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José y su soledad

José era un anciano de setenta y ocho años. Acababa de perder a su esposa, Pilar, en un gélido día de diciembre.

El hombre ataviado con su traje de pana, pasó la noche junto a sus hijos, venidos de Zaragoza y sus vecinos, velando el cadáver de su amada con la que llevaba casado más de cincuenta y cinco años.

Él que se definía como agnóstico y republicano, sujetó entre sus manos sarmentosas, por la artrosis, aunque fuertes, un rosario antiguo que, Pilar, guardaba en su mesita de noche, y con el que rezaba a su Virgencica todas las tardes, después de la siesta y al acostarse. Era una mujer devota, y de derechas, todo lo contrario que José, aunque esa divergencia religiosa y política no eclipsaba su amor y felicidad conyugal de tantos años.

José estaba absorto, obnubilado, bisbiseando una serie de oraciones, que no había rezado desde niño. Con la mirada fija en el cuerpo menudo, amortajado de su compañera, se sumergió en sus numerosos recuerdos compartidos con esa mujer, a la que la Muerte se había llevado para siempre de su lado.

Rechazó el café con leche caliente, o la copa de orujo, que le ofreció, Eva, su hija mayor. El baúl de sus ilusiones y de sus proyectos se había vaciado al partir su compañera. Por vez primera sintió los aguijonazos de la soledad en su corazón débil y entre rezos, sus hijos pudieron escuchar unas promesas, que su anciano padre musitó en voz muy baja y que decían: “Pilar, pronto estaré a tu lado” o “Mira a ver, cariño, si me guardas un puesto en el Cielo y a tu lado. Sin ti, la vida ya no me interesa”.

Al amanecer, Eva y Paco, los dos hijos de José, se llevaron a su padre al cuarto de baño para afeitarlo y ayudarle en su aseo, pues parecía un autómata, con la vista perdida en la nada, con una mueca de dolor en su rostro curtido por una vida dura de labrador, que con su esfuerzo y entrega había logrado, junto a la difunta, que sus hijos cursaran una carrera y que lograsen un estatus social y profesional, del que ellos, Pilar y él se sentían muy orgullosos.

Cuando llegaron los empleados de la funeraria, José ya estaba vestido con su mejor traje y embutido en su chaquetón de lana. Tuvo que hacer un esfuerzo para atender a los amigos, familiares y otros vecinos del pueblo, que entraban en su casa para darles el pésame.

Apoyado en los brazos de sus dos hijos se dirigió andando tras el coche fúnebre a la iglesia del pueblo, a la que José, no había entrado desde que comulgaron Eva y Paco. De eso hacía más de veinticinco años. Entonces frente al altar mayor dedicado a San Pedro, lamentó su obstinación de no acompañar a su Pilar a misa durante tantos años, dejando que ella se fuera a cumplir con su devoción, acompañada por sus vecinas y amigas Rita y Palmira.

Tras el funeral emotivo y multitudinario, el cortejo fúnebre se dirigió hacia el cementerio. José, lentamente, caminaba por el sendero pedregoso, dejando a sus dos lados, los campos secos, divisándose allá en la lejanía el Moncayo

Casi sin darse cuenta y a pesar de que el caminar era para José un tormento, llegaron y entraron en el camposanto. La mañana era muy fría, pero José sentía en su interior una fiebre que le consumía. Sus lágrimas brotaban de sus ojos secos y cansados, a borbotones. Pensó por un instante, que esa sepultura familiar en el que yacían sus padres y dos hermanos, pronto iba a acoger el cuerpo de su amada, de su compañera y pidió a Dios mentalmente, que no le permitiera sobrevivir a su esposa y cómplice, al amor de su vida.

José había sido durante muchos años el mejor cantador de jotas de toda la comarca. Con su voz viril y armoniosa, había lanzado a los cuatro vientos ese himno musical, que es canción, oración y saludo, seña de identidad de Aragón su tierra.

