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Por Natalia Boveda Benitez. Cuentos de animales.

A pesar que mamá chiva aconsejaba a su hijo Lolo para que no diera tantos saltos, siempre se le veía haciéndolo de un risco a otro. En una ocasión le dio por ir hasta la cima de una rocosa montaña, se encaramó en una piedra, brincó y brincó mientras gritaba que podía acariciar el cielo con sus cuernos. En uno de esos saltos resbaló y rodó cuesta abajo.

—Ay, ay, creo que me he partido la columna, las patas y hasta la cabeza —gimió adolorido.

Mamá chiva, mientras lo examinaba con ternura, le regañó.

—Bien que te dije que no lo hicieras. No tienes rota la columna, ni las patas y tampoco tu cabezota dura pero…

—Pero qué mamá, dilo ya que me alarmas.

—Prefiero callar, tú mismo te darás cuenta.

— No me preocupes. ¿Tan grave es? —Preguntó.

—Solo te adelanto, que tendrás que dejar las disputas si no quieres perderlas. Tengo que reconocer que esta última torpeza tuya traerá buenos resultados. Serás en adelante comos siempre quise que fueras: un hijo dócil que no andas buscando peleas —y se fue a pastar dejando a su hijo pensativo.

Cuando Lolo se restableció quiso volver a sus andadas, como le dio sed fue a beber agua en el río. Se miró como solía hacer.

—Algo me falta, ¿qué es? — se preguntó y con detenimiento se volvió a mirar— ¡Mis cuernos! Por eso los demás que tanto me temían, ya no se echan a correr cuando me ven y hasta se ríen de mí.

Desconsolado regresó junto a su mamá y se lamentó de su mala suerte pues ya no podría pelear con ellos.

— ¿Eso es lo que te intranquiliza? Pensé que era otra cosa, no te das cuenta que las riñas no son buenas. Me has dicho que los otros no salieron corriendo al verte, ahora retozarán contigo. ¡Tendrás amigos!

—Pero es que se burlan…

—Antes eras tú quien te burlabas de ellos cuando los hacías huir, ahora tienes que ganarte sus afectos y hacer que te respeten, no por el poder que tenías con tus cuernos en las peleas, sino por otras cualidades que no les mostraste nunca. Puedes conquistarlos con tu amistad —le dijo su madre y lo dejó reflexionando mientras que ella se fue a pastar.

Mi mamá tiene razón, veré que hago para ser su amigo, pensó y esa noche durmió mejor que nunca.

Al día siguiente se puso a pastar en silencio al lado de los demás chivos, luego dio unos brincos como convidándolos a jugar, pero ninguno lo tuvo en cuenta. Lo intentó de nuevo y solo el más chico jugueteó con él y le preguntó dónde había dejado los cuernos.

—Vaya usted a saber. Ah, ya recuerdo, en el barranco, es mejor que estén allí —y rió.

—Claro que es mejor, sino, ya estuvieras buscando broncas — le dijo uno de los chivos.

—Ya no quiero riñas con ustedes, mi madre me aconsejó que es preferible tener amigos.

— ¿La entendiste ahora porque te faltan los cuernos? —le preguntó un chivo entre risas burlonas de los otros.

—Basta ya —dijo una chiva—. Lo que importa ahora es que quiere tener amistad con nosotros—. Saltó a su alrededor y le pidió que la acompañara a comer en una pradera que había descubierto y allá se fueron seguidos de los demás chivos que desde entonces, se hicieron sus amigos.

La mamá chiva, feliz miraba con ternura, aquella montaña pedregosa y le dio por llamarla «La montaña de los cuernos» aunque a veces la apodaba «La montaña Conciliadora» diciendo que gracias a que su hijo había perdido en aquel lugar los cuernos, tenía amigos.

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