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Cuentan nuestros abuelos, que hace años, viendo que la maldad no cesaba en el mundo, los habitantes de la Tierra tuvieron una maravillosa idea. Algunos hombres buenos llevarían unas semillas muy especiales a una tierra muy lejana a la que llamaron PepiLand.

Pero no eran unas semillas cualquiera… eran pepitas de amor. Sabían que así, el amor podría crecer sin miedo a ser destruido por quienes preferían vivir con odio. Sembraron allí sus pepitas y se marcharon con la esperanza de que germinaran y algún día, pudieran inundar el mundo de paz y convertirlo en un lugar maravilloso y más habitable.

Al cabo de muchos años, PepiLand se había convertido en una tierra tan fértil, que los Pepitos y Pepitas que allí nacían, decidieron que era el momento de comenzar a dispersarse por todo el planeta Tierra.

Los bebés que aún no habían nacido y vivían en el cielo, estaban tan en contacto con la bondad, que fueron los primeros elegidos para repartir pepitas de amor a toda la humanidad. Cada niño que nacía, traía una o varias pepitas de amor bajo el brazo y se las entregaba a alguien a quien amaba con todo su corazón.

Quien recibía una Pepita o un Pepito, tenía para siempre la certeza de que era alguien muy querido y especial para otra persona, por lo que nunca se sentiría sólo ni tendría deseos de dañar a nadie.

Tiempo después, los hombres y mujeres buenos se encargaron también de ayudar a repartir la gran cantidad de pepitas que no dejaban de crecer. Había mucho trabajo para cada habitante de la Tierra. Fue así como el amor que algunos hombres buenos sembraron una vez, comenzó a ganar la batalla al odio y la maldad.

En nuestros días, la lejana tierra de PepiLand sigue existiendo y es un lugar muy fértil, donde no paran de brotar Pepitas y Pepitos dispuestos a convertir nuestro planeta en un hermoso mundo, donde sólo haya hombres y mujeres buenos que deseen convivir en paz.

Fin

Autora: Mónica Rebollo

Cuento sugerido para niños a partir de ocho años

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