Aunque hacía ya muchos años que dejó de cantar, al ver como el enterrador lanzaba las primeras paletadas de tierra sobre el ataúd de su Pilar, sin pensárselo dos veces, con voz potente pese a su edad y estado emocional, cantó una jota de homenaje y despedida a su amada.

Los asistentes se emocionaron mucho al escuchar a ese anciano, que, con los ojos arrasados por las lágrimas, dedicaba a su mujer, esta jota:

“Cuando una baturra quiere,
A quien la sabe querer,
De tanto querer se muere
Y muerta, quiere también”.

Pasaron varios días y, poco a poco, José, fue perdiendo su vitalidad y se fue secando como una planta por falta de riego. Regresó de Zaragoza y volvió al pueblo. José, ya no salía al campo, ni tan siquiera al huerto, que con tanta ilusión trabajaban Pilar y él.

Apenas comía, y sentado en un sillón, estático, dejaba que pasaran las horas, repasando mentalmente sus recuerdos, regurgitando sus vivencias compartidas con su difunta esposa, a la que a veces veía, o creía ver, ya que, movido por su desesperación, la llamaba a gritos, aunque lamentablemente volvía a la realidad y se le apoderaban el silencio de la casa vacía.

Todas las noches sus hijos le telefoneaban. Le preguntaban si se alimentaba bien, si salía, como solía hacer antes de la muerte de Pilar, hasta el café para jugar unas partidas al guiñote con sus amigos. Él les engañaba, les mentía, para no alarmarles. Sabía que era un muerto en vida, que añoraba el reposo eterno junto a la única mujer que le había comprendido y perdonado sus excentricidades y manías.

Cuando iba a cumplirse el primer aniversario de la muerte del Pilar, en cuyo recuerdo se iba a celebrar una misa en la iglesia de San Pedro, de su pueblo, llegaron Eva y su esposo Diego, junto con Paco e Isabel, y los dos automóviles de gran lujo, quedaron aparcados en la calle Real, junto a la puerta de la casa de José.

Venían alarmados, porque Rita y Palmira, las dos amigas inseparables de Pilar, les habían llamado para decirles que su padre no salía, desde hacía varios días a la calle y que cuando le llamaban a la puerta no respondía. El temor a una tragedia impulsó a los dos hermanos y a sus cónyuges a dejar a un lado sus trabajos y acudir con urgencia a la casa de su progenitor.

Llamaron varias veces a la puerta, pero nadie las abrió. Eva, muy compungida, sacó una llave de su bolso y abrió la puerta. La tensión y el nerviosismo se apoderaron de los cuatro.
Al entrar vieron la casa, que en vida de su madre estuvo siempre limpia, y que un año después de su fallecimiento aparecía muy sucia y desordenada. Olía a rancio, a sucio. Por instantes fueron sintiendo que iban a presenciar una tragedia.

En su dormitorio, inconsciente, estaba José. Eva sintió frío y creyó ¿o eran imaginaciones suyas?, que un beso de nieve, gélido pero fraternal se posaba en su mejilla derecha. Pensó en su madre y se echó a llorar.

Unos minutos más tarde una uvi móvil se llevaba a José a una clínica privada de Zaragoza.
Antes de irse, Eva y Paco, dieron una cantidad de dinero a Rita y Palmira para que se encargasen de dejar la casa limpia y recogida, como cuando vivía su madre.

Pasaron unos días y el estado de salud de José no mejoraba. Los médicos atribuyeron su estado a un problema psicológico, a una depresión grave que le producía la pérdida de su querida esposa y compañera.

José no hablaba, estaba ausente, a kilómetros de distancia viajando vertiginosamente con su mente a ese pasado compartido con Pilar. De vez en cuando tenía momentos de lucidez y echaba de menos sus campos, el pueblo. En el silencio de su habitación, lloraba y rezaba. Y Eva, que procuraba dejar a un lado sus asuntos legales, en manos de otros compañeros de su bufete, para cuidar a su padre, sufría viendo como el anciano se deterioraba cada día más y lo peor era, que no quería vivir.

