no tiene la culpa.

– Vamos a hacer un trato, ¿Querés? – dijo Analía abrazando a su hija.

– Sí.

– Fili está perdonado. Después de todo, nos salvó, vino a mi habitación a avisarme que estabas en peligro.

– ¿Entonces va a seguir viviendo acá?

– Sí, Mili, pero con una condición.

– ¿Cuál, ma?

– Que no se lo digas a Fili. Esto es un secreto entre vos y yo.

– Gracias, ma – dijo Milagros, abrazándola más fuerte, sin dejar de llorar.

– Ah, otra cosa. Muy importante.

– ¿Qué?

– No vuelvas a mentir.

– Prometido, ma.

El maullido de Fili, pidiendo mimos, hizo que las lágrimas le dieran paso a las sonrisas de ambas.

Fin

Torpezas es uno de los cuentos de gatos de la escritora Elízabeth Lencina sugerido para niños a partir de ocho años.

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