Y un día, en que el estado de salud de José auguraba un nefasto desenlace, ella habló con Paco, su hermano, y ambos decidieron que había que llamar a la rondalla de su pueblo para que en el fin de semana se desplazasen hasta la clínica, trayendo una cajita con tierra de los campos de José y una imagen de la Virgen del Pilar, a la que la difunta le tenía mucha devoción.

Tras una conversación telefónica con Amado, el alcalde, y Domingo el párroco del pueblo, quedaron ultimados los preparativos para darle una grata sorpresa al enfermo.

El sábado por la mañana, un microbús fletado por Eva y Paco se detuvo en la clínica y de él bajaron siete joteros, más cinco miembros de la rondalla, el alcalde y el párroco. Este último llevaba la imagen de Nuestra Señora la Virgen del Pilar, que se veneraba en el pueblo.

Entraron todos en la habitación de José y él se emocionó al ver a la rondalla en pleno, dirigida por Agustín el hijo de Engracia, un gran músico y lloró al recibir la cajita que contenía la tierra de sus campos abandonados, que durante tantos lustros proporcionaron el sustento a su familia. Con manos temblorosas atrapó un puñado de esa tierra querida, que se le escapó poco a poco de la prisión de sus dedos temblorosos.

Cuando, de repente, comenzó el rasgueo de las guitarras y bandurrias, José no pudo evitar que se derramasen de sus ojos, un alud incontenible de lágrimas y tras besar a la Virgen con devoción, antes de que se arrancasen los cantadores, él se incorporó de su lecho y cantó:

“La que más altares tiene
es la Virgen del Pilar
La que más altares tiene
que no hay pecho aragonés
que en su fondo no la lleve
Es la Virgen del Pilar”

Al abrir los ojos, tras quedar extenuado después de haber cantado la jota, José vio ante sí a su Pilar. Pero no era la anciana de pelo cano recogido en un moño tras la nuca, con arrugas en su bello rostro. Era una mujer joven y muy guapa, idéntica a la que fue cuando se conocieron. Le estaba sonriendo agradecida, por su fidelidad y entrega al amor que ambos juntos cultivaron y que ni la Muerte fue capaz de segar con su guadaña.

—¡No me dejes solo, Pilar, amor mío! Me duele la soledad–gritó José angustiado, tratando de estrechar entre sus brazos la presencia incorpórea de la mujer, que, al partir hacia el Reino de la Muerte ,se le llevó las ilusiones y hasta las ganas de vivir. Entonces ella, le dio un beso de miel y nieve a su querido, José, en sus labios secos y marchitos.

Tras darle la extremaunción y a un gesto de Amado, el alcalde la rondalla atacó los primeros acordes de una jota, que José comenzó a cantar, con los ojos humedecidos por las lágrimas y en honor a su querida Pilar. Se hizo el silencio en la habitación y José entonó:

“Cuando se murió le puse
un pañuelo por la cara
“pa” que la tierra no toque
boquita que yo besara”.

Al concluir la última estrofa José murió abrazado a la imagen de la Virgen del Pilar, de su pueblo, que Domingo el párroco le había acercado a los labios inertes.
Espontáneamente los joteros, acompañados por la rondalla, le dieron su último adiós musical a José, cantando las mejores jotas de su repertorio al vecino ejemplar, que había muerto contento y rodeado por su familia y amigos.

Alguien que presenció este emotivo colofón a la vida de un anciano, que no soportaba la soledad, me dijo que José parecía contento, ya que estaba seguro de que su Pilar, le estaría guardando un lugar en el Cielo, tal y como ambos, desde hacía bastantes años, habían acordado.

Fin

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